¡Pobrecita
princesa de los ojos azules!
Está presa en sus oros, está presa en sus tules,
en la jaula de mármol del palacio real...
Sonatina,
Rubén Darío
Entonces estaba Joaquín, casualidad del destino, se llamaba igual
pero no era el mismo, y ella, la señora esposa, ni sabía del otro, aún.
Esbelto, joven, seductor con aires definidamente trepadores, Joaquín era el
cadete en la dependencia municipal de San Isidro, estudiante de abogacía, de
origen menos ventajoso pero con aptitudes; estaba ahí haciendo méritos ad
honorem, esperando su oportunidad de progresar. Quiso el destino que el joven
mancebo, promesa de las leyes bonaerenses, esperara la gloria, labor mediante,
muy servil, ante el mismísimo despacho de La Que Te Dije, ahora en plena crisis
ella, replanteándose la existencia, pensando en la falta que le hacía una
bocanada de aire en muchas partes, en particular en cierta sección hasta
entonces dormida y en general en su vida:
- Disculpame que te moleste otra vez - ella, intentando
seducir, mezcla de culpa y ganas simultáneas - pero necesito la carpeta de
febrero/marzo del año pasado. Están en el archivo de contaduría, si querés te
acompaño - y haberse animado a encararlo así al pibe era toda una victoria, qué
dirá de mí la analista cuando le cuente; después de casi un mes de perpetua
observancia, de calcular momentos, en especial de mirarlo, ese pelito corto que
le queda tan bien, la camisa desabrochada en los primeros dos botones, el pecho
asomando tan prometedor - y entonces La Que Te Dije sentía que su corazón se
aceleraba -, esas manos blancas, grandes, el cuello, el pantalón del traje que
le queda tan bien, que le marca así la cola. La Que Te Dije miraba, fijamente,
y al corazón acelerado se le sumaba cierta comezón interior, un calor: los
ojos, esa mirada al sonreírme, “ay me sonríe a mí”, y entonces lo miraba de
arriba a abajo, se mordía el labio mientras el cadete le sacaba fotocopias
delante y en su movimiento dejaba entrever ese bultito seguramente sustancial y
firme justo unos centímetros por debajo de la hebilla del cinturón; tanto fue
que La Que Te Dije, predispuesta, oyendo sólo la voz de su amiga que la instaba
a gozar, las charlas con su analista que de otra forma le reclamaban lo mismo,
pero oyendo sobre todo aquello a su cuerpo, que le pedía a gritos y
palpitaciones y calores a ese rubio ante su nariz, fue que lo encaró.
- Pero por favor, doctora - excelente actor él, la manejaba,
si estaba más entregada que las chicas del barrio que se lo disputaban porque
iba a ser abogado algún día y las podría salvar. - No se moleste, aunque si
insiste, no tengo problemas, ese archivo es un lugar donde, si hay que
perderse, mejor no perderse solo -. Y ella reía, nerviosa, ruborizada. Él nunca
se va a enterar, se decía a sí misma, qué le importa, me lo merezco, se
repetía, y se miraba el anillito y el solo recuerdo del incidente en el taxi le
sublimaba la vacilación.
Joaquín intuía que ella lo miraba de más, que le pedía
demasiadas fotocopias de más, que le daba conversación sin razones, que estaba,
digámoslo, caliente con él, y que no podía dejar pasar la oportunidad para
avanzar, profesionalmente, claro, aunque fuese la pobre veterana - él andaba en los veinte y ella pasaditos
los treinta - aún más horrenda y recapitulada que cuando se había casado.
Así pues, mi
amigo, estimado doctor, aunque ni sepas quién es Kafka, habré de decirte que no
toda la burocracia es kafkiana, menos cuando un ávido aspirante a abogado,
rebozante de juventud, tiene en la oscuridad de una oficina usada como archivo
a su jefa, tentada, con un principio de liberación exasperante en la cabeza y
otras partes casi tan candentes, casi las tres, ni siquiera volvieron todos de
almorzar; los tiempos en San Isidro son otros y el frío afuera se presta al
calor adentro. Primero hicieron que buscaban la carpeta, ella lo hizo buscar a
él en el fichero A-C y ella en el D-F. Las manos se encontraron, la oscuridad
ayudó porque La Que Te Dije estaría solícita pero seguía siendo horrenda, ya
para colmo más gordita, así que Joaquín pensó en su futuro y arremetió contra
el presente:
- Dale, si vos querés - y la tocaba ahí donde otrora las
monjas decían que solamente cuando fuera grande y se casara le iban a poder
tocar.- Dale, dejate - insistía, siempre pensando en su futuro, tal vez en unos
años la jovata lo posicionaría bien, podría cambiar el auto, entrar a la casa y
mirar de frente al viejo, alternar de vecina todas las semanas; entonces la
tocó ni donde el “doctor” la había tocado nunca.
- No, no puedo - y le acomodaba mejor la mano donde más le
gustaba, porque ya sentía - no, estoy casada, no puedo - entonces se atrevió a
tocar ella-. Dejame. Mañana sí, tengo el auto.
- ¿Y qué querés? ¿Querés que te lleve a un hotel? - Joaquín
iba a tener que acostarse con su propio porvenir.
- Estoy casada, sabés. El único hombre de mi vida, yo... -
nunca había pisado albergues para amores transitorios, claro, si hasta pensó
que le estaba proponiendo irse a vivir con él a un hotel. El cadete le insistía
pero con la habilidad de sus manos, entrenadas, casi expertas, si a él se lo
disputaban las vecinitas y hasta se conocía ya la cama ávida de alguna viuda,
de una prima.
- Mañana. Traigo el auto y vamos; vos me gustás, sabés -
ella, tan inocente y excitada, tan estúpida, indecisa ya mucho menos ante la
posibilidad de jugarse en la búsqueda del tiempo perdido, una búsqueda donde
“su libido era esencial” (sic), tanto proustiano tiempo perdido por la culpa
expresa de su familia y su señor marido al que en Once se le llamaba doctor.
El doctor,
mientras tanto, genéticamente predispuesto desde que el Padre Fundador
instalara esa misma oficina donde él ahora tramaba sus trampas y vivía a los
comerciantes de la zona, sin saberlo, pero peor: sin siquiera sospecharlo,
distribuía interesadamente y a cierta conveniencia su promiscua fe. De todas
formas aún siendo soltero el doctor portaba el inconfundible rostro del
cornudo, de manera tal que al final del día aceptaría más resignado que furioso
la noticia indecorosa sobre su mujer, noticia que algún chismoso anónimo se
ocuparía de informar telefónicamente desde San Isidro. Pero antes de eso,
simultáneamente, mi amigo, mientras vos rubricabas y dabas fe, en una oficina
como tantas pero municipal, en San Isidro, puntualmente entre las cuatro
paredes de una húmeda habitación devenida en archivo por razones
presupuestarias, cierto cadete y cierta jefa, sudorosos, jadeantes, muy
predispuestos aunque aún vestidos, Joaquín y La Que Te Dije, por ejemplo, se
prodigaban cándidos besos, único medio por el cual se silenciaron las culpas de
la señora del doctor - “de lengua, qué va a decir la analista”-, caricias -
recatada ella, avasallante él -, y ejecutaban todos los preámbulos amorosos
propicios a la quiebra de la inexperiencia de ella, lánguidos manoseos muy
precisos imputables a la fogosa edad de él. Joven mancebo, se lucía aún con la
poca luz que les deparaba la oficinita herrumbrada, sobre un silloncito todavía
entero y excelente para la ocasión donde La Que Te Dije se dejaba hacer, aunque
sería mejor escribir: sentir. Joaquín impregnaba en el caluroso cuerpo de su
jefa, en pos, presumía, de su futura carrera profesional, toda la estampa y el
orgullo que lo hacían ser el más codiciado entre sus vecinitas; la señora del
doctor ahora se mordía el labio pero para sostener los gemidos, se retorcía de
placer en medio del tire y afloje debido que no acababa de definirse, por
suerte, ya fue dicho, bajo el amparo de una oscuridad tan oportuna como el
silloncito, porque ni ese pibe hubiese podido con tu esposa al verla en toda su
maltrecha integridad. Y fue durante lo mejor,
cuando él iniciaba la caída en picada de la bragueta y ella la abertura
triunfal de sus botones, cuando La Que Te Dije le decía que sí, que le dijera
más porquerías al oído porque nunca se había sentido así, dale, vení - y le
acariciaba la cabeza -, te quiero adentro, le decía, inspirada por los relatos
de su amiga la divorciada en segundas nupcias, fue en ese mismísimo momento que
una negrita de la limpieza casi tan alta como un buzón abrió la puerta,
dispuesta no a franelear, o sí, pero sólo la mugre, en todo caso, - qué
indecoroso hubiera sido escribir “el polvo” - que se acumulaba impúdicamente,
como el deseo, en cada rincón.
Convencionalmente se sorprendió, la negrita, pidió perdón y cerró
la puerta pero de forma abrupta, inoportunamente abrupta - La Que Te Dije, qué
lugar viniste a elegir para el amor, qué inútil. Portazo y situación que,
contemplada por el grupito de colegas que desde hacía quince minutos buscaba a
los desaparecidos - aunque la primera impresión fue de escepticismo -, puso fin
al extraño y pálido fulgor de la señora del doctor, logrando disipar toda
posible duda sobre lo que ocurría ahí adentro entre los dos ausentes; qué
escándalo cuando, primero ella, despeinada y con el corpiño negro en la mano
(envuelto aunque se lo pudiese distinguir bien claro entre sus dedos), salió
del húmedo archivo ante un observatorio incrédulo y muy callado, mirando al
piso para de nuevo mirar baldosas toda su vida, con sinuosas lagrimitas que
todos los presentes contemplaron - qué tonta, La Que Te Dije, cuándo vas a
aprender -; y luego, tranquilo, salió también él, quien en un descuido de los
indignados - que a él sí lo miraban, como si fuese su culpa - y a pesar de
todo, dedicó una cancherísima guiñada de ojo al otro cadete y amigo personal,
porque, como todos sabemos, los hombres hacen alarde de sus victorias, aunque
en esta no hubiese habido ni vencedores ni vencidos.
La Que Te Dije (bis) –
Nicolás Alejandro Valdés Mavrakis ® Bajo leyes 23.283 y 23.412 R.A - Enero 2003