Monólogo.

 

Vas con tu casa entre las manos, maquinando desesperada, si tienes que lavar los platos, si te faltó lavar el trapeador, si costuraste bien la falda de Mariana para el bailable del viernes a las cuatro.  

Caminas así de bella como eres, con tu cintura ceñida por el lazo del delantal que te da, aún, más posición; te diriges con firmeza, tu paso estrecho con ese par de chanclitas  rosas que compraste orgullosa a $20.50 en el mercado de la sierra, te ves ágil, desenvuelta, me agrada mucho poder mirarte, simple, menuda, caótica,  inmensurable.

Eres mexicana, te caen los cabellos negros, lacios, de ese mal chongo que te hiciste por la mañana después de haber cumplido con tu deber de esposa y atareada porque no llegabas ya justo para encontrar allá con Don Pedro el pollo fresco para el guisado de hoy en la tarde.

¿A qué te pareces?, A veces por algunos segundos creo advertir que tienes algo, que tienes simetría con la apariencia del hombre, que buscas algo, me llena de alegría esa condición tuya, me permite amarte más.

Hoy es domingo, igual, simplemente domingo, también se festeja el natalicio de San Ignacio, así se llama tu esposo ¿qué vas a hacer? Ya veo, por eso es que ayer en el mercado  tuviste que prestar unos centavitos ahí con tu madrina para poder comprar, la hoja de plátano, el costal de maíz y no sé cuantos ingredientes mas, vi aún así, que te movías, como siempre en tu mundo, rápida. ¿Te gusta?

Quise alargar mi mano y rozar esos cabellos que siempre quedan sueltos en tu nuca, tan negros como la profundidad de tu mirada perdida en ese par de zapatillas rojas que cuestan más de lo que le debes a tu madrina y lo de una semana de comidas; pero como siempre indebido, me detuve aún en el pensamiento y ví como avanzabas en contrario a mí, moviendo el culo como señora y vi también tus hermosos brazos tensionados, marcados seguramente por el peso diario del mercado a tu casa y por las horas que desgastas amasando para cada “santo”.

Me valgo de cualquier argumento para desearte.

       Mañana me prometo acercarme a observar con tu misma dedicación esas zapatillitas, quisiera encontrar que es lo tan maravilloso en ellas que atraen tu atención, es realmente una cuestión, no concibo en ti vanidad, sé que es normal pero te miro tan alejada de ello, tan alejada de todo.

       Un cabello, un solo cabello voló por los aires mientras pasabas de entre los ajos y las especias, ¡abango!, ¡abango!, decías, oía tu voz angustiada preguntándolo  con tu típico tono de necesidad, todo lo complicas tanto, y yo, discúlpame, no pude siquiera verte, pero mi concentración estaba  en la búsqueda de tu cabello, y lo encontré, es negro, de un negro absurdo, de un negro infinito, me place tenerlo.

 

       Llevas un vestido hermoso, lo luces impecable, ¿por qué no llevas delantal?, Vas a salir, te éstas peinando el cabello, ¡Dios! Lo dejas caer todo, todo hasta el fin de tu cuerpo, lo cepillas magistralmente, veo como se desprenden algunos, varios, muchos; a contraluz dan la imagen de fantasmas volando por los aires de tu aliento, sí,  eso noto, estás agitada, inhalas y exhalas demasiado rápido, ¿corriste? ¡Huyes!

         Me respondes, me atormentas pero en realidad me alegra encontrarte satisfecha, imagino tu cuerpo desnudo, en fin, basta.

No importa, tu vestido te perdona, me encanto, simplemente es que me encanta reconocerte mundana, vestida y vanidosa como yo, como tú. Es entallado y tus pechos se marcan precisos y como negados a la gravedad, nunca se habían visto tan bien; son los 35, creo yo.

 

         Hoy no pude más que mirarte 15 minutos. Tenía muchas cosas que hacer, unos análisis, me urgían, y ya no había ni un solo par de naranjas en el frutero sobre el refrigerador de mi departamento, en fin, había cosas que hacer.

Aunque tú eres mi vida, últimamente se ha vuelto contraproducente tu existir, ayer mientras comíamos, mi hijo me dijo que parecía como si tuviera una enfermedad mortal, más que la mención de "mortal” me asusto el sentirme así, y es que, quien tiene la culpa eres tú.

         

         Me encuentro sólo, vacío, bañado en un río de malestares, mi camisa gris está mojada, empapada de sudor, se me pega al abdomen, a la espalda, a los brazos;  como un hijo lo hace cuando no encuentra consuelo en los brazos de la vida,  además, estoy desesperado.

         Ayer te vi, antes siquiera gozaba del hoy; hoy ni siquiera eso, te quiero a las tres a las cuatro, sé que pronto te veré.

 

-Buenas tardes.

-Sí.

-Mire señora, vengo para informarle que su hija Marianita...

-Espere, pase, sientese.

 

Olga Zurita   2002    ©

volver