La chaquetita rosa

 

Fue un día del mes de abril, el catorce de hace ahora dos años. Caía sobre la ciudad una lluvia menuda y molesta. Había planeado salir con los niños al centro comercial y encontrarme después con Pablo a media tarde. A punto estuve de quedarme en casa porque el pequeño andaba  con  alergia y el tiempo no acompañaba. Aunque ya se sabe lo pesados que se ponen los niños y no me quedó otra que claudicar. Ahora maldigo el día en que tomé aquel taxi que me llevó hasta allí, y no pienso en otra cosa desde entonces. Desgrano en mi mente con tremenda minuciosidad todo lo que hicimos esa tarde: La merienda de chocolate y churros, la parada frente al escaparate de “Juguetón”,  el payaso que regaló a Martita el globo azul, la llorera de Jaime que también quería uno, la música de fondo, las tiendas, la señora de los cupones,  el guarda jurado paseándose con la porra colgando del cinturón, la chica de los botines rojos pasando la mopa, el stand de no sé qué editorial... y el gentío. Ocurría que llevaba unos diez minutos esperando a mi marido junto a las escaleras mecánicas y los niños comenzaban a inquietarse. Alguien se me acercó preguntando dónde quedaba la cafetería. Martita iba de un lado para otro dando saltitos, no se estaba quieta, casi tropieza  con un señor que venía ojeando una revista.

-Nena, por favor para un poco- le dije, y me miró con sus enormes ojitos de miel, íntegros y despreocupados,  los de Jaime se divertían siguiendo a su hermana y los míos buscaban a mi amor que no aparecía.

Sentí el aliento de alguien que me susurró al oído.

-¡Cariño, qué bien que llegaste!. Los niños me tienen loca...

Pablo traía prestado ese aire de niño malo que a veces se le agarra a la cara cuando tiene barba de dos días. Me pasó la mano por la cintura y nos besamos. Había tenido problemas en la oficina pero ahora estaba allí, con su mirada de océano en calma, llenando como siempre de sentido mi existencia. Nuestro pequeño le echó los brazos y con media lengua pidió que lo alzara  “hasta el infinito y más allá”. Como tantas veces me sentí dichosa y completa, tenía la familia perfecta.

-¿Y mi rubita, dónde anda?-preguntó Pablo.

Me volví tranquilamente para contestarle: ¡aquí!, pero... Martita no estaba. Aún dominaba la situación cuando comencé a pronunciar su nombre a media voz pero al momento ya gritaba desesperada. Sólo veía caras entre la gente y ninguna la de ella, tan bonita y risueña. Retumbaba en mi cabeza la voz grave de Pablo que insistía: “¿Dónde está la niña, amor, dónde está?”. No puedo recordar lo que dije sólo sé que corrí buscándola de un lado para otro y que una agonía honda y descomunal me cerró la garganta, y caí desfallecida. Las lágrimas me cegaban y no quise que nadie me tocara, ni siquiera Pablo. Huía de aquellos desconocidos que me miraban sin parar evaluándome, huía de mi marido y la pugna viva entre la impotencia y el reproche que sostenían sus pupilas clavadas  en las mías. No podría decir cuánto tiempo estuve tirada en el suelo, de rodillas, pronunciando su nombre hasta quedar exhausta... Un policía local  se abrió paso entre la gente. Traía en sus manos la chaquetita rosa de mi pequeña, nada más que eso, y yo me quise morir. Todo mi universo se detuvo en ese instante aciago en el que comprendí que me habían robado a mi pequeña de cuatro años. Sentí cómo explosionaba dentro de mí algo que me hizo jirones el alma, y desde entonces no logro recomponer razón y sentimiento.  No hay descanso para mi espíritu quebrantado y tampoco lo quiero porque ya nada es lo que era.

Sueño cada día con volar alto sobre la ciudad, planear con mis brazos entre las avenidas y a vista de águila encontrar a mi niñita sentada, esperándome. Apretarla contra mí en un abrazo eterno y devolverle lo que  por derecho le pertenece:  su mamá,  su familia, y... la chaquetita rosa.

 

© Julia Nieto. Sevilla. Mayo 2004.

 

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