NIHILUM   (o Excelencias de la Nada)

 

Guarda escrituras tan arcaicas que ya están casi en blanco.

La Cifra; “El Forastero”, 1981

 

No hay otros paraísos que los paraísos perdidos.

Los Conjurados; “Posesión del ayer”, 1985

 

Quiero beber su cristalino Olvido,

ser para siempre; pero no haber sido.

El Otro, el Mismo; “Los enigmas”, 1964

 

Soy el que es nadie, el que no fue una espada

en la guerra. Soy eco, olvido, nada.

La Rosa Profunda; “Soy”, 1975

 

El 8 de Octubre de 1982, por la tarde, más precisamente hacia las seis, caminaba sin apuros, de hecho sin dirección, por la aligerada calle Charcas, que en la actualidad ha sido rebautizada en bien de Latinoamérica como República Dominicana. Esto sucedió, mi caminata, no el vericueto onomástico, la exacta tarde en que terminaba de rendir rigurosos exámenes en la Facultad de Filosofía y Letras. Lo mío es, ya verán, ya quisiera verlo, lo segundo. El sol caía en contraste al apuro del tránsito y a la par del frío. Estoy seguro de que a pesar del mes, en esa calle, en ese barrio, Palermo, que yo cruzaba, repito sin dirección alguna, hacía frío. O viento. Entonces desde Salguero pude  entrever cierto revuelo; la gente se detenía en torno a otras dos personas a la distancia irreconocibles; a la distancia, también, pero en otro ángulo, memorables: uno por mérito y genialidad indiscutible, la otra, aunque sólo para la memoria de los biógrafos, por ser su última mujer. Tratándose de años de beligerancia ya explícita y de una, creo, menor violencia subterránea, supuse que se trataba de soldados vueltos de las islas, o más bien por el cierto revuelo - aún no determinaba si era de repudio o admiración - de algún jerarca militar y señora de camino a misa; creí también que sería un robo; pensé también que se trataría de un jugador de fútbol, por qué no. Lo que fuera era grave o famoso. Pues bien,  quienes fueran aquellos dos avanzaban hacia mí y no apuré el paso porque sin dudas me los cruzaría, con inocencia, sin delatar mi súbita vocación de chusma (¿valerosa?). A los cincuenta metros, en Charcas, entre Vidt y Salguero, los dos bultos semovientes se habían convertido en dos individuos perfectamente individualizables, reconocibles: a la izquierda, de traje azul, paso lento retardado por los curiosos que lo detenían casi hasta la grosería para pedirle autógrafos, unas palabras, algún verso; algunas señoras bien que le acercaban su chiquito - que no sabían de quién se trataba, por el gesto inequívoco de pavor - para que estamparan en la mejilla del maestro su reverencia, demás curiosos que sólo se acercaban porque el resto, entonces, eran la corte del hombre, del Maestro de talento indiscutible, del genio, del patrimonio cultural viviente que a tientas, bastón en mano, avanzaba, sonriendo, consultando cada dos pasos a su lazarilla, el ahora inconfundible, aclamado, reconocido y ponderado, máximo tahúr de las palabras, el fundador de los más excelsos laberintos, bien clarito, era él, sí señor, el mismísimo eterno candidato al Nobel de literatura, el mismo que ahora, a pesar de ser admirado y reclamado por los lectores y gobiernos del mundo entero para alabarlo y condecorarlo había quedado justo ante mí, hasta el punto de casi chocarnos; él por ciego, yo por anonadado.

Quedamos enfrentados: cara a cara, el maestro con su mueca de sonrisa irónica, sus arqueadas cejas blancas, su mirada extraviada en ese lento atardecer que fue su ceguera, y yo con mi solemne rictus de estupefacto. Ahí lo tenía, delante, esperando el Maestro - aunque claro que no me veía - que me corriera de su camino, de su laberinto, ya casi cercano a cerrar su círculo, mientras que la mujer a su derecha, la última mujer, me miraba también extrañada, también añadiendo su gesto, ambiguo, entre quien dice ah, jovencito, tú no sabes qué hacer y quien dice también correte malandra. Ahí lo tenía al genio, al Maestro, quien me inspiró a mí y a tantos otros a tomar el muy lucrativo camino de las artes, de las letras, de la literatura. ¿Qué decir? Ahí estaba; esperando que me corriera del camino o, quién sabe, resignado a oír otra pavada más como las que lo venían asediando a medida que fatigaba las veredas de Su barrio. Pero, ¿qué decirle al Maestro? Yo, ante lo que sabía el hecho capital de mi vida, ante el mismísimo escritor ciego de los mil y un tigres y puñales, para colmo jugando de visitante en su propio barrio, el del malevaje y los compadritos, el de Carriego, a quien también el Maestro conoció en su infancia y a quien supo loar motivado por la piedad y la admiración. A su lado, ya hastiada, incluso un poquito tal vez asustada por mi quietud - un avatar de no tan leve parecido había ocurrido unos años antes pero en el Dakota Building, y no él pero ella sí que lo recordaría -, la mujer del maestro ponía en marcha su oriental diplomacia.

- Joven... - arriesgó.

- Maestro - dije por fin - tengo que agradecerle una cosa. - Y entonces a mí, a quien él tenía delante, al anónimo a quien sin saberlo le había inculcado el amor por la literatura, como a tantos otros, el Maestro, el genio, el poeta argentino, me dirigió una mueca a todas luces interpretable como un "qué": - Maestro, tengo que agradecerle una cosa: usted me ha hecho conocer a Robert Louis Stevenson.

Ignoro por qué dije eso, pudiendo haber dicho tantas otras cosas. Me oí hablar a mí mismo, pero desde afuera, como si no se tratara de mi propia voz, como si no se tratara de mí; sólo sé que tenía que decir algo y fue eso. Un escalofrío recorrió el sendero que va desde mi nuca hasta los talones; sendero obviamente bifurcado. Es el escalofrío que ahora recuerdo como frío, supongo, o viento; el mismo que me imagino debe sentirse cuando por vez primera se pone un pie sobre la Capilla Sixtina, o el que se padece cuando una mujer nos dice te amo; el de cuando se traspasa el Arco del Triunfo o sólo por entre medio de una escalera abierta, el mismo que yo sentí cuando leí hace tantos años ese cuento, de pluma del Maestro, claro, sobre aquel sujeto inmortal: un escalofrío que es también un vago horror sagrado.

El Maestro, por suerte, sonrió. Yo también, y la señora a su derecha. En su mundo de sombras algo se estaría diciendo, porque movía los labios; ¿se habría disparado su mundo de citas literarias, algún recuerdo? ¿Tal vez repetía mis palabras para no olvidárselas? Porque el Maestro siempre fue un cultor de Stevenson. Yo, de hecho, no. Avanzó unos pasos, a la par de su mujer, lazarilla, secretaria, acompañante de viajes en globo y todo; dos pasos y se detuvo. Sacó del bolsillo de su mismísimo saco azul un papelito, muy amarillento, doblado en cuatro.

- Tome - me dijo. El maestro, el genio, aquel que jamás se rebajó a la lágrima ni al reproche, el  más citado y mentado, mayor exponente de las letras hispanoamericanas de todos los tiempos me dijo a mí, esa tarde, "tome", y me entregó un papelito. Y siguieron, ambos, su camino por Charcas hacia el lado de Coronel Díaz, con toda la corte de curiosos detrás.

        Lo vi alejarse, todavía atónito, creyendo que estaría soñando, hasta que no, pensé, no estoy soñando, porque en mi mano, que temblaba de emoción, sostenía aún el papel que el Viejo - cariñosa, admirativamente - me había dado. Coleridge había visitado el paraíso y le habían permitido traerse como souvenir una flor; yo, tal vez más modesto, sostenía en cambio un papel entregado por la mano misma del gran Maestro, a mí mismo y sin siquiera habérselo pedido. (Pensé entonces que no era para nada menos modesto que lo sucedido al inglés, sino al contrario.) No me atreví a abrirlo en la calle, miserable reducto urbano que podría contaminar con su smog a aquella invalorable hojita de papel con quién sabe qué mágicos arcanos dictados - y si hasta el Azar o los Dioses fuesen amables - redactados por puño y letra del Viejo Maestro. Lo metí entonces, como si se tratara de una piedra lunar, con la máxima delicadeza, en mi billetera por fin ahora con algo de valor. Tomé un taxi, algo casi tan inusual como el encuentro con el maestro; “rápido - dando la dirección -, trate de no agarrar semáforos”, y dejé mi mano sobre el bolsillo donde estaba la billetera, posición que por los ojos esquivos del taxista en el retrovisor, le harían pensar que huía de algún crimen, armado.

Llegué a mi casa. No medié palabra, fui directamente hacia la biblioteca y saqué de una brazada todo lo que había sobre cierto escritorio; había sólo a punto de caer, en la esquina superior derecha, la bufanda que ella estaba tejiendo. Levanté la mirada y, como no estaba cerca, también la terminé de tirar al suelo. Está pintando en el desván. Listo. Perfecto, saco la billetera, con cuidado, entonces no podía dejar de imaginar qué estaría por descubrir, tal vez se tratara de un poema inédito, tal vez los apuntes para el argumento de uno de sus cuentos, que él me obsequiaba porque sí, porque qué mayor cultor de Stevenson que el Maestro; ¿serían apuntes para un ensayo? Sea lo que fuere era antiguo, el papel amarillento se iba desplegando parsimoniosamente entre mis manos; era bastante más grande que una hoja de cuaderno ordinario. Un poema, eso sería, seguramente. Sólo dos veces padecí tal angustia y ansiedad en mi vida; una tenía que ver con ella, digamos con los dos; la otra era ahora. Soy ya uno de los treinta y seis lamed wufniks, pensaba, que dijo el Maestro, refiriendo la leyenda en uno de sus libros, sostienen al mundo; mi vida se justifica en este instante, en el hecho capital de mi vida: el Maestro me había elegido tal vez su discípulo, en ese acto, me entregaba su propio patrimonio literario, retazos inéditos de algunos de los misterios de su memoria, de alguna de sus agonías del anhelo. Al menos que haya un teléfono, al menos un dibujo de los suyos, de esos que ahora se ven a través de un vidrio y sólo en museos. Lo despliego completamente; lo sostengo verticalmente con mis dedos índices y mayor en cada uno de sus extremos superiores. Lo miro, con cuidado. Inspecciono. Entonces lo doy vuelta, al Redentor gracias que el papel tenga dos caras y no sea como aquel círculo euclidiano que sólo admite una y que el Maestro, también, había sabido volcar en espléndidos párrafos. Terminé la inspección, entonces me siento a contemplarlo, a dilucidar su contenido, bajo la sentida gravitación de los libros a mi alrededor. Recuerdo que recordé uno de los ensayos del erudito Maestro, soy un hombre de memoria fácil. “Juan el Irlandés - recordé, y a partir de entonces recité sólo para mí -, para definirlo, acude a la palabra nihilum, que es la nada.” Consulté la vasta obra del maestro, encontré el pasaje y en eso apareció ella, que me miraba desde la puerta, y me preguntaba sobre su tejido, la miré, leí el párrafo que buscaba, levanté la mirada hacia sus ojos y le dije “Dios es la nada primordial de la creatio ex nihilo, el abismo en que se engendran los arquetipos y luego los seres concretos.” Vos y tus libros, me dijo, y se fue a buscar la bufanda que no encontraría sino hasta media hora después. Sobre el escritorio, apacible, descansaba aquel amarillento papelucho equiparable con el océano, que es un almácigo de formas posibles. ¿Será que el maestro se había magnificado también hasta la nada? Será que quiso enseñarme algo, inspirarme, tal vez recordarme algo; será que se ofendió por lo que le dije o, sin vueltas, me pregunté, ¿se habrá tratado de una de sus célebres jodas?  Esa noche no pude dormir. Cuando ya estaba queriendo clarear, la desperté; tenía que consultarlo con alguien. Soñolienta, después de haber escuchado, después de haber disculpado la temporal desaparición de su bufanda contrahecha roja - tuve que confesar a cambio de su consejo, también artístico, aunque de otro rubro -, me dijo que ser una cosa es inexorablemente no ser las otras cosas, pero que nada; que imaginar que no ser es más que ser algo y de alguna manera ser todo era una confusión común. Y sobradora, dijo también: eso no lo inventó tu maestrito; pero, bueno, nada. Y me tiró su almohada en la cara, reivindicando los derechos de las tejedoras amateurs.

Después de desayunar fui a la biblioteca, ahí seguía el papel, mofándose intelectualmente el Maestro en algún lado. Supuse que nadie me creería que me lo había dado Él; tampoco tenía mucho sentido entonces enmarcarlo y colgarlo en la pared. Ni siquiera servía, me dijo ella, a quien en realidad jamás se lo mostré, como base donde mezclar sus pinturas porque era tan finito el papel y tan viejo, que se doblaba de nada. Desahuciado, quién les dice si agradecido, - y permítanme aquí como desahogo la ruptura isotópica -, resolví tirarlo por el inodoro, amarillo y absolutamente vacío, en blanco, como estaba el papel, con probidad, a la mierda.

 

® Nihilum (o Excelencias de la Nada) - Nicolás Alejandro Valdés Mavrakis, Bs As, Navidad de 2002

 

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