La utópica realidad
Una mano ágil jala del cordón
renegrido, haciendo sonar sorda la campana en lo alto de la puerta... por
tercera vez.
Al fin se escucha esa eterna voz por el phone:
-Mmm... -bostezando- ¿Quién es?
-¡Felapio!
-responde el muchacho nervioso, aun fascinado de ese viaje insólito que
acaba de experimentar.
El viejo portón de madera se abre poco a
poco entre jalones quejumbrosos y tristes lamentos, gritando por sí
mismo su añeja historia. Felapio apenas se atreve a dar unos pasos en el
interior, recorriendo con sus retinas dilatadas todo lo que está a su
alcance, al igual que un niño que entra a la casa de los espantos.
No puede
explicarse aun lo que sucedió luego de que se atreviera a pisar a
fondo el acelerador del auto; pero esto es algo que en este momento le tiene
sin cuidado:
-¡No me digas que eres...! –le dice
a su anciano anfitrión, recorriéndolo de los pies a la cabeza con
sus ojos casi desorbitados; el anciano, bastante original en su apariencia, le
responde sarcástico:
-Soy San Pedro, hijo. ¿A quién
esperabas? ¿A Santa
Claus? ¡Anda! ¡Acaba de entrar de una vez! El frío del limbo
afecta a mi artritis.
El portón al fin se cierra con un
último rechinido. El viento logra filtrarse como chiflón que
levanta los pocos cabellos blancos y quebradizos en la cabeza de un San Pedro
algo malhumorado, seguramente por haber sido interrumpido en su sueño.
Da más de ocho vueltas al
cerrojo para luego meter todas esas llaves enormes en la bolsa de su
túnica color “morado subido”; Felapio tiene que ayudarlo a
cargar la gran tranca con la que termina el solemne enclaustramiento.
-¿Eres realmente San Pedro?... Lo que
pasa es que... bueno... me acaban de pasar tantas cosas raras; además,
nunca imaginé que fueras así.
-¿A qué te refieres?
–responde San Pedro, incómodo ante la sorpresa que denota el nuevo
huésped.
-¡Es que... te ves muy chido[1]!
–le dice Felapio.
Al escuchar esas últimas palabras San
Pedro se da cuenta de que no necesitará ver los registros celestiales
para saber el origen del adolescente. Ha descubierto su procedencia, y no
sólo en lo que respecta al universo del que viene, la galaxia o la constelación; San
Pedro reconoce esa bella y casi única sensibilidad de los hijos de
Orvantia –más conocida por los mismos orvantianos como la Tierra.
Tratando de dominar su carácter agrio, y
realmente contento de darle la
bienvenida a un orvantiano más,
comprende que a ese chico le puede decir la verdad sin tapujos, sin
medias tintas, sin evasiones:
-Mira Felapio -le susurra, deteniendo con una
mano los collares de frijoles que luce en el pecho-, la verdad, desde que John
Lennon se mudó a vivir con nosotros, hace apenas unos meses –San Pedro se refiere a la
medición del tiempo celestial-,
todos nosotros hemos sufrido un cambio absoluto. Es por esto que yo, al igual
que los habitantes del edén, somos... algo así como hippies,
¿entiendes?
Felapio siente ganas de pellizcarse para
comprobar la eterna duda; pero, ¿acaso no en los sueños
también existe el dolor? ¿Acaso no tenía razón
Netzahualcóyotl cuando afirmó que la vida era el sueño y
la muerte el despertar? ¿Acaso el ser humano puede conceptuar sin temor
a equivocarse lo que es un “sueño”?
-¿Te refieres a “todos”?
-¡Todos, muchacho! ¡Todos!
–modificando su actitud, demostrándole a Felapio un poco de su
buen humor.
-¿Incluyendo a... “El”?
-¿A quién te refieres? ¿Al
Jefe? ¡Claro! ¡Incluyéndolo a El!
Luego de reír como miserable sanguijuela San Pedro
prosigue:
-Mira, John nos ha hecho ver que el milagro no
es la palabra en sí, sino el
concepto que deseas expresar, la idea que necesitas encontrar dentro de ti
mismo, ¿captas el mensaje? –agachándose ligeramente,
llevándose el dedo índice de ambas manos a la cabeza.
Sencillamente -sigue- nos ha mostrado el significado verdadero del amor.
-¡Pero cómo! ¡El vino a
“enseñarles el amor”? –pregunta Felapio.
-¡Bueno, no! ¡No de la manera como
tú te la estás imaginando! Lo que pasa es que... –San Pedro
busca las palabras apropiadas para hacerle entender-… bien sabes que todo
se ha devaluado. Las crisis de valores que brotan hoy en día en algunas de las supercoordenadas
universales también nos han afectado aquí en el paraíso.
Por ejemplo, últimamente Lucifer ha hecho circular contraseñas
falsas en el mercado negro para
ingresos restringidos en este lugar; de esta manera se nos han colado
algunos indeseables, como un tal... ¿Kentelly? ¿Kendelly?
-¡Kennedy!
-¡Eso es! ¡Kennedy!... Otro era un
fulano... –rascándose la calva arrugada- ¿Gordalcheff?
-¡Gorbachov! ¡Mihjail Gorbachov!
-¡El mismo! ¡Con decirte que este
tipo intentó sobornarnos porque quería filmar un promocional en
la televisión! En lugar del espeluznante lunar que tiene en la frente
quería colocarse una enorme “eme” amarilla... Pero bueno, a la llegada de John
–suspirando profundamente- todo ha regresado a la normalidad,
haciéndonos ver el camino de nuevo.
Para desgracia de San Pedro, una herencia tan aburrida como la que le ha
sido otorgada lo ha convertido en un burócrata nato. Esto lo obliga a
interrumpir la amena charla para
proseguir con el protocolo de costumbre:
-Ahora te conduciré al Departamento del
Registro Celestial, para que tomen tus datos y tus huellas digitales.
-¿Mis huellas digitales? ¡No te
pases San Pedro! ¡Estoy en el cielo o en la cárcel!
-¡Ja! No lo tomes a mal, por favor. Lo que
pasa es que en ocasiones se llegan a perder las arpas; incluso se han llegado a
extraviar algunas auras, sobre todo las rojas... Ya sabes, “no existe el
sistema perfecto”. Es un simple trámite que el Jefe exige.
-¿Ladrones en el cielo? ¡Pero!
¡a qué clase de paraíso
he llegado!
Después de llevar a cabo el registro
correspondiente ambos se encaminan hasta una tienda de aureolas, en donde
Felapio se ve en la necesidad de adquirir –no precisamente con dinero-
una talla “ocho”, la medida de su cabeza. –Además de
aureolas de todo estilo y colores, en esa tienda también es posible
obtener simpáticas lenguas de fuego de diversa intensidad; pares de
alas, para el verano o para el otoño, según el material del que
son hechas; sandalias transparentes
de hilo luminoso, parecidas a las que luce San Pedro; o
¿porqué no?, una especie de taparrabo unisex, de una tela muy
parecida a la seda.
Y así siguen caminando, solitarios
–a pesar de que Felapio intuye una siniestra presencia por todas
partes-, ambos con sus respectivas
aureolas brincoteando arriba de ellos –la de Felapio ondula
peligrosamente sobre su cabeza, debido a su lógica falta de equilibrio
en estos nuevos menesteres-, charlando de las mil cosas en común que de
pronto descubren tienen entre sí, a lo largo de un gran corredor
tenuemente iluminado, hasta llegar a otra puerta, esta de... ¿cristal
cromado?, arriba de la cual cuelga un enorme cartel pardusco que dice:
... en
los idiomas más comunes hablados en todos los universos, así como
infinidad de dialectos y hasta unas cuantas lenguas muertas, según le
explica San Pedro, emocionado, a un Felapio interesado en el tema.
A la izquierda de la puerta, sobre la pared,
apenas se sostiene por un clavo oxidado la lámina de una vieja
publicidad: “Toma Coca-Cola, la Chispa de la Vida”.
Al girar la perilla de la puerta se encuentran
con una muchacha dormitando en el suelo, de cabellos largos y un vestido al
mejor estilo Pop-67 que deja al descubierto sus piernas flacas y
pálidas, sus pies desnudos.
-¡Bienvenido hermano! –le grita
sonriente la chica a Felapio, despertando amodorrada, elevando hacia él
con ademán sincero la cerveza de bote que sostiene en su mano izquierda-
¡Que te la pases de maravilla...!
-No le hagas caso –sentencia San Pedro,
otra vez enojado, jalando del brazo a Felapio, obligándolo a proseguir
el camino por el corredor-, es una de las indeseables que ha logrado filtrarse con contraseñas
falsas; era amante de un sacerdote; a los curas no los aceptamos, salvo raras
excepciones; son como los monjes,
generalmente se la pasan evadiendo su realidad: prefieren aprender en lugar de vivir;
ambos conceptos son importantes, pero no hay que olvidar nunca la
jerarquía de valores; respecto a la chica, la colocamos en esta
sección mientras se tramita su deportación definitiva.
El corredor parece no tener fin ni sonido
alguno. A cada paso –sin realmente pisar-
la luz va aumentando de intensidad y el silencio precioso diluyendo lo poco que
queda de angustias en Felapio, hasta convertirse en brillo multicolor y mudez de emociones en un resplandor que acaricia los ojos, los
oídos; provocando a la alegría plena.
-Mi querido Felapio, ahora te voy a presentar
con el Jefe...
Es así como San Pedro toca a una puerta
casi traslúcida, de la misma manera como tocaría el empleado de
confianza a la puerta del presidente de una compañía de seguros.
-¡Un momento por favor! –responde
desde el interior tremenda voz, gruesa, amable, reflejando cierto apremio.
Luego de una espera de varios minutos se vuelve
a escuchar aquella voz potente, bondadosa.
-Adelante...
Es una lujosa oficina en la cual sobresale, y
por mucho, un gran cuadro enmarcando el fantástico escritorio que parece
flotar en la nada. El cuadro no necesita mayores explicaciones: es el famoso
Judas Iscariote colgando de un árbol al borde de una barranca; algunas
aves, de carroña tal vez, vuelan a lo lejos, en el rimbombante atardecer
nebuloso de la pintura.
Cómodamente sentado en su sillón,
con ambos pies arriba del escritorio atiborrado de papeles, vestido de
mezclilla de los tobillos hasta en
cuello y con una discreta margarita decorando su oreja izquierda, un hombre de
edad muy avanzada, pero que denota aun mucha energía, reflejada sobre
todo en su mirada, separa sus labios resecos para preguntarle dulcemente a San
Pedro:
-¿A quién me traes hoy, hijo
mío?
-Se llama Felapio, Señor.
-¡Felapio! –al escuchar su propio
nombre el nerviosismo hace presa del muchacho- ¡Has nacido al fin a la
verdadera vida! ¡Quiero que disfrutes de mi reino! ¡Sé feliz
entre nosotros!
-Eh... eh... g-g-gracias..... O-ojalá...
–apenas puede responder el pobre
Felapio. Por su parte “el Jefe” sufre, hasta que finalmente logra enfocar plenamente la figura del
muchacho.
El viejo encantador, sin mayor preámbulo,
abre el cajón principal del escritorio extrayendo una pequeña
bolsa de plástico transparente
que también parece levitar entre sus dedos; la desanuda,
ofreciéndole al chico turbado un poco del contenido de la bolsa, algo
así como una exótica fruta conservada en miel...
-Vamos, toma unos... estamos en confianza.
-N-no, gracias... Tal vez más tarde... en
la noche...
-¿Cuál “noche” hijo
mío? –le responde el Jefe a Felapio con infinita ternura. A partir
de hoy ya no padecerás más “noches”. A partir de hoy
siempre vivirás la luz, ¡créelo! ¡Amor y paz, manso
cordero!
-Eh... Amor y paz... ... ...
¿Señor?
-Ahora, por favor –les pide el Jefe a ambos,
modificando bruscamente los rasgos de su rostro; eludiendo el servilismo de San
Pedro, quien presuroso desea ayudarlo a incorporarse del sillón-,
déjenme solo. En dos horas
tendrá efecto la “Entrevista Cumbre”. ¡Lucifer tiene
que explicarme ciertas declaraciones que hizo de mí la semana pasada en
el Periódico Celestial! ¡Por su maldita culpa estoy perdiendo
popularidad! –su puño cerrado ya se ha estrellado contra una pila
de expedientes sobre el escritorio.
De esta manera San Pedro pide permiso para salir
de la oficina, al igual que lo
haría el astuto empleadillo al jefe de la gran compañía. Felapio se limita a seguir sus pasos,
sin despedirse del “Señor”.
Explorando una inmensa llanura, que bien
podría haber sido la envidia de un Salvador Dalí, absorto en las naturalezas más vivas, a medio
camino de su mejor implosión –y que lo mismo sería
codiciada por un esquimal o un habitante de la selva lacandona-, Felapio le va
revelando a San Pedro ciertos detalles de algunos conceptos, ideas, paradigmas
y hasta uno que otro pasaje histórico y bíblico –lo que un
terrícola común puede saber a los veintiún años- en
el devenir de la historia moderna de Orvantia, provocando que el viejo
mañoso se sienta ridículo de ignorar tanto.
Pero
como no es posible que un simple, común y corriente orvantiano sepa
más que el “Fundador del Gran Concepto”, este se las ingenia
maquiavélicamente para evitar su total evidencia:
-... Oye muchacho, ¿te gustaría
conocer a Lennon?
-¿¿¿Neta[2]???
–parando en seco su levitar,
entre increíbles sinfonías de pájaros silvestres e insectos
inenarrables, árboles
imponentes con sus puntas perdidas en lo alto, lejanas montañas rojas
cobrizas cuyas cumbres grisáceas parecieran estarse masturbando con las
nubes blanquísimas que las cubren apenas... esparciendo sombras acariciantes sobre algunos
hongos de colores chillantes que Felapio asocia con aquellas “frutas en
almíbar.”
-¡La neta, chavo! –le responde San
Pedro, dándose cuenta que su honor se ha salvado por un pelito- ¡Vamos a buscarlo!
Y ahí está, en las orillas del
gran bosque que parece disfrutar la
expectativa de lo que se supone podría ser un océano
–tomando en cuenta el sonido de
lo que Felapio interpreta como olas furiosas que seguramente en alguna parte
revientan su esplendor-, sentado en el suelo, en ese patio de limitadas
dimensiones –entendiendo por “limitado” el hecho de divisar
el final en el horizonte- cuyo pisar evocaría acaso el caminar sobre un
colchón de agua o una laguna
atiborrada de lirio impermeable. El
patio está cercado patéticamente por alambre de púas...
¿de plata?
Al irse diluyendo la distancia entre Felapio y
Lennon
-sensación que no puede traducir palabra alguna- la sorpresa
es fenomenal cuando los
párpados de Felapio se abren y se cierran invitando a su vista a nublarse; reconociendo
además, sin titubeos, a
¡Joplin, Hendrix y Morrison!
Esto no lo sabe San Pedro –no lo imagina
casi nadie en el reino-: John lleva
ya varias semanas intentando transformar la energía contenida en
aquellas montañas cobrizas en otro tipo de energía, a efecto de
crear un artefacto que podría traducirse como un “arpa
eléctrico”.
Lennon, indiferente a su alrededor, con aquella
misma playera que decía y que dice: “War is Over if you Want
it”...; rascándose los dedos de los pies.
San Pedro y Felapio en su caminar
pantanoso, a escasos metros de Lennon.
Jannis sujetándose la cabellera con su
propia aureola. Jimmy, por su parte, parece ser el primero en advertir la
presencia de Felapio: hipnotizado por el atuendo “morado subido” de
la túnica de San Pedro[3].
Jim, por su parte, evoca un “cielo” que él
sabe existe arriba de él. Con un poco de imaginación, las
aureolas de los cuatro lucirían como perfectas boinas colocadas de lado
sobre sus cabezas, al estilo de un gallego empedernido.
-John -brota la voz de San Pedro, cual
relámpago despertando a la lechuza momentos antes de la media noche-, te
presento a Felapio –Lennon se coloca al instante sus gafas redondas de
color azul cielo sobre la frente, obsequiándole al infinito una sonrisa sincera
que invita a sus amigos a imitarlo, cada uno acorde a su personalidad. Es un
orvantiano –sigue San Pedro-, así que espero que entre ustedes se
entiendan, ¿OK? Ahora –se dirige San Pedro a Felapio, posando
solemnemente sus manos sobre los
hombros del muchacho-, es el momento de dejarte. ¡Mis responsabilidades
son muchas en este reino!; tengo que regresar a la caseta...
-OK Pedrín,
see you latter –le responde indiferente Lennon a San Pedro, con
verdaderas ganas de que se largue a “su caseta” lo más pronto
posible.
Con pasos erguidos y actitud digna de un
pavorreal San Pedro se aleja, teniendo cuidado de no pisar alguna de esas
piernas o brazos que asoman entre el lirio
impermeable. Sus escasas canas sujetas en la nuca por un listón
descolorido descansando sobre sus hombros huesudos –es la viva imagen de La Muerte... San Pedro es “La
Muerte Barbada”.
A pesar de que en Orvantia sobreviven más
de seis mil quinientos millones de “seres humanos” –el
concepto humano es aplicado a
millones de civilizaciones
de la carne, en toda la Creación-, es muy raro el día en el que un orvantiano llega al paraíso,
basándose en el transcurrir del tiempo a través del volumen. Por lo tanto John se siente
también congratulado de que uno de su familia sea un nuevo morador de
dichas armonías, en ese “paraíso” tan particular.
Debido a esto John no duda en presentar, orgulloso, a Felapio con sus viejos
camaradas.
Jannis, igualmente congratulada, le planta
tremendo beso seco, en la boca, a Felapio, con esa mirada que ya lo ha
desnudado por completo; por su parte Hendrix no está en condiciones de
ponerse en pie, se limita a pedirle “los cinco” en medio de una
fraternal sonrisa; Morrison tampoco está en situación de
demostrar sus emociones plenas: su voz, como siempre, lo delata absoluto, flotando horizontal:
-
Welcome home, brother!... I love you! –para luego sufrir “otro
ataque de tos”.
Felapio siente que la mirada perdida de Morrison
lo atraviesa, al igual que la sensual emotividad de Jannis, el misticismo de
Jimmy Hendrix y la plenitud de Lennon. –Más tarde
comprenderá que no pudo haberle sucedido mejor cosa que haberse pasado
ese alto en la avenida, dentro del taxi que rentaba (¿en ese momento
llevaba pasajeros a bordo?... ¡A quién le importa! ¡Hay
momentos en que la experiencia terrestre es un asunto sumamente personal!)
No recuerda nada, nada concreto de su vida
pasada ni de su viaje a través de las dimensiones... ¡Qué
afortunado!
Johnny Winston Lennon –parodiando a
su nombre terrestre; ya que los
verdaderos nombres son un secreto del “paraíso”, conocidos
solamente por el “Alto Mando”-, fiel a su costumbre, se abre por
completo, ¡y porqué no hacerlo con un orvantiano como lo es
Felapio!
Sin dejar de lado su particular acento
inglés, hablando en un extraño español, con tintes de
algunos acentos extraterrestres de
los cuales ya ha recibido influencias:
-Sabes, cada semana organizamos umpluggeds totalmente improvisados en
los cuales tocamos algunos de nuestros éxitos allá, en la Tierra
–es el momento en el que John eleva la vista... recordando tanto-, y uno
que otro que hemos compuesto aquí... Créeme que al Jefe le
agradan; casi siempre lo ubicamos en primera fila, sin camisa, brincando como chiquillo –ahora Lennon baja la
mirada tal cual padre que no comprende el proceder de su hijo...
“Jimmy Hendrix le ha tomado el modo al
arpa; la neta es que “aquí” no han aceptado algo parecido a
su guitarra Foxy Lady... es una
pena... Bueno, al menos yo he logrado acostumbrarme a las notas graves de los
arcángeles, rescatando al
contrabajo en ciertos experimentos más o menos interesantes.
Morrison y Joplin se turnan las voces; siempre y cuando el “Alto
Mando” no nos censure las letras... ¡es una lata[4]!
“John Bonham, el famoso “Bonzo” de Led
Zeppelin que tú bien recuerdas, es quien rescata en la batería
nuestros aventurados intentos; por cierto que acaba de pedir un permiso muy
especial para ir a visitar a Freddie Mercury al averno; y es que al pobre de
Freddie no lo quisieron recibir aquí por estar infectado de SIDA... ...
... ¡Oh Freddie! ¡cómo te extrañamos!
La charla
se desarrolló por largo rato, poniéndolo Felapio al tanto
de algunos acontecimientos recientes en el antiguo hogar de ambos, mismos que
John desconocía; por ejemplo, el inminente inicio de la decadencia de
los Estados Unidos, a lo que Johnny reaccionó con tremendo grito de
alegría, provocando que Jimmy Hendrix despertara sobresaltado.
De pronto,
un sonido estremecedor desafía los nervios de Felapio, hasta que
se le pone la carne de gallina,
volteando en todas direcciones buscando la causa de semejante estruendo;
mientras tanto John y sus amigos parecen no haber percibido nada fuera de lo
normal, indiferentes al molesto ruido que incluso provoca que el blando piso
ondule angustiante.
Finalmente, al disiparse lenta una sutil nube de
partículas diminutas que brillan maravillosas en infinidad de
tonalidades sicodélicas, Felapio se incorpora precavido, tratando de
dominar su terror, preguntándole a
Lennon:
-¡Q-qué demonios fue eso!
-Velo tú mismo –señalando
John hacia la cola de un flamante avión que aparece lentamente,
majestuosa entre la nube colorida. Es el jet particular del Jefe –le
explica John a Felapio-; se supone que en unos cuantos minutos El debe trasladarse a los límites de la Zona
Inconclusa para entrevistarse con Lucifer. ¡Hace ya seis
“años” que no pueden ponerse de acuerdo esos inútiles
respecto a quién tiene los derechos para urbanizar en ese lugar!
Felapio no tiene idea de dónde pudieron
haber salido, de repente, tal cantidad de ángeles, todos ellos con
idénticas pieles rosadas que abruman, así como pequeñas
alas blancas semejando el algodón aun en el capullo, y patéticas
arpas diminutas que tocan perfectamente sincronizados –dichas arpas le
recuerdan a Felapio, como un flashazo solamente, cierta escena de su vida
anterior, tal vez alguna feria provinciana... sólo eso; y es que los
verdaderos recuerdos han sido abortados por completo de su mente; incluso la
certeza de su muerte carnal-; formando
entre todos una inmensa valla desde
el corredor que conecta con la oficina del Jefe, allá, en el
límite del horizonte, hasta la escalinata del jet, a considerable
distancia aun de John y Felapio.
Al aparecer el Jefe por el extremo del corredor
luminoso
–semejando el puntito de luz que emana de la luciérnaga
salpicada por la lluvia- la inmensa mayoría de los habitantes del
paraíso, arremolinados alrededor del avión, le gritan
desmesurados hurras y alabanzas –sobresaliendo San Pedro, con su gorro papal
de idéntico tono morado al
de su túnica, agitando a las masas con un magnavoz dorado, al tiempo que
cuida de que no resbale de la espalda del Jefe esa suntuosa gabardina negra-,
hasta que aquello se convierte en un terrible circo enmarcado por cientos de
aureolas apagadas que giran, subiendo y bajando por los aires, imitando la
caída de un extraño confeti casi ingrávido. El Jefe
agradece semejante demostración quitándose su sombrero de gitano.
Momentos antes de que
ascienda por la escalerilla del jet, un reportero -las tonalidades amarillas chillantes de
su aura lo delatan- se envuelve la
mano derecha con parte de su túnica –por cierto que trae puesto
uno de esos coquetos taparrabos unisex, de color negro fosforescente- para
luego arrancarse la gran lengua de fuego sobre su cabeza, acercándosela
al Jefe, escuchándose perfectamente en todo el reino, tanto la pregunta
como la respuesta de este:
-¿Nos puede decir qué temas van a
tratar, usted y Lucifer?
-¡Voy a negociar con ese desgraciado la
Frontera Poniente de la Paz! –responde el Jefe con voz cansada,
entrecortada- ¡Es todo! ¡Ya déjenme tranquilo!
¡Déjenme pasar!
Más que molesto desaparece al instante
dentro del avión
–que bien podría haber sido deseado por uno de los
Rockefeller o cualquier magnate
árabe-, haciendo caso omiso de las multitudes que le siguen lanzando aureolas, tapizando incluso con ellas la
escalerilla, provocando que la
comitiva que acompañará al Jefe en la Reunión Cumbre
resbale en más de una ocasión. -Los vitoreos se transforman
súbitamente en sonoras
carcajadas...
... Y
regresa la normalidad. Todos retornan con cierto
aire de nostalgia a sus ocupaciones habituales ¿?. Es así como
Felapio conoce, por primera vez en la vida después de la vida, el gran
ocio celestial.
Para
su fortuna John ya tiene vasta
experiencia, a pesar de su corta estadía en el paraíso, en
cómo sobrellevar estos insufribles períodos de nada, los famosos tormentos de la tan
trillada “fácil felicidad” –al tener conocimiento de
la inminente llegada de John al
paraíso, los viejos bluseros, y hasta un ex papa rebelde, amante de los
verdaderos destellos musicales durante la edad media, se pusieron de acuerdo
para instruirlo en todo lo que fuera necesario.
-Oye chico –le dice Lennon a Felapio,
quien sigue con la vista clavada en ese punto luminoso en el firmamento
inmaculado: el jet del Jefe con rumbo al averno; iluminado seguramente por
alguna sensata razón, o al
menos por algo muy distinto a un
“sol”-, la verdad me has caído muy bien; además, si
no me equivoco, eres sangre de la nueva alianza, y debo ver
por ti; no creas que todo es fácil en este lugar; mis fraternos
–señalando a Joplin, Hendrix y Morrison a unos cuantos pasos de
ellos- ya andan bien “pasados” –John ríe con su
clásica desfachatez, provocando la primer sonrisa de Felapio-; y como
siempre, ¡ya me estoy empezando a aburrir!... Tengo ganas de ir al cine,
¿me acompañas?
-¡Claro! –responde Felapio
emocionado, igual que el preso que es invitado a escapar de su celda, luego de
purgar los primeros cinco minutos de un delito que nunca cometió.
-Creo que aun sigue en cartelera “Rescate
en el Infierno” -le
comenta Lennon-; el “Cine Celestial” no está muy lejos de
aquí, tomamos el metro en la estación “Espíritu
Santo” y transbordamos en “Sagrado Corazón de
Jesús”, así de fácil. Además debes de ir
aprendiendo a moverte en el transporte público; y es que... no quiero
desanimarte pero, ese famoso comunismo creado,
entre otros mundos, también en la Tierra, es una calamidad; ¡y eso
que los muy herejes ya lograron deportar a Marx!
Cualquier orvantiano –sobre todo de la
ciudad de México- se habría sentido “en el cielo” al
ver esas calles atiborradas de aureolados desmaculados introvertidos, todos
ellos emanando una “paz” tal, que pareciera los obliga a adormecerse
mientras caminan entre bellos
cantos de legiones de angelitos voladores que brotan de no sé dónde, y
una especie de polvo tintineante, obligándolos
a suspirar y suspirar sin pausa alguna, sin causa aparente; acaso para admirar
lo inconmensurable en el pequeño espacio que los separa del suelo; con
sus bocas abiertas, vacías de lenguas y saliva –ambas resultan obsoletas
en términos prácticos, en este lugar “desviciado” en
nombre del ya famoso “Alto Mando”.
John y Felapio están a dos cuadras del Cine Celestial. John
desgastando a cada paso las suelas de sus viejos tenis
–sin calcetines- sobre esas banquetas ridículas de tan
perfectas en una simetría que casi puede sonreír; por su parte
Felapio, buen aprendiz de resucitado, por cada tres pasos que intenta dar sobre la banqueta termina levitando
hasta elevarse al igual que un globo de gas, obligando a John a jalar de la
túnica blanca de su amigo para evitar que termine perdido, como los demás.
Sujetándolo
de la túnica lo jala hasta un estrecho callejón en donde cuatro o
cinco querubines, rosados y alados, escarban en el suelo –algo así
como “la conquista de la luna”- con sus arpas ya destrozadas. Al
sentirse descubiertos por John los querubines vuelan a toda prisa,
transformando sus tonalidades rosas en el rojo de la vergüenza –la
misma vergüenza de los seres de carne en Andrómeda o en Vizeckzia o
en Vía Láctea... o el “paraíso”-, hasta
esfumarse en lo alto de las pequeñas construcciones aledañas, las
cuales están formadas por un material muy parecido al migajón, y
algunas al engrudo casi cuajado.
John comprende que ya no hay peligro alguno:
-Esto te lo voy a decir solamente una vez,
Felapio –sin dejar de sujetarlo de la túnica-: la única
manera de conservar los pies en tierra firme, en este sitio, es
experimentando lo no normal de los
sentidos –extrayendo de su
túnica arrugada un cigarro más arrugado aun, colocándolo
frente a los ojos de Felapio. Este es un secreto que muy pocos planetas conocen
–sigue-; los terrícolas somos afortunados, créemelo. Si no
deseas hacerlo, no hay problema; ahora que si quieres, lo compartimos tú
y yo, una vez en cada ciclo.
Lentamente, el levitar de Felapio va cediendo,
terminando por rozar tierra en el
preciso momento de darle la primer fumada al cigarro de John, despertando,
proceso a proceso, miedo tras miedo, hacia una realidad mucho más
confortable a la que sintiera nunca
antes.
-Esto es sólo el principio, Felapio. Me
da gusto que hayas tenido el valor. Ya tendremos tiempo para confiarte otros
secretos que conozco... Por lo pronto te recomiendo que te hagas amigo de
Jannis, ella sabrá guiarte con sus acertijos –John le
sonríe a Felapio como un hermano. Créeme –sigue John-,
somos muchos los seres despiertos en
el cielo; y nunca lo olvides, “sólo una vez en cada ciclo”,
¿de acuerdo?
Felapio asiente con la cabeza, exhalando el humo
de la tercer fumada; sintiéndose pleno, en su personal realidad.
Al llegar al cine, en una zona exclusiva
–los demás cines, por ejemplo, el “Cine del
Perdón”, el “Cine Valle de los Sacrificados” o el
“Cine Ayuno”, entre muchos otros, se encuentran desparramados en
otras secciones menos favorecidas del reino-, las filas en las taquillas
–al igual que las filas en los supermercados, los restaurantes y las
casas de mil giros con afán de enriquecimiento,
propiedad del “Alto Mando”,
restringidos para buena parte del reino- están hasta la madre
santísima de todos los santos; este hecho orilla a John a conseguir dos
boletos con un revendedor, pálido y desalado –un simple comerciante del mercado negro.
Al fin, Felapio, caminando a la par de Lennon, se introducen ambos al majestuoso “Cine
Celestial”, en donde efectivamente, en tres de sus salas aun se exhibe “Rescate en el
Infierno”,
superproducción –es la primer “superproducción”
que nada tiene que ver con intereses
particulares: algo así como “cine experimental”
patrocinado por “los primeros vientos de lo que bien han tenido a llamar surrealismo intemporal, herencia, y a la
vez justicia divina de un polvo en el firmamento llamado
Orvantia”- póstuma de Betty Davis y Humphrey Bogart
-¡cómo batallaron para convencerlos!- en los estelares, con
música inédita de Wolfgang Amadeus Mozart, dirección de
Luis Buñuel, basada en un guión de Julio Verne –quien,
según reza la publicidad a la entrada de la sala, descubrió que
la ciencia ficción y la ciencia en sí, son la misma cosa,
separadas apenas por ese prejuicio recordado como tiempo...
Justo cuando entran en la enorme sala casi
repleta, unas tres docenas de esos insoportables angelitos voladores tienen la
pésima idea de entonar otro de sus susurros lastimeros, cooperando para
que la atmósfera sea más espesa aun; a la vez que las luces en lo
alto se apagan parsimoniosas
–diluyéndose los rostros acartonados de algunos inquisidores en los palcos barrocos-; al
menos John logra darle tremenda nalgada a uno de esos angelitos presuntuosos.
La función da inicio con una publicidad
musicalizada al estilo -¿con la presencia?- de Sergei Rachmaninoff:
Amigo
mío, ahora que el invierno está próximo, y espesos
nubarrones sepultarán tus escasas ideas, quiero hacerte una cordial
invitación para que nos visites en el averno...
Y pensar que “el Jefe” se encuentra
tan lejos...
... Bien
sabes que te estamos esperando con los brazos abiertos. Contamos con hoteles de
cinco estrellas, además de esos salones de baile que tanto
añoras; canchas de tenis, aguas termales, saunas naturales emergiendo de la profundidad de nuestras
únicas e hirvientes cavernas infernales.
Si nunca
nos has visitado, quiero que sepas que llegar aquí es más
sencillo de lo que tú piensas; tenemos vuelos perpetuos en nuestra
prestigiosa línea “Caminos del Mal”...
Millones de “años”
atrás, Carlos Santana se ve obligado a firmar un contrato en el cual su
música será incluida en un comercial de lencería, para la
televisión británica[5]...
... Y
recuerda, ¡recuerda!, ¡no tienes porqué sufrir del
frío invierno! ¡Ven con nosotros a disfrutar del averno, en su
temporada de verano!
Las
imágenes del publicitario son más que explícitas para
desear sin límite las bondades del infierno veraniego.
Con un
poco de imaginación -¿con un poco de maquillaje?- Martín
de Porres y Juana de Asbaje
aparecían en ellas... entre otros perfiles interesantes...
Para dar por terminado al preámbulo a la
película, los últimos tres
minutos los dedican a informar de las actividades culturales a
desarrollarse en los siguientes días
en el averno:
CONFERENCIAS:
Sócrates:
“Mi experiencia con la cicuta”.
Kafka:
“La Verdadera Naturaleza del Absurdo”.
PRESENTACION
DE LIBROS:
Platón:
“Conjeturas Personales de mis Monólogos”.
Honorato de
Balzac: “¡Este purgar...!”
George
Byron: “Mis Manuscritos Quemados”.
Dante
Alighieri: “Correcciones al Infierno”.
Dostoievski:
“Guía completa de Casinos”.
Johann
Goethe: “La Bestia me Dijo...”. –Octogesimonovena edición.
En la
pantalla multidimensional da inicio la película: la basílica de
San Pedro es un hervidero clandestino de berridos; miles y miles de
experimentos celestiales
–invisibles a los fieles orvantianos que atiborran la misma
basílica, en un alarde de disolvencias en video y sonido, seguramente dignas de
elogios en el festival de Cannes- en busca de la mutación
espíritu-carne.
Lo
anterior se puede resumir de esta manera: los seres celestiales que nunca han
experimentado la vida mortal han montado un sofisticado laboratorio –un
laboratorio de “clonación anversa”- en el centro perfecto de
su ingenuidad, con el único fin de explicar lo inexplicable: el deseo.
Desean
comprender la naturaleza de un humano.
Desean desear, sin tener idea de la palabra desear.
Y qué mejor manera de hacerlo que analizar, una vez en cada ciclo, el inicio de una vida carnal, en probetas,
en cunas... en...
Momentos
antes de comenzar la cinta John le recomendó a Felapio desconfiar de
Platón, debido a que se ha convertido en el más famoso
soplón del averno; respecto a Dante, Lennon también tiene algo
importante que confiarle a su nuevo amigo...
De
pronto, una escuálida virgen, con enorme bolsa de palomitas sujeta entre sus manos, le pide permiso
a John para pasar en la fila donde
se encuentran ambos ubicados, obligándolos a levantarse de sus asientos,
al tiempo que se percatan de que la languidez de la chica no es tanta...
La
mujer, con una incitante sonrisa, le pide perdón a Felapio luego de pisar uno de sus pies...
Bien podrían abordarla al final de la
función. Después de todo, Lennon siempre cuenta con buenos
amigos dispuestos a rescatar de su
muda eternidad a las mujeres interesantes
del Imperio...
Al pasar frente a él, la penumbra le
permite ver a Felapio esa discreta tersura femenina desfilando ante sus ojos.
No se aguanta las ganas de tocar su... ... ...
¡RIIIIIIIIIING!
¡Quién demonios habrá
inventado los despertadores!
-¡Vieja! –apenas despertando, Juanito escucha la voz insoportable de su
propio padre- ¡Dónde carajos pusiste mis calcetines! –se
coloca la almohada sobre la cabeza, intentando ignorar la fría realidad
que lo entume hasta los pies; sobre todo cuando los berridos del bebé de
su hermana, en la recámara de al lado, taladran sus oídos...
-¡Juanito! ¡Ya levántate!
¡Son las seis y media! – ahora es su madre menopáusica
tardía, y tal vez eterna;
canturreando en cacareos despiadados algún masoquismo de Vicente
Fernández que transmite la radio a todo volumen en todo el valle de
México- ¡Eres igualito que tu padre!
Juanito intentó dormir por tres minutos
más, deseando rescatar al menos un esbozo de ese sueño maravilloso... en vano.
Sobre el WC, apenas recuerda la lejana imagen de
un vejete enojón; un
simpático patrón; un
hermano irreconocible...
“En ‘Radio Rutina’, son las
seis cuarenta y tres de
© Antonio Vizcaya, 2004