Fragmentos de Nicanor Orowitz:

 

 

Episodio de real aproximación a la Dicha:

 

            A  Mercedes

 

Consumidos tras el feliz acto, ella se acomodó contra él como de costumbre dejándose reposar suavemente y acurrucaditos durante el lapso habitual, o siquiera poco más que lo habitual. El silencio se adueñó del momento, sólo hasta que asedió la Belleza. Cierto aire de goce triunfal flotaba sobre sus cuerpos; se habían amado con profusión y sin recato. La luz de la lámpara de papel había quedado encendida, la misma luz que ahora sobre su pelo brillante dejaba entrever un aura áurea a través y alrededor de sus cabellos. Él acariciaba y jugaba con esos arcos dorados que resplandecían como con luz propia de entre sus dedos. Cada reflejo tenía su breve y delicioso tono y en sucesión iban abarcando cada instante del magistral espectáculo. La piel, blanca y húmeda, en mágico contraste, enaltecía los brillos. Sintió una dicha, la Dicha, que pensó relegada por siempre a la melancolía y entonces asomaron insostenidas lágrimas de felicidad. Estas, pendiendo de los ojos como  gotas de rocío antes de caer desde un pétalo, hicieron brotar más hermosas variantes a ese calidoscopio maravilloso. Ella continuaba a merced de su silencio. Orowitz sintió, colmándose de un júbilo interior tan intenso y profundo, que la Gloria en la forma de una mujer hermosa por la que sentía amor como pocas veces en su vida, posaba a su lado. Oh, la gloire, la gloire... le murmuró entre lágrimas y volvió a buscar sus labios, otra vez.

 

 

Episodio en cuanto al humo sagrado trata:

 

El pesado humo del cigarro color mate recién encendido dibujaba en el aire del insinuante atardecer encerrado en esa habitación y coloreado por los matices otoñales que pasaban a través del ventanal, una serie harto particular de figuras definidamente erráticas, sobre el ambiente perentoriamente caótico, que se dejaba entrever por los ojos desenfocados de quien sostenía el puro mientras miraba la escena desde detrás de sus dedos firmes. Con sus codos sobre la mesa, contempló en ociosa pasividad la seguidilla de eventos. Cada cigarro, además de su gusto, de su forma y color, tiene su propio humo, un humo que con la ayuda de las tenues brisas de una ventana cercana o el movimiento de una brazada hacia el vacío del lugar donde se fume genera un efímero teatro de brumosas sombras chinescas humeantes y suspendidas en una atmósfera cerrada y a la vez acogedora  cuya turbidez crece con rapidez pero con  gentil gusto (con su gris estética y la sensación creciente de inminente revelación divina del sagrado humo), aquellas sombras flotan hacia la nada ascendente dispersándose irreparablemente, agregando cierta dilación al tiempo, ante los ojos no menos impávidos de quien con su sola exhalación es capaz de generar esa magia personal, solitaria, tibia y confortable. Placer lúdico de todo fumador.  Orowitz pensó en ese momento que mentir significaba negar la verdad a quienes tenían el derecho innegable a saber; ocultar la verdad a quienes la esperan con razones válidad de nosotros. ¿Le estaría permitido, entonces, mentir esta vez? ¿Era, entonces, verdaderamente lo mejor confesarlo todo, sin importar las consecuencias, por seguro execrables, que acarrearían la temida revelación?

 

 

Episodio en torno al héroe de anécdotas triviales:

 

A lo largo de una serie de viajes alrededor del mundo - guiado no por el mero turismo o espíritu viajero sino sólo por esa mezcla de obsecuencia mutua e interés planificado que se llama negocios – se había ido formando cierto espíritu crítico no ajeno del todo al snobismo, sobre las distintas sociedades y sobre todo en cuanto a las ciudades. Según una educación medianamente fructífera y aspiraciones carentes de toda inquietud metafísica más allá de su actividad – lucrativa, onerosa y pueril -, solía, si le preguntaban, afirmar con toda la autoridad y la suficiencia cosmopolita que le confería por dogma el kilometraje recorrido, que “el mejor termómetro para medir una ciudad está en sus taxis, en los choferes de taxi” . La afirmación, para Orowitz, que solía escuchar una y otra vez en cada oportunidad en la  que nuestro hombre de negocios volvía de alguno de sus viajes – de los que rescataba con más entusiasmo la añadidura de otra calcomanía alusiva a su valija que aquello que hubiera podido conocer y aprender del lugar visitado -  era ya sumamente tediosa y de una manera cíclica había intentado refutarla cada vez que el business-man la repetía: él enunciaba su teoría siempre de la misma manera y Orowitz siempre de alguna forma distinta la refutaba. Claro que no podía decirse que fuese un duelo jurado o siquiera un debate ni mucho menos digresiones intelectuales de carácter conjetural sobre el mundo y sus ciudades efectuadas con el omnipresente academicismo porteño de pulpería de barrio; en principio porque Orowitz percibía que su “oponente” desconocía el proceso de cíclicas refutaciones, las ignoraba –y en eso tal vez hubiera un mérito -  porque jamás las había notado, y en segundo lugar porque ni a uno ni al otro le interesaba ejercer su dominio sobre la opinión ajena. Por desidia o camaradería el asunto siempre volvía a surgir en alguna que otra reunión, se generaba una dual disidencia pacífica y ahí terminaba todo. Orowitz basaba su refutación según un principio humorístico diciendo siempre que “por razones diplomáticas de interés internacional he de oponerme a ese juicio tan parcial, ya que de ser cierta esa teoría ¿qué podría no decir de horrendo sobre nosotros cualquier sujeto foráneo que abordaba apenas llegado al país uno de nuestros taxis?”, y luego ponía en consideración general de la audiencia que no en todas las ciudades del mundo había taxis, lo que desautorizaba también a aquél supuesto “termómetro de la cosa urbana”. Claro que también Orowitz era propenso a juzgar siempre a su recurrente interlocutor como si este fuera del todo ingenuo y superficial, o tal vez a juzgar desde un punto de vista demasiado ingenuo y superficial todas aquellas opiniones que pudiera formular, sobre lo que fuere, su recurrente interlocutor. Más allá de este indefinido prejuicio, que podía notar no sin culpa, apreciaba y quería con sinceridad al  viejo amigo.

 

 

Episodio de cierto desvelo filosófico:

 

Orowitz oía con atención aquello que se decía en la clase. Claro que en realidad había tomado la determinación, justa según él, de medir las ideas y conceptos según una causa estilística, de acuerdo con las inquietudes y nociones que encierren y que pretendan siquiera implícitamente exponer; una manera estética y acaso hedónica. Escepticismo, le decían a aquél método.

Según Foucault había un gran Poder que controlaba al Saber y que distendido en las más difusas y sutiles formas terminaba por dominar profundamente la vida de todos los individuos. ¿Para qué, con qué finalidad? preguntó Orowitz. Intentaron explicarle que pretender encontrar una razón que apuntara al férreo orden social o a la explotación económica  era simplista y casi conspirador. ¿Entonces? repreguntó Orowitz con sincero ánimo de inquisidor bien intencionado. Luego de la sensata explicación que sin embargo negaba admitir un desconocimiento esencial de la respuesta (que, por qué no, tal vez no exista) Orowitz pensó que “eso” era la verdadera filosofía: la historia y desarrollo de interrogantes que no necesariamente tienen que tener una respuesta, envueltas en formas y mecanismos esencialmente contaminados de literatura, de falsedad. El señor Foucault hablaba de un inmenso Poder de origen tan general que terminaba por ser anónimo, no obedecía a razones políticas exactas ni tampoco económicas ni tenía otras justificaciones puntuales aparentes. Si no son de nadie son de todos, si no son de todos...entonces ¿de Quién o Qué? ¿Razones y orígenes tal vez místicos, sobrenaturales, sobrehumanos? Aunque el “¿cómo?” subordinó aquella mañana - ¿por qué? -  al “¿por qué?”, Orowitz terminó concluyendo que se trataría de razones en el mejor de los casos indescifrables. Encantador desvelo, una pregunta filosófica et tout le reste est littérature.

 

® Nicolás Alejandro Valdés Mavrakis. 2002

 

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