La princesa está triste... ¿qué
tendrá la princesa?
Sonatina, Rubén Darío
Solitaria
como una ostra aunque en pleno gentío, donde dicho sea de paso empiezan todas
las soledades, y vale aclarar que este era un gentío hecho de santos y apóstoles
y libros y advertencias y un marido disfuncional y temores impuestos a fuerza
de religión; culpas insospechadas y la difusa convicción de que el acatamiento
absoluto de lo impuesto le depararía el Cielo o de lo contrario el insulso
Infierno; ante un total muro de espaldas donde sólo las nucas se ofrecían cual
rostros, el insecto incapaz de pedir que la aplastasen, la señora esposa,
entonces, por su lado intentó ejecutar su propia carrera: de última papi
siempre estaba para apoyarnos, sabía.
No accedió,
en un arranque de personalismo, a atenderle el teléfono a su marido el doctor,
porque para secretaria todavía estaba su suegra, ya viuda, con menos para hacer
que antes. Así que se atrevió a hacer la suya y para colmo en otra oficina del
mismo rubro pero municipal, en San
Isidro. Sin motivaciones aparentes o por tedio, algunos dirían que fue a partir
de entonces que comenzó a tomar distancia y a considerarse parte del mundo,
como le dijera la analista, o a pensar en ella misma, como le reclamara la única
amiga que todavía conservaba de sus épocas de estudiante (aunque no tuvo “sus
épocas” La Que Te Dije sino períodos transcurridos en diversos asilos
religiosos, monocordes todos ellos y de los que no se excluía ni su propia
casa, asilos asépticos donde sus padres la habían ido depositando cual cheque
incobrable, padres que de haberla podido hacer monja lo hubiesen hecho; ella
tenía que ser la oveja blanca y pura que purgara los pecados del mundo de sus
padres, aunque al referirse al mundo en realidad hablasen de sus conciencias. Y
casi lo fue. Además era fea, horriblemente fea, tan fea que se casó y sólo
mostraba a los pocos visitantes que osaran irrumpir en el domicilio particular
del doctor y señora - pago por otros - una foto calculadamente oscura - aunque
La Que Te Dije alegara no sé qué efecto luminoso - donde se mostraba de
espaldas. Y ni siquiera era una bonita espalda. Así que quién más hubiese
podido bancársela si no en un convento, decía la propia señora del doctor, para
terror de la analista, licenciada que oía (interesada primero y aterrorizada
después) todo aquello que La Que Te Dije confesaba en cierto departamentito por
Villa Freud, hasta que su paciente sin previo aviso alterase su vida a voluntad
propia, por primera vez, cerrando lo que hubiese sido un paréntesis
infinitamente abierto, inconcluso, postergado...)
Y con el
sueño de la vida propia, decíamos, aunque no se debe empezar oración alguna con
“y”, todos los días partía tempranito
hacia San Isidro, previo desayuno compartido - de lo poco que compartían para
entonces - con su señor marido, el entrecomillado doctor avocado a su labor de
prosapia legal, el último eslabón lucrativo de la dinastía de vampiros
succionadores de sangre e intereses de la también heredada dinastía local de clientes
de piel curtida por natura. Llegaba entonces la muy fea a la dependencia
municipal en San Isidro y cumplía con su deber, si era para lo único que
servía. Si en casa ya hacía casi diez años que no pasaba nada memorable, el
aire dentro del departamento se podía cortar con el canto de cualquier
cero-ocho, no había amor ni nada para fotografiar ni de espaldas y sí mucho
aburrimiento, siestas fingidas para no hablarse, noches de burdos dolores de
cabeza increíbles, largos silencios durante la cena ante el fútbol televisado -
Banfield también se heredó y se heredará - y la sospecha cada vez más sentida
de que había cometido el error de casarse muy joven con el único hombre de su
vida, ése que le dio un hijo y nunca más nada, salvo calzones sucios, poca sábana
de noche, varios viajes por compromiso, nada sincero, ni el afecto, aunque la
pobre hubiese creído que el hijo iba a reavivar el amor, o a su amor, un amor
que nunca iba a revivir porque jamás había vivido; cuántas otras lágrimas
podrían relatarse: La Que Te Dije en su casa a las seis de la tarde bañando al
chico hasta que primero el sonido de unas llaves y luego el cuerpo entero del
doctor hacían su entrada, callado o pidiendo comida, ¿comiste? le
preguntaba La Que Te Dije, y no, no comí, le contestaba su marido, displicente
y aflojándose la corbata. ¿Querés que te prepare algo?, y ordinariamente el
chico en la bañera podía, por ejemplo, ponerse a llorar de puro niño, si no
podía entender lo que era un matrimonio triste y ruinoso, todavía, aunque lo
sintiera con intensidad a su alrededor.
- No
quiero que me prepares nada, dejá - el doctor. - ¿Algún llamado? - mientras se
ponía las pantuflas. Y antes de que ella le contestara, gritaba, mal: - ¿Podés
callarlo de una vez?
Así se
trataban para sorpresa de un cuarto en discordia, visitante inoportuno y de
verdad avergonzado, que contemplaba el drama ajeno desde la cocina, tomando
café.
- Tu amigo está en la cocina, vino a
dejarte unos papeles - La Que Te Dije, dándome un buen pie para entrar en
escena y ponerle paños fríos a tan trágica situación, (no daba pena sino una
gran vergüenza), uno de esos espectáculos que vistos sin querer sólo servirán
para ser relatados ahora.
- Ah, sos vos - me dice el doctor.
Le digo
que sí, que soy yo, que acá está los papeles que me pediste.
- Está grande el pibe, eh, se parece
a vos, ¿por qué no se van por ahí los dos a comer algo?, se nota que necesitan
hablar, yo se los cuido; pero otro día, mejor ahora me voy, los dejo, mañana
nos vemos. Esperá que saludo a tu mujer.
Y entonces
me le arrimo al doctor, que está en pantuflas, notoriamente alterado, esperando
que me vaya de ahí para que por fin pueda encerrarse en su habitación a mirar
televisión solo, me acerco y le susurro:
- Está buena la flaca, se
mantiene... - podrida como siempre, pienso, y el doctor me mira extrañado,
todavía no sabe si lo estoy cargando, como si se pudiese dudar.
- ¡Chau a ustedes dos allá! - grito,
le doy la mano al doctor y bajo, por suerte el portero está en la puerta, me
abre, me voy.
- Se fue por fin este pelotudo, ¿qué
mierda hacía acá con vos tomando mi café?
- Nuestro café - dijo La Que Te Dije
mientras secaba al chico. (¡Bien, licenciada!)
- Pero sí, qué carajo me impor... -
y el doctor se controlaba, shh calladito, hasta que sólo se oían sus nítidas
pantuflas camino a la habitación, portazo con llave y hasta la cena no iba a
salir de ahí, si por fin estaba ante lo único que conformaba sus tardes en
familia: ver televisión, qué buenas esas series de media hora yanquis, ¿no,
doctor? Hacen que la vida se le pase a uno...
Esa entre
otras tantas lágrimas a relatar, pero no, basta, baste decir a manera de cuadro
general y definitivo de La Que Te Dije que era a fin de cuentas una imbécil en
el sentido etimológico de la palabra, anotad: in baculus, es decir, en báculo; toda su vida había transcurrido y
transcurriría de no ser por cierta amiga divorciada y cierta analista de Villa
Freud, quien no sólo se enriqueció sino que además terminó su tesis, sobre el
sórdido y apelmazado bastón de una educación eclesiástica y castrense, meta
impuesta por sus padres que como correspondía esperaban que la hija siguiera
los pasos paternos con devoción y temor de Dios, una vida prescripta que La Que
Te Dije sólo pudo interrumpir - y ni siquiera - aunque ya mucho daño irremediable
cargaba en su mente, mediante su precoz casamiento, como le explicaba la
analista, pero con muy mala suerte, porque se había fugado de su devota vida de
parásito catequista con un hombrezuelo que estaba mucho peor, muchísimo más
imbécil - en sentido etimológico, claro - que ella misma.
Merece
recalcarse que era muy, muy fea. Casi tan baja como un enano, la boca luciendo
esa sonrisa equina, una contextura física maltrecha que para sorpresa de todos
había sobrevivido un embarazo, lo único para lo cual pudo usar su cuerpo hasta
cierta tarde truncada en San Isidro, porque el mismo jamás había tenido otra
función en la vida de La Que Te Dije que la de ofrecerle las rodillas donde
apoyarse y rezar en la iglesia, o abrir la boca para tragar hostias, o el bocho
donde tragaba el código penal entero, la que nunca tuvo novio, la jamás besada
ni acariciada por mano alguna, ni la propia, aquella a la que ningún varón
nunca invitó a ningún lado, si pobrecita en la escuela primaria de la monjas
jamás le habían explicado el pecado
carnal, si en la escuela secundaria de las monjas jamás se había hablado
del pecado carnal y que, por último,
en la privada religiosa, donde pudo engancharse al doctor, un buitre, las
compañeras solían comentar cosas sobre el pecado
carnal que a ella le producían asco, aunque oyera de refilón; si hasta una
vez se sorprendió a sí misma esforzándose por escuchar, tanto que a la noche
rezó un rosario extra. Las amiguitas de la privada religiosa hablaban de cierta
variante, también religiosa, aunque muy rara, le parecía a ella, porque eso de
“verle la cara a Dios”, ¿qué sería?
De su leve
juventud sólo le había quedado una sola amiga, también colega; en realidad
había tenido unas cuántas, pero las chicas se sentían mal cuando ya ella se
presentaba en sus reuniones o salidas con el gordito de corbata, que las miraba
mal, tan resentido, o las miraba con ganas, tan desagradable; cuando ella se
casó con él ya era suficiente, si entre un grupo que rondaba los veinte y
monedas era un escándalo vergonzoso que hubiese una casada y, en apariencia,
hasta orgullosa de su condición prematura de “señora de”.
- Cómo, boluda, que no sabés qué es
- le decía la amiga, divorciada ya dos veces, próxima a autodenominarse “liberada”,
vale decir, promiscua sin culpas, un sábado a la tarde, tomando el té en casa
mientras el doctor llevaba al pibe a pelotear a la plaza, “un ratito, sabés,
media hora porque me canso”, le decía al hijo -. ¿En serio nunca te pasó? Pero
si vos con tu marido...
- Nunca tuve uno - respondía,
apesadumbrada, y aunque se había acostado con el doctor algunas veces, sobre
todo en los dos meses posteriores al casorio y si hasta había tenido un hijo,
en ya casi diez años, era cierto, nunca había tenido uno solo.
- No podés no haber tenido uno solo
nunca, ¿lo hacen o no? Oíme, vos tenés un hijo, o sea que lo tienen que haber
hecho - y era triste casi tanto como la cara de la señora del doctor al enterarse
casi a la treintena de años de vida que existía cierto grandioso y nada
ignominioso placer, carnal pero placer al fin, que no había probado nunca, que
vos, incapaz, ni eras bueno para eso, le habías hecho un hijo - ¿será tuyo? - y
ella ni se había enterado del trámite, ¿le habrás cobrado comisión por el
trámite?
- Ya vas a tener, es todo
psicológico - (ah, además se psiconalizaba.)
- Eso me dijo la licenciada -
explicaba La Que Te Dije, que había ido un par de horas a terapia, ayudada por
la amiga, que la veía mal, que la quería unir al club de las divorciadas pero
que no sospechaba que, además de infeliz, tenía, justo ella, una amiga frígida.
- “Frigidez” me dijo que se llama lo
que tengo. ¿Y cómo es eso que se siente?, le preguntaba a la divorciada
múltiple, psicoanalizada, aunque todavía no del todo porque se ponía colorada y
la miraba a la dueña de casa con cara de “no lo creo”. Y le explicaba: es
psicológico, sabés, ya te va a pasar, entonces con todos los detalles lascivos
que le fueran posibles le decía qué era un punto gé, el amor veneris y otros accesorios.
- Dale, rápido, que está por llegar
mi marido con el chico. - Lo llamaba “el chico” a su propio hijo, otra delicia
para la amiga psicoanalizada. “Ya vas a sentir”, le repetía, tranquilizando a
la señora del doctor.
Cada tarde
era un poco más imposible cada día. No había una tregua posible, ni las fiestas
ni los feriados, ni el cumpleaños del chico, ni el análisis de ella y la
sobrecarga laboral de él con tal de no volver temprano a la casa, ninguno de
esos escapes se había mostrado fructífero. La Que Te Dije había recurrido
ahora, además de a las clarificantes sesiones en Villa Freud, a la muy
constante compañía de su única amiga, quien divorciada por segunda vez tenía
más tiempo para visitarla y contarle, como corresponde a una divorciada que se
precie, su propia loa a la libertad femenina, laureles que a fuerza de cuernos
y abstenciones y mucha repartija para sendos representantes legales se había
sabido conseguir. El doctor, concebido, criado, implantado en Once, echaba
raíces en su oficina, mientras tanto, lucrando como lo hicieran sus
antecesores, aunque mejorara técnicamente alguna que otra maniobra; ahí se
sentía a gusto, podía de vez en cuando maltratar algo a la madre - con un “¿este
café me preparás? “ o un plácido “andá a pagarme estas cuentas, vieja, hacé
algo” era suficiente para que la mujer llorara y el doctor se sintiera el Rey
David de Once, aunque claro que no era judío -, maltratar a la anciana o
perseguir a su servidor con avasallantes pedidos urgentes de papelitos y
formularios, maniobras poco lúcidas para ocupar el tiempo y practicar efímeras
prepotencias que terminaron más de una vez con el quiebre parcial del doctor
ante su “secretario” y cómplice en el silencio. El doctor no aguantaba más y
cantaba todas sus penas, se disculpaba por “eso que viste en mi casa ayer y por
favor no le contés a mamá” aunque claro que la vieja ya había sido debidamente
informada por el involuntario testigo, total, el cementerio privado correría a
cuenta de su hijo. No sé qué más hacer, decía el doctor, y lloraba tapándose
los ojos con sus palmas, muy colorado, yo sigo con ella por el chico, sabés, y
se acariciaba la pelusa que lucía como barbita, cortada tipo candado, un look
probadamente usado por porteros y cagadores. ¿Qué puedo hacer?, se preguntaba y
le preguntaba a un servidor. Yo me divorciaría, pero por el pibe no lo hago,
sabés (y por el auto que manejaba, pagado por los suegros, y el departamento
donde vivía, pagado por los suegros, y por el departamentito en Mar del Plata,
cortesía de los suegros, y la fiesta del casamiento, pagada por ídem en su
momento, en fin, porque hasta el traje - su disfraz de falso capaz ante los
clientes - lo había comprado con la tarjeta cuya garantía eran los suegros; La
Que Te Dije era un engendro espantoso, pero bien sustentado por los papis con
contactos en todos lados, una alianza que el doctor no había dejado pasar y
que, de romperse ahora, le depararía algo así como tener uno de los tres
poderes de la Nación en contra, aunque, desde ya, sólo dijera que si no la
dejaba era “por el chico”, y se secaba las lágrimas con el puño del traje).
-
Conseguite una amante. - Y su servidor se lo decía en un tono catedrático,
sabiendo que eso era imposible, si el doctor era un incapaz en todos los
sentidos posibles de esa precisa palabra.
Entonces,
ofendido, dirigía sus muy abiertos y rojizos ojos hacia los de un servidor,
sospechando tal vez que a su confidente le importaba poco y nada saber qué era
de su vida por fuera de las paredes de esa oficinita. Después de aquellos
estallidos esporádicos de angustia y llanto ya no pedía papeles ni maltrataba
tanto a la madre, hasta el día siguiente.
Sólo cabía
esperar que todo terminara con la muerte de alguno de los cónyuges por vejez o
trágicamente asesinado por el otro en un arranque incontenible de furia,
elemento que se acumulaba ya casi sin disimulos en esa casa y ante la pasiva
vista del hijo de ambos que algún día será también escriba, pibe que lloraba
por necesidad alimenticia y luego por la mera vocación de llamar la atención,
de alguna manera, de sus padres, o al menos para detener el griterío que cada
vez más seguido se armaba, o peor, esos largos, gélidos silencios sepulcrales
que dicen tantas pero tantas cosas que nadie quería escuchar.
La Que Te
Dije en cambio le hacía frente a la adversidad mediante la terapia, tratándose
de vos con la libido, el yo y el ello, no tanto con el súperyo, y el consejo de
su amiga la divorciada. Esta, que ahora vivía no de uno sino de dos cheques
mensuales y suculentos, era profesora - no se pudo determinar de qué - en
cierta universidad, de esas colmadas de niños bien que jamás ejercerán nada
salvo la portación de apellido y crédito hereditario. Ahí lo había conocido a
Luciano, le contaba a La Que Te Dije, notoriamente interesa, un alumno entre
tantos pero cuya atención había tenido lugar no sólo para las clases de la
profesora divorciada - ella se jactaba de su situación constantemente y ante
sus alumnos, decía, por ejemplo: “A ver, Gutiérrez, si usted tuviera tanta
cantidad de costo fijo, ¿qué gráfico de los siguientes parece más acertado? Y,
a ver, usted Lorenzatti, suponga que se divorció de su feo marido y ahora tiene
menos costo fijo que antes, ¿qué gráfico le aconsejaría a Gutiérrez?” - y esas
cosas, pero decíamos que Luciano le había echado el ojo a la profe, que entre
consultas académicas y gestos e histeriqueos propios de un niño bien de
veintitrés y una divorciada doble de treinta y cuatro, había desencadenado
fogosos encontronazos en el asiento trasero del auto del alumno, una noche muy
lluviosa en la que, atento, él se había ofrecido a acercar a la señora
profesora hasta su domicilio, porque, hemos dicho ya, llovía. Y vos no te
imaginás, decía la profe a La Que Te Dije, cómo me sacude ese pendejo, si ayer
me llevó al cine y casi nos descubre el acomodador, y qué lomo que tiene el
pibe no sabés, de manera tal que La Que Te Dije no podía disimular cierto
interés y ratoneo a cuenta de lo que oía aunque fuese el opuesto exacto de todo
lo que había venido oyendo durante su vida. La señora del doctor comenzaba a
predisponerse. Contame, a ver, le pedía a la profe, y entonces cual buena
divorciada con la frente en alto le decía: es un animal el pibe no sabés, me
agarra en todos lados, me sacude en el auto, en el ascensor, en mi casa y en la
casa que le pusieron los padres, es medio bobo, eso sí, pero cómo me calienta,
ojalá dure al menos un mes, y qué amor cuando me llama y me dice que me
extraña... Tendrías que probar vos, nena. Dejá al gordito boludo que tenés de
marido, y la profe se reía. La Que Te Dije sonreía, tomando la broma como tal,
pero le dolía hacer memoria y no saber qué era aquello de ser llamada por un
hombre que le dijera que la extrañaba, que la quería, aunque sea “sacudir”, y
hacía memoria pero era claro: ella jamás había conocido qué era todo eso.
Miraba el sócalo de la cocina, La Que Te Dije, nostálgica y abstraída ante su
amiga, reconsiderando tal vez todos sus actos, pensando en aquello de que
siempre será peor arrepentirse de lo que nunca hicimos que de lo que llegamos a
concretar, frasecita de libro misérrimo de autoayuda, pero que colmó la mente
de la señora del doctor hasta que la amiga, la divorciada profe que disfrutaba
por delante y por detrás (del auto) de su alumno, le aplaudió en la cara para
traerla de nuevo al mundo y preguntarle qué te pasa, nena, no nada, dijo La Que
Te Dije, es que es tarde y le tengo que hacer la comida al chico y ya va a
llegar el otro. Ya soplaban por esa maltrecha cabecita aires de cambio y
renovación; fantasías y ratoneos libertarios acumulados de toda la vida
maquinándose ahora en una inclaudicable pugna por salir a la luz.
- Pero
dale, conseguite una amante. O una puta, es más barato - un servidor.
- Estás loco - el doctor, en una
pausa, mientras cerraba el maletín (que era un regalo de los suegros) y se
disponía a volver al campo de batalla de silencios y tristeza que era su casa.
- Yo conozco un lugar con buenas
minas. Pero dale, che, no se entera nadie. Probá una vez, es liberador, le
decís lo que quieras, le hacés lo que quieras y le pagás y salís al mundo
renovado, es liberador, hacé la prueba. Acá tenés, mirá, justo ando con la
tarjeta de una - y le tiró la tarjetita que exhibía una grotesca foto de una
mujer desnuda y una dirección junto a la leyenda “night club and drinks”,
tarjetita muy burda que repartían en la calle, porque el servidor sólo era
miembro de otro club de caballeros cuyas tarjetitas se imprimían en la imprenta
de su padre.
- Vos tenela, haceme caso - y acomodó
la tarjetita entre los papeluchos que llevaba el doctor en su maletín.
- Vos estás loco. Me voy. Apagá todo
y abrile a mi vieja.
- Ay,
doña, yo no la quiero asustar, pero en su casa su hijo tiene unos problemas muy
serios... ¿Cómo, no le contó nada? Aguante que cierro acá todo y le cuento,
¿para dónde va?, yo la acerco, no, no es problema, me queda de paso, señora. De
paso le cuento lo de su hijo, ¿por qué será que él no le dice lo que sufre...?
Esa misma noche, el doctor y señora, o
La Que Te dije y su marido, es lo mismo, se vestían, en silencio, para asistir
a la previsible cena en casa de la hermana - casada con el Cuñado Colega - de
La Que Te Dije, un traspié en la vida del doctor, que no podría entonces
encerrarse a ver la tele como ayer y como mañana. En silencio, pues, se
vestían, por momentos se miraban, de reojo, claro. Él se cambiaba los zapatos,
ella controlaba que el chico ya se hubiese dormido.
- En quince minutos viene la hermana
de la chica del sexto a cuidarlo - La Que Te Dije.
- ¿Cuánto hay que pagar? - el
doctor.
- ¿Vos me oís cuando te hablo? - con
un leve tonito, La Que Te Dije.
- ¿Va a estar el marido de tu
hermana? Porque tengo que preguntarle algo. Ah, haceme acordar que lleve el
maletín, tengo todos los papeles ahí.
- ¿Vos me escuchás a mí? - La Que Te
Dije, quasi llorando.
Él decidió
que para no gastar en nafta mejor era ir en taxi. En realidad ni siquiera
podían tolerarse solos en el auto, por eso apelaban a un tercero, neutro, que
justificara su silencio recatado y de paso manejara. En el taxi la cosa no fue
mejor. En silencio y a mitad de camino, la señora del doctor, de manera
incalculable, para súbita sorpresa de su marido, sacó un cigarrillo. Kent
mentolado que llevó a su boca, encendió. Sin tragar el humo, fumaba y miraba
por la ventana.
- Oime reventada desde cuándo se te
dio por fumar.
- Cosa mía, es mi vida, ¿ahora
resulta que sos sordito pero todavía podés oler?
El
tachero, atento al camino y a los chistes muy ordinarios que cierto
animador-periodista-locutor-lo que fuera leía por Radio Diez, miró hacia atrás,
hacia su pasaje. “Eh, patrón, qué pasa”, se atrevió a decir luego de que él
quisiera manotear el cigarrillo y ella lo empujara.
- Largá eso de la boca, qué te
pensás que sos. ¿Son ideas que te mete la boluda de tu amiga, esa renegada de
cuarta que anda en mi casa todo el día?
- Hasta mi amiga es más hombre que
vos, yo soy más hombre que vos, cobarde, basura, ¿no querés fumarte uno vos
también o tu mami no te deja? - Y el psicoanálisis, ese lujo para la pequeñoburguesía
parasitaria con problemitas de adaptación a su mundo paralelo y letárgico, a
veces, genera milagros. Porque entonces La Que Te Dije se atrevió a contradecir
al doctor, quien coloradísimo, con la boca ligeramente abierta, lo que
acentuaba su ligero aspecto y rostro de gordito que jamás ganará un premio
Nóbel, ante la expectativa del tachero, le arrancó de la boca el cigarrillo y
se lo tiró por la ventana.
- ¡Animal! - La Que Te Dije y
para qué; qué buena historia tendría para comentar el tachero en Punto y Banca
esa noche ante sus compañeros de volantes. Dos nabos gritándose y él que le
tira el faso por la ventanilla - “¡eh, no me queme el tapizado, patrón!” -,
ella entonces le saca el maletín de entre las manos a él, forcejean, se
insultan, ella lo escupe, le echa en cara su “personalidad agresivo pasivo” y
que nunca la toque en la cama, y él casi le pide el... - pero no, los suegros,
todo lo que él es incapaz de obtener por cuenta propia, ese miedo abyecto a
hacer algo original que lo detiene -, y más gritos y forcejeos hasta que al fin
ella le tira el maletín abierto por la ventana y él se baja gritando en plena
Juan B. Justo a recoger todo lo que podía. Y desde el auto, mientras él como un
imbécil se tapaba la cara con la corbata - no sea cosa de que alguien lo
reconociera en medio de semejante escándalo - y recogía lo que podía de su
maletín, ella, La Que Te Dije, por la ventanilla - el tachero apagó Radio Diez,
esto está mejor que las guarangadas desubicadas del Beto Casela -, le gritaba ¡basura!, ¡basura
de cuarta, maricón... de mierda! ¡A mí no me tocás, impotente! ¡Y andás
con prostitutas!, mientras que desde esa misma ventanilla y taxi, que partía
con ella sola, La Que Te Dije le mostraba incrédula a su marido una tarjetita que
por razones de distancia él no pudo distinguir, pero que para los ojos
omnipotentes del narrador, que todo lo ve, decía muy claramente: “night club
and drinks” junto a la grotesca foto de una mujer desnuda y una dirección,
tarjetita muy burda que repartían en la calle.
Y así fue
que, predispuesta, aunque para pesar de su analista la noche del incidente la
habían pasado patológicamente juntos - todo sea por el chico, al que le pudrían
la vida de base y de a poquito -, La Que Te Dije empezó a reconsiderar todo,
tengo que cambiar, renovarme, pensar en primera persona por primera vez, se
decía, y aunque todavía no se atreviera a proponérselo, también le había picado
el bichito del psicoanálisis y de su amiga la divorciada en segundas nupcias,
la que tanto le insistía en que se deshiciera de su marido, “ese que no te hizo
gozar ni con eso” según ella. Mi vida, toda mi existencia, mi Eros, mi propia
sexualidad, pensaba y se convencía La Que Te Dije, el primer paso necesario,
según ella y la terapeuta - que se divertía tanto - en pos de su autogestionado
proceso de reconciliación psíquica y espiritual era tirar de alguna manera la
chancleta en cuanto fuese posible, sacarse las ganas, hacerse penetrar libre de
culpas por algún hombre de verdad, preferentemente delgado, un hombre que me
encienda como yo me lo merezco, porque soy una mujer madura e independiente,
una profesional que no puede seguir supeditada a un oligofrénico como este tipo
que llevo de marido, una mujer con derecho a gozar y ser gozada. Y hay que
pensar que para La Que Te Dije la sensación de ser una persona libre era la
novedad de su vida. Por primera vez su auténtica vida “espiritual” se resolvía
en su cabeza y no bajo el mandato bíblico de sus padres o del imbécil del padre
de mi hijo, como le decía a su amiga. Ya no más consultas telefónicas a la
madre para saber qué tenía que hacer ante cualquier dificultad; a partir
de ahora sólo contaría consigo misma - o con la amiga y la analista -, al
demonio con las asépticas palabras de su madre, la castradora que una sola vez
en su vida, la exacta tarde antes de casarse, le había hasta susurrado mientras
se probaba el vestido blanco puro y radiante algo sobre que el flujo y los días
y entregarse al marido, entregar qué, le preguntaba La Que Te Dije, entregarte,
le respondía la madre y la derivaba al consejo sabio y clerical del sacerdote
de la familia, el que la había bautizado.
Ahora se
fijaba mejor en todo, predispuesta. Empezaba a animarse, de a poquito, a
reconsiderar, recapitular, proyectar algo propio. Caminaba y no miraba más
baldosas. Es hora de levanta cabeza, decía. Le hablaba al muchacho que la
llevaba todos los días en el remise a San Isidro porque era jovencito y no tan
mal, incluso empezó a mirar y no precisamente sólo la cara de los hombres por
la calle; de a poco sentía que no era pecado,
“haberlo hecho a los veinte” pensaba para sí, comenzaba a sentir cierto placer
en mirar, en desear y sentir emociones inéditas - superás la culpa que te inculcaron
en tu casa tus padres, le decía la analista, que pensaba sacar ya un libro con
el caso -, iniciaba su instancia de superaciones La Que Te Dije, aunque con esa
cara espantosa, esos dientes equinos, ese cuerpito maltrecho y los kilos de más
no le iba a ser fácil, para qué negarlo. Pero marchaba ya, predispuesta.
La Que Te Dije – Nicolás Alejandro Valdés Mavrakis ® Bajo
leyes 23.283 y 23.412 R.A. - Enero 2003