A mi amigo y
sponsor Pablo Scaglione,
doblegador
férreo de voluntades.
A Rubén, te
queremos pese a tu pésimo gusto
para la ropa o
no poder hablar como un homo sapiens.
La durmió de un cachote,
gargajeó de colmiyo,
se arregló la melena, y
pitándose un faso
salió de la atorrante pieza del
conventiyo...
Y silbando bajito rumbió pal
escolaso.
Amasijo Habitual, de La
Crencha Engrasada. Carlos de la Púa
Por supuesto, el autor es Carlos De La Púa, que se llamaba en realidad
Carlos Raúl Muñoz y Pérez, se hacia llamar Carlos Muñoz del Solar y lo
llamaban El Malevo Muñoz. Pertenece al único libro que escribió, "La
crencha engrasada", publicado en 1928. La traducción al castellano de
este poemita es: "La desmayo con una trompada, escupió por el
colmillo, se compuso la melena y, fumando un cigarrillo, salio de la
pieza pobre del inquilinato y, silbando quedo, se dirigió al garito".
José Gobello
Hoy a la mañana, cuando le dio el primer cachetazo del día,
le dijo es por si a la noche me olvido de pegarte. Después no reclamó, exigió
se le cebaran dos mates, porque esta es mi casa y si no fuera por mí, vos
asquerosa y tu hija (la hija de ambos) estarían en esa villa ´e cuarta de
adonde te saqué. Tiró el mate a la pileta, sacó la bombilla y la dejó al
costado de la canilla; el mármol enchastrado y verdoso, ahora, porque sacó la
bombilla de una manera tan violenta que salpicó yerba casi hasta la ventana de
la Bety que menos mal que duerme la, la gorda vieja esa, que si sale y me dice
algo le pego un bife a esa también.
Su mujer se pasa las manos por la cara, se saca - no se
seca, se saca - las lágrimas en parte de amargura y en parte producto del
cachetazo propiciado por su señor marido. El negro Oro canta que son las siete
de la mañana, desde la radio. ¿Mi plumero, dónde está? le pregunta a su mujer,
y la mujer sabe que el mecanismo es otro, no hay una pregunta porque él no
quiere que ella le diga dónde está ese plumerito tricolor para sacarle brillo a
la unidá, ahora antes de salir a yirar y al mediodía en la parada con los
muchachos y a la noche antes de llevárselo hecho una pinturita al patrón. No.
El quiere que ella busque “su” plumero, se lo encuentre, se lo traiga y se lo
entregue en mano como si se tratase del bastón presidencial. Y ojito con
hacerme gestito, eh, ojito porque te estampo otro cachetazo. ¿La otra imbécil
de tu hija no tiene escuela hoy? ¿Y por qué no se anda levantando? ¿No la
cuidás a tu hija vos? Despertala a la pendeja, andá, vos querés que mi hija no
tenga educación y termine como vos, eh, dice él. Es momento de decir que él se
llama Rubén - “el Rubén” para los amigos - y ella sólo se llama Mirta, Mirtita
la Mir que no tiene amigas - el Rubén no le deja - y que ahora se seca las
manos en su propio vestido, el que lleva puesto, claro, y se dirige a despertar
a la hija de ambos, cuya identidad preservaremos porque.
El Rubén se rasca con el índice un incisivo, despega un
pedacito de la yerba y escupe de nuevo a la pileta, encima del mate que la Mir
- a quien el Rubén llama “patrona” ante los amigos - acababa de enjuagar. “Y
esto me lo enjuagás de nuevo, eh” le grita desde la cocina a la patrona, quien
se encuentra en tratativas con su hija, y apaga la voz del negro Oro,
desenchufa la radio y se va.
Sabés qué pasa, pibe, es que a las minas hay que tenerlas
cortitas. Domarlas, entendés. Cuanto antes les mostrás quién manda, mejor. Si
no... dice el Rubén en el taxi, y son las siete de la mañana de un viernes y ya
el Rubén está despotricando desde su trono de cuerina, al volante del renault
doce, dando cátedra sobre la vida - hoy el tema a tratar será mujeres - a un
muchacho que vuelve de bailar y
balbucea que la novia lo dejó y dice de a ratos si me deja por Coronel Díaz está
bien.
- Yantendí, pibe, quedate tranquilo, qué tenés miedo de que
te afane.
- Está bien, flaco, es que.
- É así, negro, no me la discutás. Sentime una cosa; yo a las
minas las tengo recaladas, viste. Mirá que me casé y todo, la patrona es la
reina de la casa. Ella hace las compras con lo que le doy, viste, me plancha
las camisas, mirá, ni una arruga, mirá, mirá, ves. Ni una. Acá toda la guita
que hago se la doy a ella, eh. Me deslomo como un burro y eso que yo no soy
ningún negro de mierda, hablando de negros mierda mirá ese que va ahí, lo conozco,
al duna ese, es remisero ese. Yo tengo cuarenta y siete años, hace veintidós
que manejo y acá arriba vos te pensás que no pero se aprende mucho. ¿Sabés
cuántas pendejas me comí acá arriba? Yo me voy pal lado de Flores, viste,
adonde paran las putas, tipo cinco te vas por ahí, y siempre te suben pa
hacerse un bulo y si les decís te garpan con un favorcito.
- Canje...
- ¡É, claro, pibe! Un canje, yo las llevo en la unidad y ellas
me tiran de la palanca de los cambios, je, je. Porque la patrona es buena pero
está toda caída, pobrecita, yo la saqué de la villa, le enseñé lo que era el
jabón, roñosa, si era una negra de mierda. Y ahora é una reina. ¿Mirá, ves?, ni
una arruga tengo. Pasa de que vos a las minas las tenés que tener así, como
reinas, pero uno tiene que dejar claro que uno es el rey, eh. Si no te dejan
garpando como a vos. Si no, les das la mano y te toman el codo. No, pibe, no, a
la mujer hay que darle tré cosas, sentime: guita, mano y catrera. Guita pa que
te la administren, viste, unos gramos de acá, tres bolsitas de aquello, unos
cartones de vino; ellas saben administrar si les das la guita. Mano, también,
hay que darles mano, si es abierta mejor, el otro día la patrona me gastó de
más en el mercadito, hija de puta, me gastó como cinco pesos de más, y yo
pregunté por el barrio, viste. Y minga que había aumentado el jamón, nah, la
reventada se había comprado unos zapatos. Cómo la fajé, ahora que salga al
barrio y les muestre a todos el ojo en compota, robarme a mí. Si es una reina.
No es de malo, pibe, es de macho, sabés, acá las bolas no las tengo de adorno
ni me las cocino todo el día acá arriba para que esta me venga a chorear la
guita y se compre zapatos. ¿Quién se piensa que es? Por eso, hay que darles
mano: para que aprendan. Y catrera, ahí les das con todo.
- En Coronel Díaz está bien.
- Cómo no, patrón. Yastamos. - El muchacho paga, el Rubén le
dice que es el primer pasaje que tiene en el día y que entonces no tiene el
peso de vuelto; quedan en que se la debe para la próxima o que se lo cambia por
los consejos sobre mujeres.
- Y pibe - grita el Rubén durante el semáforo; todavía el otro
puede escucharlo -, ¡sentime una cosa, eh, pibe, che! Varón, si me hacés
caso, mirame, eh, che; sentime esto que te digo: si vos hacés la que yo te
digo, nunca más te deja una mina a vos.
La Mir, la patrona, en casa, despegando toda esa basura del
poco de mármol que hay en su cocina, del poco mármol que le tocó en esta vida,
si al fin y al cabo la vida es cuestión de mármol: nadie ignora que el nivel de
una casa se mide a partir del mármol que hay en su cocina. Es decir: a mayor
mármol, mayor estatus: mejor vida. Y acá el mármol es poquitísimo y hay que
limpiarlo pronto y empezar a picar cebolla porque hoy a la noche viene la madre
del Rubén a comer a casa. Hoy viene mi vieja, che, quiero que esté todo pipí
cucú, mirá que traigo el termómetro del auto y si no está todo a punto te
recago a patadas, me oís. Y no me mirés con esa cara, le decía el marido a su
señora, no me mirés así porque yo sé qué tenés: sos una envidiosa porque yo a
la vieja la tengo viviendo como a una reina porque me dio todo, reventada,
resentida sos, eso sos, como me dijo el Flavio, ésa es la palabra. Vos sos una
resentida porque a vos tu vieja no te dio nada en tu vida, que si no era por mí
vos no sabías qué gusto tenía la carne; te ibas a morir comiendo polenta en esa
villa de adonde te saqué.
Pica pica la cebolla, atormentada la patrona, intentando
prestarle atención a la Radio Diez y a esos ingeniosos chistazos que cuentan
ahí todo el santo día, cuestión de tratar de sacarse de la mente el sufrimiento
cotidiano, los esporádicos retorcijones que la atacan en el momento menos
oportuno y entonces tiene que largar todo lo que está haciendo para descubrir
que le sangra la nariz de nuevo, o que el moretón de la pierna está pasando de
verde oscuro a azulado, o al revés, o a veces varios golpes van evolucionando
de distintas maneras y la pobre infame, cuando se baña y se mira en el espejito
del baño, no se reconoce; ojalá me pudiese teñir las crenchas, piensa la
patrona, cuyo cuerpo está tan azotado y tan lleno de cicatrices, moretones y
hematomas que parece un árbol de navidad, de tantos colores. Casi se le paró el
corazón cuando alguien golpeó la puerta, no puede ser, no tengo la comida hecha
y la nena no viene hasta la noche. Esperando recibir un cachetazo por vaya a
saberse qué razón, abre la puerta:
- Querida - dice la Bety. - ¿Qué tal?
- Ay Bety amor de Dios pensé que era mi marido.
- Querida, tu marido, de eso te quería hablar. Tengo toda la ventanita
del baño llena de yerba.
- ¿Y?
- Y que fue el guarro de tu marido - decía la Bety, con esa
voz angelical. - Siempre me hace lo mismo. Así que si él está ocupado
emborrachándose por ahí, o yendo de putas por Flores, vení a limpiarme vos la
ventanita. Ahora, querida.
- ¿Adónde decís que está? ¡Repetímelo en la cara! ¡Él
está trabajando para traenos el pan a la casa, vieja sucia! ¿Dónde decís que
está? ¡Repetímelo en la cara, basura, si te animás!
Y con su voz angelical, Bety hacía una pausa y decía, incólume:
- Con las rameritas de Flores, está. Si más de una trabaja
para mí y me cuenta. O chupando.
- ¡Loca estás, vos, puta de mierda! - histérica, la Mirtita. Y
dio un portazo, tan fuerte que la estampita de Gilda insertada en el pliegue
que había entre la madera de la puerta y la mirilla se cayó al piso.
Entonces la patrona se agacha, menos mal que la estampita no
fue a parar debajo de la heladera; la recoge, mira lo ojos de la santita Gilda,
suspira, ¿qué había sido de aquel Rubén que ella había conocido hacía
veintidós años? Si todavía parecía ayer cuando Mirta salía a caminar las tardes
de viernes por plaza Once, después de trabajar toda la semana en la panadería,
caminaba por la plaza y le tiraba pancito a las palomas, con su sobrinito, el hijo
de su hermana la Marisa que cuántos años tendrá ya, se preguntaba la patrona. Y
el laberinto de su memoria se escabullía del Presente, de las vociferaciones de
la radio y del olor a cebolla: recordaba. Ella con su pelo largo, negro,
cayéndole sobre el saquito rosado; zapatillas blancas y su jean celeste. Ella
charlando con la Marisa mientras el nene correteaba a las palomas que
intentaban llevarse el pan que les tiraban; ella diciéndole a la Marisa que le
estaba por salir un trabajo de mucama por Barrio Norte, cama adentro y todo, le
iban a pagar mucho más que en la panadería, que tendría que dejar, y qué
lástima si el señor de la panadería la había ayudado tanto, le dejaba llevarse
lo que sobrara del día, a ella, al barrio donde vivía con los padres y cinco hermanitos,
tan amable el señor de la panadería que solamente le cobraba algún toqueteo
rapaz a escondidas de su esposa, pero que en definitiva a la Mirtita no le
importaban. “Esa villa”, retumbaba el grito del Rubén, intempestivamente. Pero
la patrona no se rendía, se esforzaba por recordar y recordaba: el nene de la
Marisa que patea la pelota que le da en la exacta nuca a un muchachote morocho,
robusto pero no gordo, de camisa blanca con flores verdes y zapatillas blancas
también, un pantalón de vestir negro recién planchado, que intentaba comer un
pancho en el instante justo en el que una pelota de trapo le pegó en la nuca.
Paradójicamente, como un atisbo del porvenir, el morocho se dio vuelta con el
puño en alto, tan sólo para encontrarse ante la flaquita del saco rosado que le
pedía disculpas, fue el nene, que está jugando.
- A pero si es tu hijo lo perdono, je, je - decía el morocho
de camisa blanca y flores verdes.
- No es mi hijo, es mi sobrino - respondía la joven patrona de
pelo largo, negro, tan negro. Y sonreía.
- ¡Qué linda tía que tenés, nene! - decía el morocho. - Yo me
llamo Rubén, ¿y vos?
- Mirtita - el sobrinito, tan tierno.
- Y decime, Mirtita, ¿no te querés venir a bailar al
Tropitango Bailable esta noche?
Relación advenediza que empezara con un golpe liviano y de
trapo, y que con el tiempo se harían cada vez más sólidos y concretos. Fueron a
la milonga en el Tropitango Bailable, esa noche. Arrimaron pero no pasó nada.
Al día siguiente, cuando Mirtita salía de la panadería con su bolsa para repartir,
no pudo creer lo que veía: su morocho tocándole bocina desde un torino,
propiedad de un primo compinche de la época, quien le había prestado la máquina
porque, según sus exactas palabras, “con ese fierro la matás, Rubén, vas a ver
cómo entrega”. ¿La llevo, reina?, dijo el Rubén. Y qué emoción era poder jugar
a sentirse una reina en serio; hasta la Marisa le envidiaba al morocho ese,
actualmente desempleado pero que pronto, decía él, iba a conseguir algo. “Una
mina de oro, va a ser. Paso al frente; vos me traés suerte, corazón”, le decía
el Rubén. Súbase que la primera es gratis. Ay cuando le cuente a la Marisa,
susurró Mirtita mientras se subía al auto, tan, tan alegre. Después de que ella
llevara el preciado contenido a casa, donde hasta les pudo presentar el firme
candidato a los padres, salieron a pasear; en ese mismo torino, estacionado
discretamente en el pasaje Yapeyú, donde no había luces, es que fue engendrada
la hija. ¿Y la primera vez que me llevó a cenar?, pensaba la patrona. A las
diez semanas de aquel pelotazo de trapo, ella le comunicó la buena nueva:
alguien llamó a la cigüeña, Rubén. Eso sí, nos tenemos que casar, le pidió.
- Pero qué tenés en la cabeza, ¿mierda? Te hacés un aborto.
Mirtita lo miraba con los ojos muy abiertos. Su sonrisa se
desdibujó. Es hasta el día de hoy que no pudo volver a sonreír.
- Pero Rubén...
- Rubén nada. ¿No tenés plata, reventada? ¿Ese viejo de
mierda de la panadería cuánto te paga? Es de él y me lo querés encajar a mí,
eso pasa. Vas y te hacés el aborto. El Flavio que es médico te lo hace. Mirá si
una negra de mierda como vos me va a venir a joder. Pss, a mí.
Ella agachaba la cabeza, cruzaba los dedos sobre su vientre.
Repetía es tuyo, es tuyo. Lloraba.
- A mí no se me llora, mierda. - Entonces el Rubén alza la mano,
extiende los dedos, le acaricia la cara a la mujer a su lado.
- ¡No me toqués! - Mirtita. Y la caricia se convierte en un
súbito apretón en el cuello.
- ¡Ay! ¡Ay! - llora la patrona. ¡Puta de mierda!, le grita
el Rubén. Y le pega un cachetazo, le golpea la cabeza contra el vidrio del
torino, la sacude violentamente a la mujer. - ¡A mí no se me llora, carajo! ,
¿sabés qué?, yo a tu hijo te lo dejo tener, me oís, pero en cuanto agarro un
laburo a mí no me ves más, reventada. No llorés que tengo hambre. Bah, bah, no
me llore más y la llevo a comer. Pedite lo que quieras, reinaza. Comé de lo
lindo, ahora que vamo´a ser tres.
Las lágrimas caían de los ojos de la Mirtita veintidós años
después, en una cocinita de cierto barrio porteño, mientras que sola, en la
cocina, con la Radio Diez como lúgubre sonido de fondo recordaba la última vez
que había salido a comer con su marido; de eso hacía casi dos décadas. El Rubén
ya cambiado, gordo y no robusto, enojado, siempre enojado, que la llevaba a
comer a una pizzería por Almagro porque se habían peleado de nuevo y ésta era
la reconciliación (en realidad la pelea no había sido tal, porque la Mirtita se
desmayó apenas él le asentó un cross de derecha en la sien que la desmayó al
instante, primera vez que él le pegaba así), sentados en la mesa él le decía
que mirara primero la columnita de los precios y después la de los platos,
porque si te tengo que mantener a vos, con lo que gano en el tacho - ésa era la
“mina de oro” - me fundís, gorda. Y para peor el mozo podía oír perfectamente
todo lo que pasaba, hasta se diría que lo comprendía, y en cuanto el Rubén se
levantó para ir al baño y Mirtita miraba hacia la nada, en absoluta desolación
y tristeza, a través de la ventana, con esos ojos negros vidriosos y la muy visible
cicatriz en la sien, el mozo se le acercó a consolarla, a preguntarle si no
necesitaba algo, e insistió el
muchacho hasta que por detrás el Rubén le dio un golpe fulminante en la espalda
que lo tiró contra la mesa, gran escándalo, héroe circunstancial que dejó parte
de su bravura y dientes sobre la mesa y todo el cuerpo en el hospital, durante
tres días, y para nada. Quemado, pobre muchacho, qué es ese olor a quemado, ese
olor, algo se quema, ¿qué se quema? ¡ay la cebolla! ¡todo, la carne! ¡se quema
todo ay por Dios me va a matar! ¡La vieja que viene a comer y todo
quemado!
Pasa de que la mujer no se le puede conceder el placer de
elegir por voluntad propia a su macho, eh, a la mujer sólo hay que darle el
placer de que se sienta disputada, decía el Rubén en la parada de excelencia de
todos los mediodías, Punto & Banca, sitio de encuentro y reunión para todos
los remiseros y tacheros de la zona - colectiveros abstenerse -, parador, club
social y palacio para los distintos colegas del rubro, que entre empanada de
atún y cartón de vino a compartir intercambiaban sus enunciados y dialécticas.
Porque siempre ocurre así: cuando no se sabe qué diablos es una cosa, se dice
que es dialéctica y listo. Pues bien, entonces en este no Jockey Club pero sí
Muzzarella Club, el Flavio, que había hecho hasta primer año de medicina decía:
- Oiganlón al Rubén que es un varón argentino, sabe tratar al
hembraje. Che, Rubén, ¿pero vos no estás casado con un trava?
Y entonces se sucedía una risa general, pero también un
desafío:
- Prefiero que me rompan el culo y no las pelotas - decía uno
al que le llamaban el Cabo y que era remisero. - Por eso yo no me quiero casar
nunca.
- Te cabalgás al trava en la catrera y después hasta te podés
recostar tranquilo y charlar de fútbol - dijo el Pablo, desde un rincón, tras
una larga meditación.
Estallaban más risas. El Rubén sin embargo rumiaba algo para
contestar, y no le venía.
- Muchachos - dijo entonces el Ale, o sea, Alejandro, que
además de manejar una unidá con aire acondicionado era mecánico y cantor de
tangos -, muchachos, las mujeres son como un atrio. Uno tiene que leer la
partitura en ese atrio y entonces le sacamos la más maravillosa música.
¿Tienden? Nosotros somos la orquesta y ellas la partitura: y les sacamos
música.
- Vos Flavio querido no sabés un comino de mujeres. Ayer
dijiste de que eran todas rosas pero bien que siempre andás con la mano llena
de espinas... - el Rubén, triunfal.
Y la barra atendía al desafío particular entre los dos
caballeros, el Rubén y el Flavio; inútil fue que el Cabo, el Ale, Pablo y
cuatro parroquianos más intentasen detener los puños del Rubén, que enojadísimo
con el Flavio no dejaba de putear y tirar golpes al aire, solamente porque el
otro le contestó, después de pasarse un escarbadientes por los dientes y por
debajo de las uñas, mientras oía a su colega, muy solemne, que “de Flores lo
único que vos conocés son a las bolitas que te movés arriba del auto, pajarón,
tienen la edad de tu nena”.
Y ahora qué hago, dice aterrada la patrona, en voz alta,
gritando, temblando, y extiende los brazos para abrir la ventanita y airear la
cocina llena de ese humo pesado y el olor a quemado que invade en segundos a
todo el monoambiente; a la vez el Rubén hace las paces en Punto & Banca con
su amigo de toda la vida, con el colega Flavio, el que le consiguió por lo
menos este laburo con el patrón del taxi, hace veintidós años. Mañana nos
vemos, muchachos, y la barra contesta en coro que sí, “ta´ luego”, y comienzan
a dispersarse, cada uno en sus tareas, pagar y seguir yirando, fiame las
empanadas que hoy no hice un mango, dice el Ale, mientras el Cabo anda buscando
las llaves del duna para salir también, pero a la base porque empieza a llover.
La patrona extiende sus bracitos para abrir la ventana y la Bety que es vieja
pero no sorda oye y grita, con esa voz angelical, no me tires más yerba porque
te voy a empezar a cobrar lo que le hacés a mis chicas, Rubén. Extiende sus
bracitos la patrona y se ve las marcas en el brazo, los magullones, se imagina
al Rubén entrando ahora a la casa, viendo el desastre, la comida quemada, me
mata, me mata, piensa, y extiende los bracitos para por fin abrir bien esa
ventana y le duele el dedo meñique por la fisura de la semana pasada, cuando él
la tiró contra la mesa y ella cayó mal y, por suerte, piensa la patrona
mientras se mira el dedo, me lo fisuré y nada más. Todo porque él entró y
encontró la radio enchufada, acá en mi casa mi radio la escucho yo, me oís,
basura de quinta, usted me cocina y me plancha y nada más, le dijo el Rubén apenas
entró, y qué te pensás que soy, ¿un boludo? ¿que tu hija tenía que hacer una
tarea y por eso la radio?, increpaba el Rubén; ahora vas a tener tarea,
inútil.
Rubén sale de Punto & Banca y la reputa madre llueve,
todo empañado y para qué carajo le habré pasado el plumero si ahora se me llena
de mugre de nuevo; se sube a la unidá, arranca unas páginas del Crónica y las
frota contra el vidrio, a ver si al menos así lo desempaño y no gasto más
genecé, carajo, casi las cinco y se lo tengo que devolver al patrón hecho una
pinturita. Entonces comienza la marcha por Medrano, “tengo que ir a buscar a la
viejita”.
Se
lamenta, la patrona, temblando, absorta en su propio miedo; llora porque sabe
que el Rubén no le dejó un peso y ahora no puede salir a comprar de nuevo todo
lo que se quemó, y qué olor, él ya debe estar por llegar, qué tendrá el olor
que no se va, si la ventana ya está abierta, ¿me oís, me oís, borracho? grita
la Bety, y se escucha y Mirtita se arrepiente de haberle contestado porque
quién sino la Bety podría ahora prestarle algo para ir al mercadito y tener la
comida lista, antes de que llegue el Rubén con la madre. Se deja caer en una
silla, agotada, temblando, sudando, y está temblando mucho, no puede
controlarse, y cuando oye que alguien toca el botón del ascensor,
inmediatamente se resigna y suplica misericordia, sus piernas enseguida padecen
un escalofrío helado, se aflojan; che esa es la radio de casa, dice el Rubén,
me parece que oigo la radio de mi casa y la puta que lo parió mil veces le tengo
dicho que en mi casa... La patrona, Mirta, Mirtita, la Mir respira angustiada,
junta las manos, siente un profundo ahogo y cómo duele ese meñique - qué es esa
baranda, dice el Rubén, cerrando la puerta tijera del ascensor -, otra vez le
sangra la nariz, agacha la cabeza y llora y tiembla, y ese olor que no se va
aunque la ventana esté tan abierta. La patrona oye los pasos que se acercan a
la puerta, dos personas, esa voz grave, blasfematoria. Aguantame acá afuera
viejita que esto no me gusta nada, dice el Rubén, se desabrocha los botones de
la camisa, se arremanga, tira el plumerito tricolor violentamente contra el
piso y entra. Antes del primer impacto contundente del puño cerrado de su
marido contra la superficie blanca y marcada de su cara, la esposa abrió los
ojos. Estaba en posición horizontal; sentía las piernas, los pies fríos: la
sábana no llegaba a cubrirlos. Seis cuarenta y cinco de la mañana, decía el
negro Oro desde la radio. Se levantó enseguida, se puso el vestido y fue a la
cocina. Su esposo, ya vestido, la esperaba en ese mismo sitio. Le dio el primer
cachetazo del día y le dijo es por si a la noche me olvido de pegarte. Después
no reclamó, exigió se le cebaran dos mates, porque esta es mi casa y si no
fuera por mí, vos asquerosa y tu hija (la hija de ambos) estarían en esa villa
´e cuarta de adonde te saqué. Tiró el mate a la pileta, sacó la bombilla y la
dejó al costado de la canilla; el mármol enchastrado y verdoso, ahora, porque
sacó la bombilla de una manera tan violenta que salpicó yerba casi hasta la
ventana de la Bety que menos mal que duerme la, la gorda vieja esa, que si sale
y me dice algo le pego un bife a esa también.
® Nicolás A. Valdés Mavrakis. Enero 2003 – Registrado bajo leyes 23.283 /23.412 R.A.