NIHILUM (o Excelencias de la Nada)
Guarda
escrituras tan arcaicas que ya están casi en blanco.
No hay
otros paraísos que los paraísos perdidos.
Quiero
beber su cristalino Olvido,
ser para
siempre; pero no haber sido.
Soy el que
es nadie, el que no fue una espada
en la
guerra. Soy eco, olvido, nada.
El 8 de
Octubre de 1982, por la tarde, más precisamente hacia las seis, caminaba sin
apuros, de hecho sin dirección, por la aligerada calle Charcas, que en la
actualidad ha sido rebautizada en bien de Latinoamérica como República
Dominicana. Esto sucedió, mi caminata, no el vericueto onomástico, la exacta
tarde en que terminaba de rendir rigurosos exámenes en la Facultad de Filosofía
y Letras. Lo mío es, ya verán, ya quisiera verlo, lo segundo. El sol caía en
contraste al apuro del tránsito y a la par del frío. Estoy seguro de que a
pesar del mes, en esa calle, en ese barrio, Palermo, que yo cruzaba, repito sin
dirección alguna, hacía frío. O viento. Entonces desde Salguero pude entrever cierto revuelo; la gente se detenía
en torno a otras dos personas a la distancia irreconocibles; a la distancia,
también, pero en otro ángulo, memorables: uno por mérito y genialidad
indiscutible, la otra, aunque sólo para la memoria de los biógrafos, por ser su
última mujer. Tratándose de años de beligerancia ya explícita y de una, creo,
menor violencia subterránea, supuse que se trataba de soldados vueltos de las
islas, o más bien por el cierto revuelo - aún no determinaba si era de repudio
o admiración - de algún jerarca militar y señora de camino a misa; creí también
que sería un robo; pensé también que se trataría de un jugador de fútbol, por
qué no. Lo que fuera era grave o famoso. Pues bien, quienes fueran aquellos dos avanzaban hacia mí y no apuré el paso
porque sin dudas me los cruzaría, con inocencia, sin delatar mi súbita vocación
de chusma (¿valerosa?). A los cincuenta metros, en Charcas, entre Vidt y
Salguero, los dos bultos semovientes se habían convertido en dos individuos
perfectamente individualizables, reconocibles: a la izquierda, de traje azul,
paso lento retardado por los curiosos que lo detenían casi hasta la grosería
para pedirle autógrafos, unas palabras, algún verso; algunas señoras bien
que le acercaban su chiquito - que no sabían de quién se trataba, por el gesto
inequívoco de pavor - para que estamparan en la mejilla del maestro su
reverencia, demás curiosos que sólo se acercaban porque el resto, entonces,
eran la corte del hombre, del Maestro de talento indiscutible, del genio, del
patrimonio cultural viviente que a tientas, bastón en mano, avanzaba,
sonriendo, consultando cada dos pasos a su lazarilla, el ahora inconfundible,
aclamado, reconocido y ponderado, máximo tahúr de las palabras, el fundador de
los más excelsos laberintos, bien clarito, era él, sí señor, el mismísimo
eterno candidato al Nobel de literatura, el mismo que ahora, a pesar de ser
admirado y reclamado por los lectores y gobiernos del mundo entero para
alabarlo y condecorarlo había quedado justo ante mí, hasta el punto de casi
chocarnos; él por ciego, yo por anonadado.
Quedamos
enfrentados: cara a cara, el maestro con su mueca de sonrisa irónica, sus
arqueadas cejas blancas, su mirada extraviada en ese lento atardecer que fue su
ceguera, y yo con mi solemne rictus de estupefacto. Ahí lo tenía, delante,
esperando el Maestro - aunque claro que no me veía - que me corriera de su
camino, de su laberinto, ya casi cercano a cerrar su círculo, mientras que la
mujer a su derecha, la última mujer, me miraba también extrañada, también
añadiendo su gesto, ambiguo, entre quien dice ah, jovencito, tú no sabes qué
hacer y quien dice también correte malandra. Ahí lo tenía al genio, al Maestro,
quien me inspiró a mí y a tantos otros a tomar el muy lucrativo camino de las
artes, de las letras, de la literatura. ¿Qué decir? Ahí estaba; esperando que
me corriera del camino o, quién sabe, resignado a oír otra pavada más como las
que lo venían asediando a medida que fatigaba las veredas de Su barrio. Pero,
¿qué decirle al Maestro? Yo, ante lo que sabía el hecho capital de mi vida,
ante el mismísimo escritor ciego de los mil y un tigres y puñales, para colmo
jugando de visitante en su propio barrio, el del malevaje y los compadritos, el
de Carriego, a quien también el Maestro conoció en su infancia y a quien supo
loar motivado por la piedad y la admiración. A su lado, ya hastiada, incluso un
poquito tal vez asustada por mi quietud - un avatar de no tan leve parecido
había ocurrido unos años antes pero en el Dakota Building, y no él pero ella sí
que lo recordaría -, la mujer del maestro ponía en marcha su oriental
diplomacia.
- Joven...
- arriesgó.
- Maestro
- dije por fin - tengo que agradecerle una cosa. - Y entonces a mí, a quien él
tenía delante, al anónimo a quien sin saberlo le había inculcado el amor por la
literatura, como a tantos otros, el Maestro, el genio, el poeta argentino, me
dirigió una mueca a todas luces interpretable como un "qué": -
Maestro, tengo que agradecerle una cosa: usted me ha hecho conocer a Robert
Louis Stevenson.
Ignoro por
qué dije eso, pudiendo haber dicho tantas otras cosas. Me oí hablar a mí mismo,
pero desde afuera, como si no se tratara de mi propia voz, como si no se
tratara de mí; sólo sé que tenía que decir algo y fue eso. Un escalofrío
recorrió el sendero que va desde mi nuca hasta los talones; sendero obviamente
bifurcado. Es el escalofrío que ahora recuerdo como frío, supongo, o viento; el
mismo que me imagino debe sentirse cuando por vez primera se pone un pie sobre
la Capilla Sixtina, o el que se padece cuando una mujer nos dice te amo; el de
cuando se traspasa el Arco del Triunfo o sólo por entre medio de una escalera
abierta, el mismo que yo sentí cuando leí hace tantos años ese cuento, de pluma
del Maestro, claro, sobre aquel sujeto inmortal: un escalofrío que es también
un vago horror sagrado.
El
Maestro, por suerte, sonrió. Yo también, y la señora a su derecha. En su mundo
de sombras algo se estaría diciendo, porque movía los labios; ¿se habría
disparado su mundo de citas literarias, algún recuerdo? ¿Tal vez repetía mis
palabras para no olvidárselas? Porque el Maestro siempre fue un cultor de
Stevenson. Yo, de hecho, no. Avanzó unos pasos, a la par de su mujer,
lazarilla, secretaria, acompañante de viajes en globo y todo; dos pasos y se
detuvo. Sacó del bolsillo de su mismísimo saco azul un papelito, muy
amarillento, doblado en cuatro.
- Tome -
me dijo. El maestro, el genio, aquel que jamás se rebajó a la lágrima ni al
reproche, el más citado y mentado,
mayor exponente de las letras hispanoamericanas de todos los tiempos me dijo a
mí, esa tarde, "tome", y me entregó un papelito. Y siguieron, ambos,
su camino por Charcas hacia el lado de Coronel Díaz, con toda la corte de
curiosos detrás.
Lo vi alejarse, todavía atónito,
creyendo que estaría soñando, hasta que no, pensé, no estoy soñando, porque en
mi mano, que temblaba de emoción, sostenía aún el papel que el Viejo -
cariñosa, admirativamente - me había dado. Coleridge había visitado el paraíso
y le habían permitido traerse como souvenir una flor; yo, tal vez más modesto,
sostenía en cambio un papel entregado por la mano misma del gran Maestro, a mí
mismo y sin siquiera habérselo pedido. (Pensé entonces que no era para nada
menos modesto que lo sucedido al inglés, sino al contrario.) No me atreví a
abrirlo en la calle, miserable reducto urbano que podría contaminar con su smog
a aquella invalorable hojita de papel con quién sabe qué mágicos arcanos
dictados - y si hasta el Azar o los Dioses fuesen amables - redactados por puño
y letra del Viejo Maestro. Lo metí entonces, como si se tratara de una piedra
lunar, con la máxima delicadeza, en mi billetera por fin ahora con algo de valor.
Tomé un taxi, algo casi tan inusual como el encuentro con el maestro; “rápido -
dando la dirección -, trate de no agarrar semáforos”, y dejé mi mano sobre el
bolsillo donde estaba la billetera, posición que por los ojos esquivos del
taxista en el retrovisor, le harían pensar que huía de algún crimen, armado.
Llegué a
mi casa. No medié palabra, fui
directamente hacia la biblioteca y saqué de una brazada todo lo que había sobre
cierto escritorio; había sólo a punto de caer, en la esquina superior derecha,
la bufanda que ella estaba tejiendo. Levanté la mirada y, como no estaba cerca,
también la terminé de tirar al suelo. Está pintando en el desván. Listo.
Perfecto, saco la billetera, con cuidado, entonces no podía dejar de imaginar
qué estaría por descubrir, tal vez se tratara de un poema inédito, tal vez los
apuntes para el argumento de uno de sus cuentos, que él me obsequiaba porque
sí, porque qué mayor cultor de Stevenson que el Maestro; ¿serían apuntes para
un ensayo? Sea lo que fuere era antiguo, el papel amarillento se iba
desplegando parsimoniosamente entre mis manos; era bastante más grande que una
hoja de cuaderno ordinario. Un poema, eso sería, seguramente. Sólo dos veces
padecí tal angustia y ansiedad en mi vida; una tenía que ver con ella, digamos
con los dos; la otra era ahora. Soy ya uno de los treinta y seis lamed
wufniks, pensaba, que dijo el Maestro, refiriendo la leyenda en uno de sus
libros, sostienen al mundo; mi vida se justifica en este instante, en el hecho
capital de mi vida: el Maestro me había elegido tal vez su discípulo, en ese
acto, me entregaba su propio patrimonio literario, retazos inéditos de algunos
de los misterios de su memoria, de alguna de sus agonías del anhelo. Al menos
que haya un teléfono, al menos un dibujo de los suyos, de esos que ahora se ven
a través de un vidrio y sólo en museos. Lo despliego completamente; lo sostengo
verticalmente con mis dedos índices y mayor en cada uno de sus extremos
superiores. Lo miro, con cuidado. Inspecciono. Entonces lo doy vuelta, al Redentor
gracias que el papel tenga dos caras y no sea como aquel círculo euclidiano que
sólo admite una y que el Maestro, también, había sabido volcar en espléndidos
párrafos. Terminé la inspección, entonces me siento a contemplarlo, a dilucidar
su contenido, bajo la sentida gravitación de los libros a mi alrededor.
Recuerdo que recordé uno de los ensayos del erudito Maestro, soy un hombre de
memoria fácil. “Juan el Irlandés - recordé, y a partir de entonces recité sólo
para mí -, para definirlo, acude a la palabra nihilum, que es la nada.”
Consulté la vasta obra del maestro, encontré el pasaje y en eso apareció ella,
que me miraba desde la puerta, y me preguntaba sobre su tejido, la miré, leí el
párrafo que buscaba, levanté la mirada hacia sus ojos y le dije “Dios es la
nada primordial de la creatio ex nihilo, el abismo en que se engendran
los arquetipos y luego los seres concretos.” Vos y tus libros, me dijo, y se
fue a buscar la bufanda que no encontraría sino hasta media hora después. Sobre
el escritorio, apacible, descansaba aquel amarillento papelucho equiparable con
el océano, que es un almácigo de formas posibles. ¿Será que el maestro se había
magnificado también hasta la nada? Será que quiso enseñarme algo, inspirarme,
tal vez recordarme algo; será que se ofendió por lo que le dije o, sin vueltas,
me pregunté, ¿se habrá tratado de una de sus célebres jodas? Esa noche no pude dormir. Cuando ya estaba
queriendo clarear, la desperté; tenía que consultarlo con alguien. Soñolienta,
después de haber escuchado, después de haber disculpado la temporal
desaparición de su bufanda contrahecha roja - tuve que confesar a cambio de su
consejo, también artístico, aunque de otro rubro -, me dijo que ser una cosa es
inexorablemente no ser las otras cosas, pero que nada; que imaginar que no ser
es más que ser algo y de alguna manera ser todo era una confusión común. Y
sobradora, dijo también: eso no lo inventó tu maestrito; pero, bueno, nada. Y
me tiró su almohada en la cara, reivindicando los derechos de las tejedoras amateurs.
Después de
desayunar fui a la biblioteca, ahí seguía el papel, mofándose intelectualmente
el Maestro en algún lado. Supuse que nadie me creería que me lo había dado Él;
tampoco tenía mucho sentido entonces enmarcarlo y colgarlo en la pared. Ni siquiera
servía, me dijo ella, a quien en realidad jamás se lo mostré, como base donde
mezclar sus pinturas porque era tan finito el papel y tan viejo, que se doblaba
de nada. Desahuciado, quién les dice si agradecido, - y permítanme aquí como
desahogo la ruptura isotópica -, resolví tirarlo por el inodoro, amarillo y
absolutamente vacío, en blanco, como estaba el papel, con probidad, a la
mierda.
® Nihilum
(o Excelencias de la Nada) - Nicolás Alejandro Valdés Mavrakis, Bs As,
Navidad de 2002