Revisó el tambor; lo hizo rodar.
Relampagueó brillos, reluciente.
Abrió el cajón del candado y colocó los
cinco plomos. Sobre el
tintero yacía en total abulia el sobre
lacrado. La muchacha de la
recepción no volvía hasta las cuatro.
Tres retratos enmarcados
al borde del escritorio, bajo la luz
tímida de la lámpara verde,
le demoraron la mirada. Con decoro o
indiferencia quiso ultimarse
en dos gestos contundentes: corregir la
flojera del nudo en la corbata
y abotonar el saco cruzado gris.
Mientras ejecutaba la venia, que era
el último adiós, (y el tiro certero del
final) uno de los teléfonos
sonó impaciente.
Absurdamente, levantó el tubo y, como
pudo, solicitó unos minutos.
Ridículamente, la voz del otro lado se
creyó contrariada y al rato
declamó que, a juzgar por el estruendo,
el teléfono se había caído.
Nicolás A. Valdés Mavrakis 2002 ®