Otro lunes más

 

Cuando cumplió la mayoría de edad, su padre y yo le regalamos un coche. No era gran cosa pero mucho mejor que ese ridículo vespino en el que salía montado cada mañana de camino al instituto; ese que me amargaba la vida. A veces, y sólo cuando mi hijo no me veía, solía observarlo desde la ventana de la cocina. Me quedaba mirando un buen rato, sosteniendo una taza de café caliente en mis manos, espiándole detrás de los visillos hasta que se marchaba en aquella especie de bicicleta a motor, con todo el invierno golpeándole en la cara. Otras, era mi mente la que lo contemplaba metido en un atasco, sorteando el tráfico debajo de una lluvia fina y punzante, avanzando por el arcén de una carretera que él conocía y respetaba. Canturreando esa música que ni el padre ni yo entendemos, moviendo la cabeza enfundada en un casco que le obligábamos a ponerse siempre, sintiendo el ritmo que marcaba su imaginación. Creciéndose bajo la lluvia y sobre el asfalto por el frenesí de una canción que adoraba y que su cerebro reproducía con un eterno bucle. Después, mientras me bebía el último sorbo de café, me imaginaba a mi hijo llegando al colegio con su impermeable verde, con su mochila negra y sus ojos marrones homenajeando a la vida, exultantes de juventud; y sólo entonces sentía cierto alivio en el alma que me daba fuerzas para soportar la incertidumbre de otro trayecto más: la vuelta a casa.

A menudo me he detenido a pensar en aquella tarde, cuando su padre y yo salimos del Concesionario con las llaves del coche usado que le íbamos a regalar. Tratando de imaginar qué no hubiera ocurrido si aún conservara el ciclomotor, el mismo que yo odiaba pero que con el paso del tiempo he apreciado hasta el punto de echarlo en falta.  Sin acabar de entender que todo hubiera sido distinto si nunca lo hubiéramos reemplazado por un "seguro" y cómodo vehículo de cuatro ruedas.
 

  Aunque no consigo borrar de mi mente aquella expresión: un ensayo de felicidad reflejada en los ojos de mi hijo cuando vio estacionado en la puerta de casa su coche. Una mirada que era como un abrazo o un te quiero. Tierna y agradecida como aquellas que me brindaban sus ojos de niño recién nacido cuando le alimentaban mis pechos, cuando le tranquilizaba mi voz o le curaban mis manos. Y quizá sea esa mirada la que me sacude por dentro las entrañas. La misma que siento en forma de puñal clavado en mi vientre, allí donde él estuvo un día ocupando una parte de mí que hoy agoniza por su ausencia.

 

Todavía vivo en aquel lunes perpetuo, todavía son las ocho de la mañana en el kilómetro 24 de la A-49, donde por causas que aún se desconocen hubo una colisión entre tres vehículos que se cobró la vida de mi hijo, mi propia vida. Porque fue mi garganta la que enmudeció con él cuando le sobrevino el golpe. Fue mi pecho el que se empotró contra el volante, y fue sobre mi cara que cayeron cientos de cristales como una lluvia de estrellas que herían y desgarraban la piel. Fueron mis piernas las que se quebraron, las que dejé de sentir más allá del dolor. Y fue su corazón y el mío los que dejaron de latir en aquella ambulancia ruidosa de camino al hospital o a ninguna parte.

Hoy me tomo el café sin mirar por la ventana. Es lunes, otro lunes más del frío y húmedo Enero.

 

© Julia Nieto. 2005.

 

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