Manual de Domesticación de la Mujer

 

A mi amigo y sponsor Pablo Scaglione,

doblegador férreo de voluntades.

A Rubén, te queremos pese a tu pésimo gusto

para la ropa o no poder hablar como un homo sapiens.

 

 

La durmió de un cachote, gargajeó de colmiyo,

se arregló la melena, y pitándose un faso

salió de la atorrante pieza del conventiyo...

Y silbando bajito rumbió pal escolaso.

Amasijo Habitual, de La Crencha Engrasada. Carlos de la Púa

 

 

Por supuesto, el autor es Carlos De La Púa, que se llamaba en realidad
Carlos Raúl Muñoz y Pérez, se hacia llamar Carlos Muñoz del Solar y lo
llamaban El Malevo Muñoz. Pertenece al único libro que escribió, "La
crencha engrasada", publicado en 1928. La traducción al castellano de
este poemita es: "La desmayo con una trompada, escupió por el
colmillo, se compuso la melena y, fumando un cigarrillo, salio de la
pieza pobre del inquilinato y, silbando quedo, se dirigió al garito".

José Gobello

 

 

Hoy a la mañana, cuando le dio el primer cachetazo del día, le dijo es por si a la noche me olvido de pegarte. Después no reclamó, exigió se le cebaran dos mates, porque esta es mi casa y si no fuera por mí, vos asquerosa y tu hija (la hija de ambos) estarían en esa villa ´e cuarta de adonde te saqué. Tiró el mate a la pileta, sacó la bombilla y la dejó al costado de la canilla; el mármol enchastrado y verdoso, ahora, porque sacó la bombilla de una manera tan violenta que salpicó yerba casi hasta la ventana de la Bety que menos mal que duerme la, la gorda vieja esa, que si sale y me dice algo le pego un bife a esa también.

Su mujer se pasa las manos por la cara, se saca - no se seca, se saca - las lágrimas en parte de amargura y en parte producto del cachetazo propiciado por su señor marido. El negro Oro canta que son las siete de la mañana, desde la radio. ¿Mi plumero, dónde está? le pregunta a su mujer, y la mujer sabe que el mecanismo es otro, no hay una pregunta porque él no quiere que ella le diga dónde está ese plumerito tricolor para sacarle brillo a la unidá, ahora antes de salir a yirar y al mediodía en la parada con los muchachos y a la noche antes de llevárselo hecho una pinturita al patrón. No. El quiere que ella busque “su” plumero, se lo encuentre, se lo traiga y se lo entregue en mano como si se tratase del bastón presidencial. Y ojito con hacerme gestito, eh, ojito porque te estampo otro cachetazo. ¿La otra imbécil de tu hija no tiene escuela hoy? ¿Y por qué no se anda levantando? ¿No la cuidás a tu hija vos? Despertala a la pendeja, andá, vos querés que mi hija no tenga educación y termine como vos, eh, dice él. Es momento de decir que él se llama Rubén - “el Rubén” para los amigos - y ella sólo se llama Mirta, Mirtita la Mir que no tiene amigas - el Rubén no le deja - y que ahora se seca las manos en su propio vestido, el que lleva puesto, claro, y se dirige a despertar a la hija de ambos, cuya identidad preservaremos porque.

El Rubén se rasca con el índice un incisivo, despega un pedacito de la yerba y escupe de nuevo a la pileta, encima del mate que la Mir - a quien el Rubén llama “patrona” ante los amigos - acababa de enjuagar. “Y esto me lo enjuagás de nuevo, eh” le grita desde la cocina a la patrona, quien se encuentra en tratativas con su hija, y apaga la voz del negro Oro, desenchufa la radio y se va.

 

Sabés qué pasa, pibe, es que a las minas hay que tenerlas cortitas. Domarlas, entendés. Cuanto antes les mostrás quién manda, mejor. Si no... dice el Rubén en el taxi, y son las siete de la mañana de un viernes y ya el Rubén está despotricando desde su trono de cuerina, al volante del renault doce, dando cátedra sobre la vida - hoy el tema a tratar será mujeres - a un muchacho que vuelve de bailar  y balbucea que la novia lo dejó y dice de a ratos si me deja por Coronel Díaz está bien.

- Yantendí, pibe, quedate tranquilo, qué tenés miedo de que te afane.

- Está bien, flaco, es que.

- É así, negro, no me la discutás. Sentime una cosa; yo a las minas las tengo recaladas, viste. Mirá que me casé y todo, la patrona es la reina de la casa. Ella hace las compras con lo que le doy, viste, me plancha las camisas, mirá, ni una arruga, mirá, mirá, ves. Ni una. Acá toda la guita que hago se la doy a ella, eh. Me deslomo como un burro y eso que yo no soy ningún negro de mierda, hablando de negros mierda mirá ese que va ahí, lo conozco, al duna ese, es remisero ese. Yo tengo cuarenta y siete años, hace veintidós que manejo y acá arriba vos te pensás que no pero se aprende mucho. ¿Sabés cuántas pendejas me comí acá arriba? Yo me voy pal lado de Flores, viste, adonde paran las putas, tipo cinco te vas por ahí, y siempre te suben pa hacerse un bulo y si les decís te garpan con un favorcito.

- Canje...

- ¡É, claro, pibe! Un canje, yo las llevo en la unidad y ellas me tiran de la palanca de los cambios, je, je. Porque la patrona es buena pero está toda caída, pobrecita, yo la saqué de la villa, le enseñé lo que era el jabón, roñosa, si era una negra de mierda. Y ahora é una reina. ¿Mirá, ves?, ni una arruga tengo. Pasa de que vos a las minas las tenés que tener así, como reinas, pero uno tiene que dejar claro que uno es el rey, eh. Si no te dejan garpando como a vos. Si no, les das la mano y te toman el codo. No, pibe, no, a la mujer hay que darle tré cosas, sentime: guita, mano y catrera. Guita pa que te la administren, viste, unos gramos de acá, tres bolsitas de aquello, unos cartones de vino; ellas saben administrar si les das la guita. Mano, también, hay que darles mano, si es abierta mejor, el otro día la patrona me gastó de más en el mercadito, hija de puta, me gastó como cinco pesos de más, y yo pregunté por el barrio, viste. Y minga que había aumentado el jamón, nah, la reventada se había comprado unos zapatos. Cómo la fajé, ahora que salga al barrio y les muestre a todos el ojo en compota, robarme a mí. Si es una reina. No es de malo, pibe, es de macho, sabés, acá las bolas no las tengo de adorno ni me las cocino todo el día acá arriba para que esta me venga a chorear la guita y se compre zapatos. ¿Quién se piensa que es? Por eso, hay que darles mano: para que aprendan. Y catrera, ahí les das con todo.

- En Coronel Díaz está bien.

- Cómo no, patrón. Yastamos. - El muchacho paga, el Rubén le dice que es el primer pasaje que tiene en el día y que entonces no tiene el peso de vuelto; quedan en que se la debe para la próxima o que se lo cambia por los consejos sobre mujeres.

- Y pibe - grita el Rubén durante el semáforo; todavía el otro puede escucharlo -, ¡sentime una cosa, eh, pibe, che! Varón, si me hacés caso, mirame, eh, che; sentime esto que te digo: si vos hacés la que yo te digo, nunca más te deja una mina a vos.

 

La Mir, la patrona, en casa, despegando toda esa basura del poco de mármol que hay en su cocina, del poco mármol que le tocó en esta vida, si al fin y al cabo la vida es cuestión de mármol: nadie ignora que el nivel de una casa se mide a partir del mármol que hay en su cocina. Es decir: a mayor mármol, mayor estatus: mejor vida. Y acá el mármol es poquitísimo y hay que limpiarlo pronto y empezar a picar cebolla porque hoy a la noche viene la madre del Rubén a comer a casa. Hoy viene mi vieja, che, quiero que esté todo pipí cucú, mirá que traigo el termómetro del auto y si no está todo a punto te recago a patadas, me oís. Y no me mirés con esa cara, le decía el marido a su señora, no me mirés así porque yo sé qué tenés: sos una envidiosa porque yo a la vieja la tengo viviendo como a una reina porque me dio todo, reventada, resentida sos, eso sos, como me dijo el Flavio, ésa es la palabra. Vos sos una resentida porque a vos tu vieja no te dio nada en tu vida, que si no era por mí vos no sabías qué gusto tenía la carne; te ibas a morir comiendo polenta en esa villa de adonde te saqué.

Pica pica la cebolla, atormentada la patrona, intentando prestarle atención a la Radio Diez y a esos ingeniosos chistazos que cuentan ahí todo el santo día, cuestión de tratar de sacarse de la mente el sufrimiento cotidiano, los esporádicos retorcijones que la atacan en el momento menos oportuno y entonces tiene que largar todo lo que está haciendo para descubrir que le sangra la nariz de nuevo, o que el moretón de la pierna está pasando de verde oscuro a azulado, o al revés, o a veces varios golpes van evolucionando de distintas maneras y la pobre infame, cuando se baña y se mira en el espejito del baño, no se reconoce; ojalá me pudiese teñir las crenchas, piensa la patrona, cuyo cuerpo está tan azotado y tan lleno de cicatrices, moretones y hematomas que parece un árbol de navidad, de tantos colores. Casi se le paró el corazón cuando alguien golpeó la puerta, no puede ser, no tengo la comida hecha y la nena no viene hasta la noche. Esperando recibir un cachetazo por vaya a saberse qué razón, abre la puerta:

- Querida - dice la Bety. - ¿Qué tal?

- Ay Bety amor de Dios pensé que era mi marido.

- Querida, tu marido, de eso te quería hablar. Tengo toda la ventanita del baño llena de yerba.

- ¿Y?

- Y que fue el guarro de tu marido - decía la Bety, con esa voz angelical. - Siempre me hace lo mismo. Así que si él está ocupado emborrachándose por ahí, o yendo de putas por Flores, vení a limpiarme vos la ventanita. Ahora, querida.

- ¿Adónde decís que está? ¡Repetímelo en la cara! ¡Él está trabajando para traenos el pan a la casa, vieja sucia! ¿Dónde decís que está? ¡Repetímelo en la cara, basura, si te animás!

Y con su voz angelical, Bety hacía una pausa y decía, incólume:

- Con las rameritas de Flores, está. Si más de una trabaja para mí y me cuenta. O chupando.

- ¡Loca estás, vos, puta de mierda! - histérica, la Mirtita. Y dio un portazo, tan fuerte que la estampita de Gilda insertada en el pliegue que había entre la madera de la puerta y la mirilla se cayó al piso.

 

Entonces la patrona se agacha, menos mal que la estampita no fue a parar debajo de la heladera; la recoge, mira lo ojos de la santita Gilda, suspira, ¿qué había sido de aquel Rubén que ella había conocido hacía veintidós años? Si todavía parecía ayer cuando Mirta salía a caminar las tardes de viernes por plaza Once, después de trabajar toda la semana en la panadería, caminaba por la plaza y le tiraba pancito a las palomas, con su sobrinito, el hijo de su hermana la Marisa que cuántos años tendrá ya, se preguntaba la patrona. Y el laberinto de su memoria se escabullía del Presente, de las vociferaciones de la radio y del olor a cebolla: recordaba. Ella con su pelo largo, negro, cayéndole sobre el saquito rosado; zapatillas blancas y su jean celeste. Ella charlando con la Marisa mientras el nene correteaba a las palomas que intentaban llevarse el pan que les tiraban; ella diciéndole a la Marisa que le estaba por salir un trabajo de mucama por Barrio Norte, cama adentro y todo, le iban a pagar mucho más que en la panadería, que tendría que dejar, y qué lástima si el señor de la panadería la había ayudado tanto, le dejaba llevarse lo que sobrara del día, a ella, al barrio donde vivía con los padres y cinco hermanitos, tan amable el señor de la panadería que solamente le cobraba algún toqueteo rapaz a escondidas de su esposa, pero que en definitiva a la Mirtita no le importaban. “Esa villa”, retumbaba el grito del Rubén, intempestivamente. Pero la patrona no se rendía, se esforzaba por recordar y recordaba: el nene de la Marisa que patea la pelota que le da en la exacta nuca a un muchachote morocho, robusto pero no gordo, de camisa blanca con flores verdes y zapatillas blancas también, un pantalón de vestir negro recién planchado, que intentaba comer un pancho en el instante justo en el que una pelota de trapo le pegó en la nuca. Paradójicamente, como un atisbo del porvenir, el morocho se dio vuelta con el puño en alto, tan sólo para encontrarse ante la flaquita del saco rosado que le pedía disculpas, fue el nene, que está jugando.

- A pero si es tu hijo lo perdono, je, je - decía el morocho de camisa blanca y flores verdes.

- No es mi hijo, es mi sobrino - respondía la joven patrona de pelo largo, negro, tan negro. Y sonreía.

- ¡Qué linda tía que tenés, nene! - decía el morocho. - Yo me llamo Rubén, ¿y vos?

- Mirtita - el sobrinito, tan tierno.

- Y decime, Mirtita, ¿no te querés venir a bailar al Tropitango Bailable esta noche?

 

Relación advenediza que empezara con un golpe liviano y de trapo, y que con el tiempo se harían cada vez más sólidos y concretos. Fueron a la milonga en el Tropitango Bailable, esa noche. Arrimaron pero no pasó nada. Al día siguiente, cuando Mirtita salía de la panadería con su bolsa para repartir, no pudo creer lo que veía: su morocho tocándole bocina desde un torino, propiedad de un primo compinche de la época, quien le había prestado la máquina porque, según sus exactas palabras, “con ese fierro la matás, Rubén, vas a ver cómo entrega”. ¿La llevo, reina?, dijo el Rubén. Y qué emoción era poder jugar a sentirse una reina en serio; hasta la Marisa le envidiaba al morocho ese, actualmente desempleado pero que pronto, decía él, iba a conseguir algo. “Una mina de oro, va a ser. Paso al frente; vos me traés suerte, corazón”, le decía el Rubén. Súbase que la primera es gratis. Ay cuando le cuente a la Marisa, susurró Mirtita mientras se subía al auto, tan, tan alegre. Después de que ella llevara el preciado contenido a casa, donde hasta les pudo presentar el firme candidato a los padres, salieron a pasear; en ese mismo torino, estacionado discretamente en el pasaje Yapeyú, donde no había luces, es que fue engendrada la hija. ¿Y la primera vez que me llevó a cenar?, pensaba la patrona. A las diez semanas de aquel pelotazo de trapo, ella le comunicó la buena nueva: alguien llamó a la cigüeña, Rubén. Eso sí, nos tenemos que casar, le pidió.

- Pero qué tenés en la cabeza, ¿mierda? Te hacés un aborto.

Mirtita lo miraba con los ojos muy abiertos. Su sonrisa se desdibujó. Es hasta el día de hoy que no pudo volver a sonreír.

- Pero Rubén...

- Rubén nada. ¿No tenés plata, reventada? ¿Ese viejo de mierda de la panadería cuánto te paga? Es de él y me lo querés encajar a mí, eso pasa. Vas y te hacés el aborto. El Flavio que es médico te lo hace. Mirá si una negra de mierda como vos me va a venir a joder. Pss, a mí.

Ella agachaba la cabeza, cruzaba los dedos sobre su vientre. Repetía es tuyo, es tuyo. Lloraba.

- A mí no se me llora, mierda. - Entonces el Rubén alza la mano, extiende los dedos, le acaricia la cara a la mujer a su lado.

- ¡No me toqués! - Mirtita. Y la caricia se convierte en un súbito apretón en el cuello.

- ¡Ay! ¡Ay! - llora la patrona. ¡Puta de mierda!, le grita el Rubén. Y le pega un cachetazo, le golpea la cabeza contra el vidrio del torino, la sacude violentamente a la mujer. - ¡A mí no se me llora, carajo! , ¿sabés qué?, yo a tu hijo te lo dejo tener, me oís, pero en cuanto agarro un laburo a mí no me ves más, reventada. No llorés que tengo hambre. Bah, bah, no me llore más y la llevo a comer. Pedite lo que quieras, reinaza. Comé de lo lindo, ahora que vamo´a ser tres.

 

Las lágrimas caían de los ojos de la Mirtita veintidós años después, en una cocinita de cierto barrio porteño, mientras que sola, en la cocina, con la Radio Diez como lúgubre sonido de fondo recordaba la última vez que había salido a comer con su marido; de eso hacía casi dos décadas. El Rubén ya cambiado, gordo y no robusto, enojado, siempre enojado, que la llevaba a comer a una pizzería por Almagro porque se habían peleado de nuevo y ésta era la reconciliación (en realidad la pelea no había sido tal, porque la Mirtita se desmayó apenas él le asentó un cross de derecha en la sien que la desmayó al instante, primera vez que él le pegaba así), sentados en la mesa él le decía que mirara primero la columnita de los precios y después la de los platos, porque si te tengo que mantener a vos, con lo que gano en el tacho - ésa era la “mina de oro” - me fundís, gorda. Y para peor el mozo podía oír perfectamente todo lo que pasaba, hasta se diría que lo comprendía, y en cuanto el Rubén se levantó para ir al baño y Mirtita miraba hacia la nada, en absoluta desolación y tristeza, a través de la ventana, con esos ojos negros vidriosos y la muy visible cicatriz en la sien, el mozo se le acercó a consolarla, a preguntarle si no necesitaba algo, e insistió el muchacho hasta que por detrás el Rubén le dio un golpe fulminante en la espalda que lo tiró contra la mesa, gran escándalo, héroe circunstancial que dejó parte de su bravura y dientes sobre la mesa y todo el cuerpo en el hospital, durante tres días, y para nada. Quemado, pobre muchacho, qué es ese olor a quemado, ese olor, algo se quema, ¿qué se quema? ¡ay la cebolla! ¡todo, la carne! ¡se quema todo ay por Dios me va a matar! ¡La vieja que viene a comer y todo quemado!

 

Pasa de que la mujer no se le puede conceder el placer de elegir por voluntad propia a su macho, eh, a la mujer sólo hay que darle el placer de que se sienta disputada, decía el Rubén en la parada de excelencia de todos los mediodías, Punto & Banca, sitio de encuentro y reunión para todos los remiseros y tacheros de la zona - colectiveros abstenerse -, parador, club social y palacio para los distintos colegas del rubro, que entre empanada de atún y cartón de vino a compartir intercambiaban sus enunciados y dialécticas. Porque siempre ocurre así: cuando no se sabe qué diablos es una cosa, se dice que es dialéctica y listo. Pues bien, entonces en este no Jockey Club pero sí Muzzarella Club, el Flavio, que había hecho hasta primer año de medicina decía:

- Oiganlón al Rubén que es un varón argentino, sabe tratar al hembraje. Che, Rubén, ¿pero vos no estás casado con un trava?

Y entonces se sucedía una risa general, pero también un desafío:

- Prefiero que me rompan el culo y no las pelotas - decía uno al que le llamaban el Cabo y que era remisero. - Por eso yo no me quiero casar nunca.

- Te cabalgás al trava en la catrera y después hasta te podés recostar tranquilo y charlar de fútbol - dijo el Pablo, desde un rincón, tras una larga meditación.

Estallaban más risas. El Rubén sin embargo rumiaba algo para contestar, y no le venía.

- Muchachos - dijo entonces el Ale, o sea, Alejandro, que además de manejar una unidá con aire acondicionado era mecánico y cantor de tangos -, muchachos, las mujeres son como un atrio. Uno tiene que leer la partitura en ese atrio y entonces le sacamos la más maravillosa música. ¿Tienden? Nosotros somos la orquesta y ellas la partitura: y les sacamos música.

- Vos Flavio querido no sabés un comino de mujeres. Ayer dijiste de que eran todas rosas pero bien que siempre andás con la mano llena de espinas... - el Rubén, triunfal.

Y la barra atendía al desafío particular entre los dos caballeros, el Rubén y el Flavio; inútil fue que el Cabo, el Ale, Pablo y cuatro parroquianos más intentasen detener los puños del Rubén, que enojadísimo con el Flavio no dejaba de putear y tirar golpes al aire, solamente porque el otro le contestó, después de pasarse un escarbadientes por los dientes y por debajo de las uñas, mientras oía a su colega, muy solemne, que “de Flores lo único que vos conocés son a las bolitas que te movés arriba del auto, pajarón, tienen la edad de tu nena”.

 

Y ahora qué hago, dice aterrada la patrona, en voz alta, gritando, temblando, y extiende los brazos para abrir la ventanita y airear la cocina llena de ese humo pesado y el olor a quemado que invade en segundos a todo el monoambiente; a la vez el Rubén hace las paces en Punto & Banca con su amigo de toda la vida, con el colega Flavio, el que le consiguió por lo menos este laburo con el patrón del taxi, hace veintidós años. Mañana nos vemos, muchachos, y la barra contesta en coro que sí, “ta´ luego”, y comienzan a dispersarse, cada uno en sus tareas, pagar y seguir yirando, fiame las empanadas que hoy no hice un mango, dice el Ale, mientras el Cabo anda buscando las llaves del duna para salir también, pero a la base porque empieza a llover. La patrona extiende sus bracitos para abrir la ventana y la Bety que es vieja pero no sorda oye y grita, con esa voz angelical, no me tires más yerba porque te voy a empezar a cobrar lo que le hacés a mis chicas, Rubén. Extiende sus bracitos la patrona y se ve las marcas en el brazo, los magullones, se imagina al Rubén entrando ahora a la casa, viendo el desastre, la comida quemada, me mata, me mata, piensa, y extiende los bracitos para por fin abrir bien esa ventana y le duele el dedo meñique por la fisura de la semana pasada, cuando él la tiró contra la mesa y ella cayó mal y, por suerte, piensa la patrona mientras se mira el dedo, me lo fisuré y nada más. Todo porque él entró y encontró la radio enchufada, acá en mi casa mi radio la escucho yo, me oís, basura de quinta, usted me cocina y me plancha y nada más, le dijo el Rubén apenas entró, y qué te pensás que soy, ¿un boludo? ¿que tu hija tenía que hacer una tarea y por eso la radio?, increpaba el Rubén; ahora vas a tener tarea, inútil.

Rubén sale de Punto & Banca y la reputa madre llueve, todo empañado y para qué carajo le habré pasado el plumero si ahora se me llena de mugre de nuevo; se sube a la unidá, arranca unas páginas del Crónica y las frota contra el vidrio, a ver si al menos así lo desempaño y no gasto más genecé, carajo, casi las cinco y se lo tengo que devolver al patrón hecho una pinturita. Entonces comienza la marcha por Medrano, “tengo que ir a buscar a la viejita”.

Se lamenta, la patrona, temblando, absorta en su propio miedo; llora porque sabe que el Rubén no le dejó un peso y ahora no puede salir a comprar de nuevo todo lo que se quemó, y qué olor, él ya debe estar por llegar, qué tendrá el olor que no se va, si la ventana ya está abierta, ¿me oís, me oís, borracho? grita la Bety, y se escucha y Mirtita se arrepiente de haberle contestado porque quién sino la Bety podría ahora prestarle algo para ir al mercadito y tener la comida lista, antes de que llegue el Rubén con la madre. Se deja caer en una silla, agotada, temblando, sudando, y está temblando mucho, no puede controlarse, y cuando oye que alguien toca el botón del ascensor, inmediatamente se resigna y suplica misericordia, sus piernas enseguida padecen un escalofrío helado, se aflojan; che esa es la radio de casa, dice el Rubén, me parece que oigo la radio de mi casa y la puta que lo parió mil veces le tengo dicho que en mi casa... La patrona, Mirta, Mirtita, la Mir respira angustiada, junta las manos, siente un profundo ahogo y cómo duele ese meñique - qué es esa baranda, dice el Rubén, cerrando la puerta tijera del ascensor -, otra vez le sangra la nariz, agacha la cabeza y llora y tiembla, y ese olor que no se va aunque la ventana esté tan abierta. La patrona oye los pasos que se acercan a la puerta, dos personas, esa voz grave, blasfematoria. Aguantame acá afuera viejita que esto no me gusta nada, dice el Rubén, se desabrocha los botones de la camisa, se arremanga, tira el plumerito tricolor violentamente contra el piso y entra. Antes del primer impacto contundente del puño cerrado de su marido contra la superficie blanca y marcada de su cara, la esposa abrió los ojos. Estaba en posición horizontal; sentía las piernas, los pies fríos: la sábana no llegaba a cubrirlos. Seis cuarenta y cinco de la mañana, decía el negro Oro desde la radio. Se levantó enseguida, se puso el vestido y fue a la cocina. Su esposo, ya vestido, la esperaba en ese mismo sitio. Le dio el primer cachetazo del día y le dijo es por si a la noche me olvido de pegarte. Después no reclamó, exigió se le cebaran dos mates, porque esta es mi casa y si no fuera por mí, vos asquerosa y tu hija (la hija de ambos) estarían en esa villa ´e cuarta de adonde te saqué. Tiró el mate a la pileta, sacó la bombilla y la dejó al costado de la canilla; el mármol enchastrado y verdoso, ahora, porque sacó la bombilla de una manera tan violenta que salpicó yerba casi hasta la ventana de la Bety que menos mal que duerme la, la gorda vieja esa, que si sale y me dice algo le pego un bife a esa también.

          

 

® Nicolás A. Valdés Mavrakis. Enero 2003 – Registrado bajo leyes 23.283 /23.412  R.A.

 

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