Presuntos
Implicados
Es noche de domingo. Hace mucho frío allá afuera.
La madera de las paredes con sus cortezas escarapeladas en
húmedos pergaminos la miman y él lo sabe; pero es tan real su dolor que insiste
en cobijarla, cuidadoso, de tal forma que no se filtre un sólo fermento del viento que chifla tan
triste. ¡Y es que es un domingo lánguido lluvioso!
La besa delicado en la frente procurando el sueño;
cálida desnudez... su aroma. Ese absurdo sentimiento de culpa que desde
hace tanto tiempo lo acompaña.
La noche es tormentosa por muchos motivos; a pesar
de que los rayos se escuchaban lejanos desde la tarde, en las montañas; posponiendo para otra ocasión el miedo sobre
los habitantes de la tierra pródiga.
El único cirio que llena de penumbra la recámara
acaso titila por solidaridad ante Ramón, quien, de cierta manera satisfecho de
las circunstancias, aun temblando, y cansado como se puede cansar un amante en
una tarde de amor, guarda su cartera en la bolsa del pantalón luego de
colocarse el impermeable negro que desde hace tres días no se moja; sin perder
oportunidad ninguna para volver a pedirle perdón a Diana, desde el lecho de piedra, en las sombras de
una paz que sólo una llama podría dibujar en su rostro. Ella parece absolverlo.
Al ponerse el sombrero de palma comprende que
ella sabrá comprender. No hay razón
para seguir martirizándose; en realidad
nada ha cambiado; ella sigue ahí y seguramente a su retorno lo estará esperando
con sus ojos enamorados y esa voz que Ramón tanto necesita.
Por un instante sus ojos encuentran la ventana
empañada, y a través de ella el eterno
horizonte nocturno de la ciudad gigantesca con sus edificios apenas pintados de
vida y esas chimeneas fosforescentes a flor del piso; con aquel toque de
impresionismo que las gotas
multicolores escurriendo en los cristales plasman en el lienzo transparente. La
misma ciudad donde ambos, entre veredas y cañadas, entre rasgos de tantos rostros comprendieron que nada se fragua. Todo dispuesto a aceptar
el tiempo de locura; con el absurdo en el camino de su particular concepción
del orden.
Nada se altera, todo desfila inmóvil. Perfecta
estampa. El monstruo en letargo; pausa de la obra.
“Yo me iré; la piedra perdurará...”, suele
murmurarle Diana en esas tardes calurosas al pie de las cascadas, a unos
cuantos metros del insufrible tráfico y
de los pasos peatonales oxidados, adictos de
brisa; observándola tan quieta-perfecta-sublime, dormida profunda.
Despertando al fin de la pesadilla urbana no se
aguanta las ganas de otro mordisco de
sus labios, sorbiendo un poco de esa
sangre que ya no es río, sino caída libre de
emociones al disfrutar el sabor de ese rojo único que sus párpados
caídos descubren de nueva cuenta sobre
lenguas de mil pecados,
intensos en túneles y patios y arcos empedrados accediendo a destinos
descabellados. Caminos anversos a
cualquier concepto teológico.
-Tú no te irás nunca...
Quietud, esa ha sido la inverosímil
característica de su refugio, de su hogar,
en los últimos seis meses.
Sombras
monstruosas de herrerías originales son la sorpresa en lo alto, allá, donde
únicamente los ilusos pueden encontrar
belleza de un caos repugnante; entre la piedra fiel inundada por el
líquido en espumas de fino caudal. Vigor, alturas mayores de lejanía asombrosa
en nuevos riesgos... -Mutuamente aceptan que aun el suicidio
exige un mínimo de clase.
Jeroglíficos indescifrables en pedernal-puñal-bienvenida a cualquier intruso
inesperado. Son los calabozos fraguados por una mente superior en trampas de
vacío que obligan a ceder a los cuatro elementos.
Diana y Ramón, guardianes del tesoro, vigilando
la labor de los esclavos citadinos perezosos... incluso en la cúpula de aquella
iglesia asomando desde el fondo de la avenida; con más de tres grotescos
conceptos de la alegría en sus inmóviles campanas doloridas.
Clavando su mirada en la cruz de la cúpula que
las gotas de agua trozan en formas dantescas sobre el cristal de la
ventana, restaurándola sus ojos inundados a cada parpadeo, Ramón le encomienda
al cirio el descanso sin sobresaltos de su amada, para luego arrastrar los pies
hasta la cocina oscura, colocando su
encendedor al lado exacto de la vela
gastada sobre el fregadero, comenzando de esta manera la agonía de otra
llama.
Se siente nervioso, dudando incluso de salir a
la intemperie; sobre todo cuando descubre esa
taza del “Gato Silvestre” con lápiz labial dibujando emociones por todo
el borde; así como el cepillo de cerdas amotinando los cabellos negros de Diana.
Toma uno de los cabellos entre sus dedos temblorosos,
sintiendo toda la vida que el filamento ondulante encierra en sí, para sí; casi
flotando ante su vista quebrada.
Unos salvajes goterones empiezan a golpear los
troncos que dan forma a las paredes de la cocina, reiniciando la lluvia otro ensayo de lujuria; seguidos
del primer rayo cercano que toma una
fotografía instantánea de la patética escena; cohibiendo más aun la mirada de
Ramón, quien luego del flashazo no
tiene otro remedio que encontrarse de frente con las 10:01 en el radio
despertador digital de pilas en el pequeño trastero repleto de restos de
trastes y comida del día.
De nuevo ese rojo
tan temido, prendiéndose y apagándose en horrendos lapsos perfectos. Un
nuevo rayo lo aniquila al toparse con
aquel punto de sangre aun fresca, en el centro del trastero, en el centro de
ese pedazo de algodón... tan cerca de la gelatina
de coco, intacta. -Esta vez el relámpago lo eriza por completo.
Se pregunta si la sangre de Diana ya habrá
dejado de aglutinarse en su pecho dolorido; ha pasado casi media hora desde que
el amor y el terror se mezclaran en un último grito de lo que cualquier persona
ajena a esta historia podría calificar como piedad.
Con sumo cuidado regresa el cabello de Diana al
cepillo; reconociendo que en los últimos seis meses ha envejecido más que en
los últimos seis años de su vida; las primeras canas que rozan sus orejas son
la mejor muestra. Es ahora cuando entiende todo lo que había sufrido hasta
antes de conocerla; besándola apenas por
última vez en el murmullo de una lluvia contundente que envuelve a ambos en un
instante ilimitado.
-Quisiera
despertarte para sentir tus uñas
atinando a pasar por el lugar perfecto...
-¡Cielos!
¡Te cambiaste de pantalón!
La vela en la cocina ha muerto. Buscando a
tientas la cartera que reposa tibia en
la bolsa izquierda de su pantalón se abotona hasta el cuello el impermeable,
dirigiéndose automático de nervioso hasta la puerta ancha, hinchada, angosta;
sigiloso para no despertarla de la gran fiesta; caminando pusilánime evita
tropezar con el par de sillones rústicos; pisando con cuidado sobre los petates[1]
tronantes a prueba de sutilezas. Al hallar la chapa sus ojos ciegos voltean en
la oscuridad buscando la razón de su partida; para luego besar el follaje que
enmarca una D y una R, en los blancos y negros que él mismo
creara en vísperas de la pasada Navidad,
sobre la madera de la puerta, entre
lúbrica castidad.
En este nido, protegido por sus cascadas –se dice fácil: sus cascadas...-, no hay lugar para un
par de enamorados. Sólo los amantes encuentran acomodo en sus camas
asimétricas, bajo el lapso y el espacio; absorbiendo, en presagio de un parpadeo, inmensidad.
Ramón desciende por la vereda solitaria. Su mano
izquierda manipula una linterna eléctrica a prueba de diluvios; la derecha no
se cansa de colocarse la solapa rebelde del impermeable sobre su cuello mojado; batallando además con
los pequeños chorros que las alas del sombrero de palma escurre por el
frente; sin perder detalle, hasta donde
le es posible, del camino de piedras y
lodo y estiércol...
Cierto semental, seguramente desesperado de la
solemne rutina de este domingo, lejos de sus vacas y del corral, parece pedirle
a Ramón, con un melancólico mugido
ahogado por la lluvia, que regrese al lado de ella. Ramón ni siquiera voltea
ante el amable saludo.
Definitivamente la tristeza de un domingo es más
llevadera en los exteriores que armonizan en un mismo canto. Origen.
El monte ha quedado atrás. Finalmente Ramón
llega al primero de los túneles, guiándose a lo largo de él con la linterna que
gotea en su mano estremecida de sus propios pasos huecos.
-¡Perdóname! –grita el eco de Ramón, implorando la tregua ante la tormenta... su mente atormentada...
Se quita el sombrero agitando la cabeza, sin dejar de
caminar como caminan los perros sin dueño a las tres de la tarde. –Ahora la
lluvia se escucha vacía, tal cual si cada gota que revienta la concavidad del
túnel representase un grano de
centeno, vano, podrido, explotando su
miseria ante la Madre que todo lo exige de la estirpe y a nadie pide tregua;
resonando el empedrado, invitando a Ramón a relajarse; pero la tregua dura poco
tiempo: metros adelante se coloca de nuevo el sombrero dispuesto a resbalar dos
o tres veces más.
-¡Qué más da! –se dice a sí mismo.
Desde la
boca del túnel voltea hacia lo alto encontrando a la lejanía, más allá
de las sombras de los árboles y la oscuridad de las luciérnagas, una
pequeñísima luz titilante ahogada entre el diluvio que refleja el calor de su hogar, del único hogar verdadero que
ha tenido en su vida -¿quién demonios se atrevió a decir que “el amor necesita
de tiempo”?- y del cual, tal pareciera que se aleja para siempre.
No sabe
si llora, la lluvia sobre su rostro lo transforma en una estatua que bien
podría descifrar un Juan Rulfo en sus mejores tiempos; entre estruendos y
fotografías instantáneas para el querido álbum familiar...
Al caminar por el tercer patio –tan paternalista
y abrumador como los dos anteriores- aprovecha para limpiarse un poco el lodo
de los botines atascados.
La avenida ya está cerca y él ya está más que empapado -todo por culpa de esa maldita solapa,
ideada mas bien para gentlemen con
sombrilla a las puertas de Bellas Artes[2]
en los años cuarenta.
La lluvia le otorga un toque de melancolía a las
ciudades grandes y más aun a las ciudades enormes como esta; ese sonido de
neumáticos rodando, derrapando en el asfalto mojado refleja la tregua que el
hombre, limitado que da lástima, sobre todo en estos tiempos en los que todo es más cómodo, comparte con la
siempre ganadora Madre Naturaleza.
El par de torreones discretos centenarios que vigilan
sin defensa la entrada a la fortaleza ven llegar a Ramón hecho una sopa, recalentada tres
veces, sin condimentos que ofrecer.
-¡Carajo!
–desesperado, conjugando su grito con el rugir de esos motores ahogados. La luz
titilante ya no se ve a lo lejos y esto
inquieta de sobremanera a Ramón.
-¡Diana! ¡Mi amor! –es tan fácil escribir acotaciones como
esta; tan difícil describir el dolor...
Su intuición –si a estas alturas se puede hablar
de ello- bien sabe que no puede dar marcha atrás. Debe salir del hogar, del castillo, tal y como se lo
prometió a Diana.
El aguacero ha amainado. Las cascadas lejanas
con sus gargantas juveniles, caudalosas,
vuelven a recobrar esa voz fresca, tan fresca como la noche en esta calle antiderrapante, pavimentada... mustia en un modernismo falso.
Para ser
domingo por la noche hay bastante tráfico. El cerebro de Ramón tarda
muchos segundos en reaccionar; al igual que una computadora antigua a la cual
se le quiere introducir a la fuerza un programa moderno. Se da cuenta de que es el último peatón, además de ser el
único tonto que se está mojando en la llovizna –al menos la Polaroid ya se ha ido a fastidiar a otra parte.
“Las reglas desnudas” –este es el nombre del
programa ultramoderno que su cerebro
acaba de asimilar-: debe caminar tres enormes cuadras para encaramarse en el
puente peatonal más cercano. Del otro lado, a pesar de que la llovizna cesa casi por completo, aun no puede precisar
si ha llorado lo suficiente o si está
llorando; ¿acaso ha llorado?
El sentir de su alma le da la mejor respuesta;
el programa enchufado que poco a poco
trabaja le sugiere: “Acepta”. Sus dedos engarrotados.
El bar
semivacío. Al entrar, el instinto de conservación lo obliga a
relajarse –el programa ha sido aceptado por completo... ¡maldita sea!
La escena que ve, secándose el rostro con sus
manos mojadas, lo remonta a cierta portada de un disco de Led Zeppelin...
“¿‘Coda’?... ¿‘In
Trought the Out Door’?...”
Caminando hacia la barra, quitándose el sombrero
que sacude en el suelo hasta encharcarlo, y desabotonándose el impermeable con
un gesto de mal humor, le llega la imagen de Diana arriba de él siguiendo con
los movimientos de su cadera enloquecida
algún pasaje de “Gallows Pole”, del ¿Zepp
III...?
-Más bien era “The Rain Song”... la parte
intermedia... –murmura para sí,
siguiendo su camino fastidioso con la mirada fija en el suelo gastado;
recordando a la vez el día que Diana posó para él, como espejo despedazado en
un lienzo blanco, ante sus manos vacías...
-Y una vez más retornas cuando ya te has
marchado...
-¿Cómo
dice? –le pregunta el cantinero asombrado, dicha sea la verdad, de la
apariencia de Ramón; mientras este se
acomoda indiferente en un banquillo de la barra, escurriendo aun agua en el piso, empezando a
formarse otro charco en el suelo opaco.
-No he dicho nada. No diré nada nunca –responde
Ramón tajante al cantinero impecable de camisa blanca y moño ridículo -como
todos los moños- de otro insufrible tono de rojo que el cliente evade por completo al clavar su rostro en la barra
brillante de limpia, adornada por
botanas rancias y ceniceros nuevos.
El barniz de la barra comienza a ponerse blanco
al colocar Ramón sobre él el impermeable y su sombrero, ante la complasencia
del cantinero.
El tercer y último ser humano que se encuentra
dentro del antro abre sus labios torpes,
al lado de Ramón:
-Bueno... al menos essscríbele a Pablo –el
cantinero- lo que quieressss t-tomar... –se trata de una mujer joven que entró al bar en el momento en que
Ramón saliera de su Hogar; sentada en el banquillo opuesto, diestro o siniestro al de Ramón,
tomando una servilleta y ofreciéndosela
extrovertida como medio de comunicación
al hombre.
El cansancio de amante y de caminante lo llevan
a clavar de nuevo el rostro en la barra, tiritando de frío; dejando a la
anfitriona con la servilleta semejando una bandera inmaculada ondeando en la
nada. Pablo guarda la pluma fuente -que momentos antes le ofreciera presto a
Ramón- en la bolsa de su camisa.
Todas las servilletas del último paquete sirvieron para
secarlo del rostro hasta el pecho con un toque femenino; envolviendo Pablo el
temblor de su cuerpo en una cobija mientras la mujer acababa de secar sus pies
con las últimas dos servilletas; y otras más, rescatadas de un bote de basura, limpiando el lodo hasta los brazos. -¡Y
pensar que el domingo se va!...
El sexto tequila doble lo invita a vibrar con
prontitud conveniente –¡el programa acusa problemas!
No es fácil distinguir una imagen en la
televisión a través del alcohol embarrado en un caballito[3] forzado triple... sobre todo cuando la
frase contundente de los “Presuntos Implicados”, elegidos por Ada -la gran
anfitriona-, en la rockola, se mezcla con
el humo de tres cigarrillos
–Marlboro, por supuesto: ...no hay que olvidar que Ramón ya traspasó el
límite del surrealismo.
Ramón
intenta hallar lo indescifrable en la pantalla mientras pide otro
tequila; imaginando el paraíso de Diana
en la blusa insinuante de Ada.
Es realmente problemático entender que la vida
tiene un límite cuando los médicos se proclaman “dioses” de su propio destino.
Es tan fácil olvidar por un rato el mundo que molesta los sentidos: en la TV de
veintitantas pulgadas, a la izquierda de Ramón, una Playgirl, con las intenciones de la reina de Junio en “Private”, desfila de perfil golpeando
mecánicamente un pequeño tambor dorado que cuelga de sus hombros, simulando ser
un erótico robot –un fatídico “conejito” de ida y vuelta sin cesar-,
apareciendo espectacular el plan único: ENERGIZER.
El país entero se quiere comer a la modelo sin darle importancia a un par
de pilas incrustadas en su espalda:
¿Porqué no
la pruebas?
¿Porqué no
lo intentas?
ENERGIZER
¡Mmmmmmmmm!
-N-no puedo apagar esste cigarro... No podré
firmar esa acta. Mi única renuncia real... No puedo entregarme como ella lo hizo.
-Sssigue bebiendo... –le responde Ada a Ramón, enfundando
los pies arrugados del huésped en unas sandalias forradas de algodón que
Pablo, como experto cantinero, guardaba
por ahí... para alguien como él-; y de una vezz te lo digo: t-tu dinero no me
interesssa.
-A mí t-tampoco me interessa mi dinero. ¿Porqué
no nosss deshacemos de él?
La chica, quien es de semejante edad a la
de Diana, y quizás más hermosa; definitivamente menos interesante, saca
de su enorme bolso –abajo del bausher
y de mil cosas más- un encendedor
desechable, ofreciéndoselo con ademán sarcástico a Ramón:
-¿Te sssirve esssto para deshacerte de tu dinero?
–le dice con una discreta sonrisa que ya demuestra los excesos de la velada;
sin perder detalle de su protegido.
-Era una brrroma –responde Ramón-; ¿acassso no
tienes sssentido del humor?
Pablo permanece a la expectativa, recargado en
la vitrina mientras seca algunos vasos. Al fin se da cuenta de que nada fuera
de lo común ha sucedido en su negocio...
-Mi sssentido del humor lo olvidé en casssa
–dice Ada.
-¡Puess vamos por él! –perdiendo toda compostura
sobre el banquillo; sin darse cuenta de que el agua que aun escurre de su ropa
ya se desliza hacia los baños del bar.
Ella acepta un cigarro viendo a Ramón directo a
los ojos. La complicidad de los Implicados
declara por tercera vez; mientras Ramón la amenaza:
-Sssiempre y cuando no t-tengas miedo de que te
asesine... –dirigiendo hacia ella su
semblante que a cada momento pierde palidez, ganando en euforia. Ada le sonríe,
al vertir su mirada clara y su cabellera
negra ondulante en los ojos vacíos de
Pablo; entre ambos un vistazo cómplice:
-Yo ya essstoy muerta... –afirma contundente
Ada, triturando con sus muelas, hasta escucharse el crujir de su dentadura, un
puño más de esos terribles cacahuates;
semejante al estilo con el que Diana suele devorar cada gajo de sus
Mandarinas.
Ramón
reconoce ese modo de masticar; transportando sus imágenes hasta aquella blusa
florida y los zapatos de niña de
secundaria que se obstina en lucir Diana, aun cuando ambos suelen sortear
las piedras a orillas del río. Al tiempo que ve de reojo la pantalla de la TV,
donde docenas de absortos necios -hábidos todos ellos de emociones que
olvidarán, una tras otra, en menos de un minuto- no se ponen de acuerdo
respecto a si los gorgojos de ciertas semillas que el país produce debiesen
industrializarse, “ya que de esta manera el ingreso percápita nacional podría
aumentar en un 0.001 por ciento”.
-En ese cassso –responde Ramón- creo que ninguno
de los dos t-tenemos nada que perder... Ya no pretendo; ya no sssoy; ya no me
puedo ir.
-¿Realmente
crrrees que no tenemosss nada que perder?
Antes de responder Ramón tiene que refugiarse en
ese azul del cielo plasmado en sus recuerdos como único amparo ante el eterno
enemigo de caminos y ángulos caprichosos representados por los ingenuos
escondites de su morada de amor. Tal y como lo cuentan los cercanos bosques en
esas viejas y osadas maniobras por lograr que las vertientes sigan manifestando
su poder; en donde todo sigue siendo lo mismo, distinto. En donde ella ahora es invisible.
-¡Vámonosss de aquí! –grita Ramón, azotando su caballito vacío sobre la barra;
acomodándose hacia atrás su cabello aun humedecido.
-¿A dónde?
-No me imporrrta... ¡a cualquier parrrte!...
-Mi rrreputación le pertenece a esta sssucia
barra, chico.
-Mi vida le perrrtenece a los blancosss montesss,
muñeca... ¡Y tú no eres más que ella...
acaso másss que yo...!
La conciencia no puede conocerlo todo; pero, aun
cuando parezca contradictorio, sí logra asimilarlo todo, aun lo no conocido.
Pablo, a
pesar de haberse convertido en momentáneo mecenas en el luto de Ramón –tomando en cuenta que en ocasiones el amor
y la pasión suelen fundirse en un
concepto, eternos ocasionales-, se concreta a recibir varios billetes, con todas sus pruebas
antifalsificación desbarrancándose por los bordes, de una mano que en sus
formas recibe a la vez las violáceas
notas de los “Implicados”, por capricho de Ada.
Pablo le pide a ese par de presuntos afortunados
que ya se marchen, antes de que al usurero de Hates se le ocurra crear una
nueva versión del programa...
¿Y qué demonios está pasando allá arriba, más allá de los “programas”
que todo lo encapsulan para convertirse en dioses de una idea, de un
sentimiento, de una historia en potencia libremente destronada por culpa de tristes realidades
ensombrecidas en “razones”, “progresos”, “Estados” y “hombres”... dándole la espalda a
los sembradíos y hasta al calamar pestilente que Pablo retira de la
barra mientras Ada ayuda a Ramón a levantarse del banquillo...?
-¿Dónde demonios essstán esos blancosss m-montesss de los que hablas?
-A tress cuadras de aquí...
-Ya essstás borracho, muñeco...
-¡A tress cuadras de aquí!... t-te lo prometo...
-La vida te perdona –grita en susurros Pablo sin
mover sus labios-, la calle te olvida; la calle se adorna; la vida termina...
germinas en el aura... –Ramón, intentando ver fijamente a los ojos de Pablo, no
entiende una sola palabra; más tarde quizás...
Recogiendo el sombrero de palma y el impermeable del suelo –que durante meses
bien podrían no volverse a mojar-, así como los botines mojados de Ramón, Pablo
encamina a este, también del brazo de ella, hasta la entrada del bar. Cuatro
botellas, dos de tequila, una de ron y una última –absurdas decisiones en la borrachera-
de brandy son el toque final antes de encaminarse ambos al cuarto del hotel del
que depende el bar de Pablo... quien fuera del Programa se diluye absoluto junto con su bar... no sin antes guiarlos hasta el lobby.
Los fantasmas emergen en plácida soledad.
Lánguida nostalgia por la otrora fecundidad de la tierra. Dulce sonrisa de los
arcos empedrados ante el pausado desfile de un par de ilusos.
Y es que
Diana, con todo y sus cáscaras de mandarina desparramadas por su cama de piedra, ha sido la única persona en
este mundo que ha llegado a comprender el alma de Ramón.
exhumadas
por el viento
“¡Por Dios! Tal
vez aun siga siendo domingo... y la lluvia ha retornado!”.
-¡Cielos! –todo
efecto de las copas paulatinamente se disipa en ambos, desde el momento que
entraran al cuarto, hace apenas quince minutos-, ¡Sigue! ¡Sigue!
Brizna de sonidos citadinos en el mar de nuestras cartas o
la lluvia de la primer aventura; rodeados, así como estamos, de manzanos que
acarician muda neblina. Aferrados a la intuición; posando para los lugareños
curiosos en un ensayo de libertad... Las vacas paciendo sin semental nos miran; y Whitman flotando,
comiendo yerba, nos bendice.
-Bajo mi sombrilla.
-No sé de qué hablas, Diana querida, pero este aroma me
indica que tu saliva sabrá lubricar mis sueños. Tus jugos mi morada, allá en el
monte; con tu cabello enjuagado en una estética de ojos y olfatos.
Desde el piso treinta y nueve se escuchan perfectas las
cascadas a lo lejos; absurdamente conjugadas con un eje vial desnumerado[4];
todo gracias a la luna plena que inunda su silueta en medio de las nubes.
Y la quietud.
Ramón descubre la
punta de un cigarrillo ardiendo, temblando frenético en la mano de Ada. Sus
cuerpos aparentan diez años menos de los que realmente tienen; aun cuando sus
pensamientos se atreven obligados diez años más.
Moraleja de una fortificación colombina inspirando los
embrollos en una urbe caótica; animada por el juglar de notas tardías.
Sadomasoquista consumado que se masturba en el baño mientras su mujer lo espera
en la cama; a menos que la ame demasiado; a menos que esté muy enfermo...
En ocasiones el verdadero amor se basa en la abstención;
experimentando el éxtasis del sufrimiento, de frente al único valor digno: él
mismo, purificado ante la valía que su mente logre soportar; extrañando la
caída, simulando una actuación. Joven para entregarse; viejo para manar.
-Experiencia individual soportable bajo propio arbitrio.
-Eres peligrosa porque eres honesta... No fue nadie; todos
nada pueden hacer ahora.
Miles de mulas
miran los restos
Ruinas, huesos
Por primera vez en la madrugada suspira profundo, al
asimilar, en su borrachera –aun borrachera, a pesar de la plena comunicación-, que Diana al fin es
libre como libre quiso serlo siempre; independientemente de las situaciones fortuitas...
Gracias a las botanas insufribles que no comió, Ramón
siente náuseas... ¿en su sueño?; mientras tanto Ada se da un baño.
Su aliento entrecortado le exige volver al hogar; siguiendo
el canto de la regadera recorriendo ese cuerpo que en verdad desea;
mezclado con el murmullo de los neumáticos mojados, cómplices de tantas
historias semejantes o más terribles que la suya seguramente, desde hace
décadas y hasta el siglo venidero... atrás y adelante.
Su llanto cesa; no es mas que uno más...
Es julio, presente
sin tiempo de fraguar... Hilo intemporal
fácil de romperse.
Al salir del baño, modelando sus hermosos muslos nevados en
tormenta, apenas cubriendo el resto con una toalla, Ada, cansada, ve el despojo
de un ser hundido en llanto al pie de la cama. Su desnudez absoluta lo colman
de cariño sin tregua al darse cuenta de que ya se ha tomado una botella de
tequila, dispuesto a violar la de brandy.
De inmediato Ada llama al servicio del bar, pidiendo a
Pablo dos litros del refresco que provoquen el milagro al tercer día y varios almohadones que pueden ser la diferencia
entre el ocaso de una Ada y su ser elegido.
Resulta absurdo ir en busca del hedor de la estratósfera
cuando el mejor amigo del hombre es un vicio sutil como lo puede ser el sexo:
obstinación de olores y alturas, necesidad transformada en placer, en rencor...
Ramón ya no desea. Ramón ya no odia. Hundido en el pecho de
Ada se sabe perdonado.
La pequeña Diana abre la
ventana de su humilde recámara para tomar con sus manos infantiles un poco del
granizo que golpea sin consideración su casa. Le encanta ver llover; a pesar de
que el granizo la atemoriza.
Cuando al fin la lluvia
fragua la tregua, Diana, la niña de un sueño, sale al patio para colmar su alma
con ese aroma a humedad envolviéndola en la única fantasía que parece no
terminar... Lame las paredes mojadas para luego mover las ramas de los duraznos
y ver docenas de mariposas de alas blancas salpicadas con gotitas de agua,
saliendo de entre las hojas, de entre los frutos, tal y como se lo enseñara un
niño del barrio, luego de darle su primer beso “al revés”.
-¿Te gusta mi disfraz?
-Me gusta lo que siento.
-¿Y qué sientes?
-Siento que si no te
hubiera conocido ahora, te hubiera conocido después... Al tercer día.
El llamado de su abuela
la obliga a despertar... a recordar el sueño.
En lo alto, tres zopilotes[5]
planeando ligeros. Confeti, serpentinas.
Ramón duerme...
Con toda la ternura de sus vidas pasadas, Ada sorbe la gota
de sangre que mana de los visillos en los labios de Ramón... su propio cuerpo, con los brazos temblorosos
cubriendo avergonzado la intimidad y los ojos apretados, titubeantes, esperando
acaso una patada en las costillas.
-¡Reacciona! –le ordena
Diana, única voz que Ramón puede obedecer- ¡Y deja ya de temblar!
-¡Reacciona!-lo sacude Ada sobre la cama, desesperada.
En el otoño florecería el retoño, sin darle la mínima
oportunidad a la razón. ¡Qué peor absurdo a la ceniza en el lecho del agua! Y
ese pirul[6]
retorcido repleto de mariposas invernando en pleno verano; ensortijado en sus
brazos rebeldes que lo convierten en partícipe
refugio.
La inmundicia de un Sam’s
y las luces del centro de la ciudad se apagan. Interminables filas de autos
diminutos en el lunes que se fragua en
cristales acertijo. Las cascadas callan.
-Me quiero ir de esta
ciudad –es Ada en otra voz-, en tus alas
y en las alas de mis capullos
florecidos; como un par de Pres... –suena
la radio. -Ven, no tengas miedo; yo también estoy enferma; no eres más
ruin que yo... Ahora, por favor, métete a bañar...
Ramón obedece dócil.
-Su agonía también fue muy dolorosa –sigue hablando Ada-,
incluso humillante... y tú lo sabes. Siempre es mejor cuando cuentas con
alguien que realmente te comprenda.
Al salir de la regadera Ramón se encuentra con el manjar
desnudo sentada sobre la tapa del WC. El
semblante de Ramón ha mejorado un poco; al fin acepta que ha llorado desde su
salida del Hogar. Ada le acerca la misma toalla con la que ella se secara.
Y el respeto natural: la voz de las cascadas dando paso a
un canto indescriptible de las aves, sorteando una que otra de ellas la
agresividad de las aguas libres –reflexionando Ramón una gran lección, sin
origen y sin destino; personal-, benévolas a la paz. La gran cascada en esos
tubérculos geométricos; acertijos biológicos: virtud intraducible o simple
instinto...
Al cerrar tardíamente la regadera Ramón se encuentra listo
para responder a la trama de Ada:
-La falda que lucías anoche no te beneficia en lo más
mínimo –ofreciéndole las últimas gotas de brandy-; además, según me dices, creo
que tanto tú como yo somos homicidas...
pobres diablos condenados a muerte. Reconócelo.
-La muerte no existe cuando ya has muerto –responde Ada con
cierto aire de extraña alegría.
-¡Estoy cansado del rencor!
-A estas alturas, el rencor
persiste en una pequeña punzada –afirma Ada-, es la incongruencia terrenal...
¿no te das cuenta? Tres días; tres aves buscando carroña; y después...
-¡Estás loca! –abotonando su camisa de solapas perfectas
frente al espejo del tocador; a la vez que acepta, con risa burlona y la actitud del infiel vulgar que se prepara para ir al
trabajo por la mañana de un lunes, que sus treinta y cuatro años parecen
cincuenta al terminar de amarrarse sus botines con restos secos del lodo.
Extrañamente, el
sueño, la resaca, los remordimientos,
todo, todo lo que puede atar a un hombre a un sufrimiento o a una rutina se
esfuman de Ramón. Se siente tan ligero de cargas y de culpas como un niño de
ocho años que sale a jugar luego de la lluvia.
Su impermeable, su sombrero y la
linterna olvidados para siempre en el suelo, al lado opuesto de la cama.
Un sol anaranjado
descomunal, apenas surcado por alguna nube trasnochada. El cielo que se despeja
deprisa le da la bienvenida a Ramón desde la ventana del cuarto de hotel; al
tiempo que se pone el chaleco, seco, con el aroma de Diana, quien lo tejiera para él.
“¡ENERGIZER! ¡MMMMM!...
... ... Bien, seguimos con su programa favorito: ‘Y Usted... ¿qué haría?’... El
tema de hoy se lo recordamos con mucho gusto: ¿Son realmente necesarios los
botes de basura en los hospitales? ¿No sería razonable el ahorro ínfimo del
gasto público si se prescindiera de ellos? ¡Llámenos! ¡Déjenos conocer su
opinión!...
“Esta mañana nos
acompañan personalidades de la iglesia, del Movimiento Nacional Insurgente por
la Asepcia, de la Asociación Pro-Mujeres Vírgenes y del Patronato de los
Antorchistas del Ayer... Pero su opinión es la que más nos interesa: ¿Son
realmente necesarios los botes de bas...”
Sigilosa como húmeda mariposa, Ada se va, debe irse;
escurriendo de sus ojos un par de lágrimas negras.
IV
-¡Diana!... ¡tu nobleza nunca pudo arrancarse el pasado! ¡Nuestra osadía
padecerá futuros! El presente lo tiro en un basurero clandestino; los botes de
basura están repletos de experimentos en papel.
-Ni yo misma sé dónde estás ahora. Tan sólo razono que te
comienzo a comprender. Me conformo con ver folletos de ti.
“Aun la inclinación
natural de estos árboles frondosos, por efecto del viento, a las faldas de
nuestro barranco; ofrenda ceremonia”.
Ultima regla
génesis de oro
éxtasis puro
Sonidos del agua y el viento mezclados lo necesario para
admirar el dominio del otro. Todo en su sitio, predestinado; capricho de
nuestra paz perdurable, espontánea. Serena y sencilla vegetación respetuosa,
estética, en la piedra húmeda; el viento; el vegetal, todos se respetan cual origen de
niveles adaptados a enormes escalones por los cuales dos gigantes descienden,
ascienden, ahogados emergidos en lágrimas surcando tu rostro de masoquismo,
romanticismo del dolor...
-Te he perdonado.
Caídas
silencio
Bocas secas
que se aman
en prisión
Puerta que da paso al verdadero amor: el perdón. Y los
nudos ceden tan fácil como se apretaron.
-Fácil soplo sobre el polvo de siglos.
Desde lo alto del puente peatonal Ramón descubre la cabaña
coronando la colina, apenas despertando de la niebla al despedir a lo lejos
las últimas nubes sin vocación de tormenta. El sol las ilumina.
Emoción tan grande de
libertad que a nada rodea. La armonía que todo lo impregna lo absortan al punto de
complacerse de los perros callejeros
meneando su rabo al pasar a su lado; mientras tanto, allá abajo, entre
charcos de lodo del smog arrasado,
peatones presurosos sortean a los autos, sin saber que aun el suicidio
precisa el mínimo de clase.
Gran parte de la ciudad ya discute en cafés, en
oficinas, en antros... en hogares,
acerca de la suerte de los basureros, de
los hospitales, del famoso ingreso
percápita…
Ramón quisiera volar para llegar al Hogar, encontrarse con
el infinito y una duda circundando ese vestido de florecillas amarillas
esparcidas alrededor de sus caderas. En el cesto de la ropa ambos aromas, al
lado de las toallas y los mutuos rastrillos y los envoltorios de granizo y cáscaras de frutos.
-Y tu rostro en penumbra –reacciona Ramón...
-La luz el corchete; mi
sangre la vid –vibra la voz de Diana.
-Regreso... Me niego a
volver.
-Zozobra la llave.
Naufragio la vía. ¡Sigue!...
-Evadamos el pacto de
piedra...
-Tienes Razón; y es que
no huimos; procedemos.
-Las preguntas son
errores. Tu respuesta el acierto.
-Falacias... Línea
distante de un dogma que se añora.
-Mi real memoria que
vuelve a ti.
-¡Sigue”…
-De miradas nuestro
espacio. ¿Tus ojos aun desean verme?
-Sí. Ya mis labios crean
visillos...
-Son las voces de mi
sueño.
-Tu recuerdo es mi
testigo.
-El murmullo de la
lluvia resbalaba en tus labios.
-La niebla desliza en mi cabello tu camino.
-Un instante de mi risa
y sin prisa te he perdido.
-¡No! ¡Sigue! ¡Sigue!
-Resignada tan
despacio... el vacío del castillo...
-De tus tristes pies de
ave deslizabas matorrales. Aun antiguos
son tan reales. Tan ambiguos nuestros males... Tus lunares... tus destellos....
-Mis visillos
naturales...
Pirul moribundo, fatigado, adornado desde el suelo hasta el
cielo por un heno irreverente que no sólo modifica sus sombras; también
embellece, glorifica la agonía; acaso la resurrección del anciano.
Su tumba cercana adornada por centenares de piedras
gigantescas como dados vertidos en cascada inmóvil de prismas despedazados que
brotan desde lo alto de la montaña. Frescas semillas de mandarina desmoronadas
desde el granero.
Lanas fértiles de un heno fragmentable en blancos estruendo
de aguaceros coloreando la cañada y los
bosques.
El árbol es de roca y las rocas son del árbol...
-¡Sigue! ¡Sigue!
–implora Diana, al advertir que la fe de su amor puede asirse del heno del
anciano:
El semáforo preventivo se eterniza en las pupilas
cristalinas de Ramón, dejándose arrullar por el murmullo de la avenida. Sus
ojos se cierran guardando la luz roja.
Ahora es el verde, el ámbar, el rojo de nuevo. Es el último
semáforo. Los torreones parecen sonreír al descubrirlo diluido entre docenas de peatones.
Se está acercando a
ella. Un paso, una decisión a la orilla de la banqueta los separan.
La valentía no es tanta cuando es instinto. Una hazaña es
el silencio relacionado con la necesidad de sobrevivir.
Silentes martirios del árbol en brutales conciencias.
Espacio aparte del rompecabezas de un miércoles.
Y el relieve que se burla de cualquier inspiración...
La sirena de una ambulancia se escucha tan lejana como tres
rapiñas se alejan más allá del horizonte.
Y es que quizás el árbol es de roca, desde el momento en
que las rocas sepultaron al agua, al
árbol...
-Y a nosotros dos
–afirma Ramón, recobrando el aliento; acariciando la piel curtida, la corteza
fragmentable como pergaminos de osados mensajes; develando al tacto la piel
forjada de un Guerrero.
En esta mañana el viento ha decidido jugar con las
cascadas, creando brisas prematuras con
vestigios de un sol que asciende apenas; coda de una sinfonía labrada por ella. La cascada es su risa, sombría exuberante. Paisajista sin lienzo en
penumbras que escurren en las primeras horas del día sin semana; escalando la
tierra blanda, agradecida; embudo anverso. La brisa es el límite aun lejano...
-Odio el candor de
inhumar a los muertos –evoca Ramón-; bien sabes que detesto los proverbios y
las excepciones a las reglas. Me inquieta el error de cumplir bajo pena. La
jurisprudencia y la siesta fatal.
-¡Por favor! ¡sigue...!
-¡Ayúdame! Hay apatías
en el núcleo cuando te confieso que gusto del postre de vinagre y miel.
Enternezco al recinto y el proverbio sugiere: ¡Todo, una vez!
-El sol entre tu pelo,
fuera de “su Dios”; en lágrimas y tu sangre... soltura de un instante.
-¡Ayúdame! –Ramón casi
lo logra- ¡La paciencia es excusa en nuestra Libertad!
Coinciden matiz, licor y fe. Rigor de la ira fluyendo en
desvelos. Siluetas de lunas en su sien vana.
Ramón le sonríe al verde. Sabe que nunca más cambiará al
ámbar. Ríe, carcajea sin escuchar. El
viento armoniza su alegría. -Ramón aun recuerda el momento en que bajó de la
banqueta...
-Son las diez y retornas, cuando te has marchado.
-¡Es que tu molino fue
falaz! –grito sordo de Ramón hallando fuerzas de su propia agonía. Acogías lo
sublime en vulgar sutil discordia.
-Simples
intuiciones de un espejo...
-Suelto cabos.
Privilegio de mi holgura.
-Somos pelos que brotan
en la pared; cavando el aire, divagando mudables, mordaces.
Latitud novedosa en una forma, en el amor logrado al final
de la holganza. Neuronas buscando
brújulas de razón. Luego, nada. Origen
buscar, virando la expresión Más... Estirpe.
-Doy –exige Ramón a una
Diana cercana como nunca antes; volviendo su vista hasta la mancha urbana que
acoge su desventura afortunada-, nunca obsequio. Soy espiral.
Evitar sucede la idea de un Neruda en alcohol. Van Gogh fue más, mucho más, momentos antes de partir.
-No ataco –murmura el
Guerrero, dispuesto a escalar la tumba del árbol moribundo-, sólo ensayo. La
culpa no nos agrede; estudia y ríe de nosotros, entre etiquetas de sal.
Diana se envuelve en las cobijas sobre el lecho de piedra.
Sabe que él no tarda en llegar, para
evitar, como siempre, que ningún fermento del viento se cuele en su intimidad.
Los torreones del castillo hostiles a vanos combates; fértiles ante el poder, aceptan lo abstracto
en un vasto suspiro cuando ven llegar a Ramón a la cabaña; obligando a los
pedernales a afilar sus uñas para que nunca nadie entre en la fortaleza.
El Guerrero ha derrotado su incertidumbre.
Al cerrar la puerta, hinchada de orgullo, la D y la R se diluyen junto con el follaje que las enmarca; igualmente docenas de rastros de ceras, algodones, dolor.
Y Diana despierta.
Un viento ligero recorre su cuerpo desnudo. La simple
brisa apaga el cirio.
Petates marchitos soportan los pasos de un Ramón
simplemente enamorado; quien, con los ojos aun hinchados, le dice a Diana lo
bien que se siente de estar de regreso en el Hogar.
-Buenos días... –apenas
asomando los visillos de sus labios, le
dice Diana; reconfortada sobre la cama; sin importarle en lo más mínimo dónde
pasó la noche su hombre.
-Buenos días –responde
Ramón, con una sonrisa de paz...
-Quisiera contarte un
sueño que tuve esta noche; pero ya no lo recuerdo; sólo evoco una emoción... ¡Cielos!, ¡tan
bella!
-Una vez te dije que la
lluvia hace milagros.
-¡Te cambiaste de pantalón!
-Nunca más volveré a
hacerlo.
-¿Te gusta mi disfraz?
Colocando su taza humeante del “Gato Silvestre” al lado de
las “10:01”, entre eso que, los ajenos a esta historia, podrían interpretar
como eternidad.
© Antonio Vizcaya, 2004
[1] Tapetes trenzados de palma. También utilizados
en los pueblos de México como camas.
[2] Palacio de las Bellas Artes, de la ciudad de
México.
[3] Vaso pequeño y alargado; especial para tomar
tequila.
[4] Las avenidas en la ciudad de México son
conocidas como “Ejes Viales”, cada uno de los cuales posee un número.
[5] Aves de rapiña.
[6] Arbol frondoso, muy común en el altiplano
mexicano; cuyo fruto es alimento para las aves.