Amanecer:

las veredas grises y desiertas y el pavimento callado de las calles negras forman una suerte de íntima y secreta Venecia donde cada esquina es el cruce de dos ríos brumosos, oscuros, en mutua indiferencia, delimitados por prolijos cordones cenicientos que hacen de involuntarias orillas. El reloj de arena inicia una vuleta más, la arena vuelve a su inevitable cascada hacia la nada.

Una cigarra ensaya su ronca guitarra senil mientras un grillo preludia el solo monótono de la única cuerda que está en su violín: son los separadores invisibles de un momento apenas con tiempo en el que no abundan espectadores y todavía las horas no cuentan; tareas del día apenas comienzan a dejarse ver a medida que el azul profundo de la noche deviene en anaranjado, amarillo, celeste y unánime luz.

Las calles están alfombradas con un barro elemental y pampeano. Nubarrones pesados y lentos avanzan cubriéndolo todo hasta que el cielo se transforma en un lúgubre telón de color negro. Llueve. El barro esparcido por todas las veredas comienza a moverse con lentitud hacia sí mismo, se desdobla hasta transformarse en un espeso charco gris; bajo el flameo incesante de las bolsas de basura abiertas la noche anterior por quienes ahora duermen, allí a la vista, sobre la boca tibia del subte que, con su aliento pasajero y no menos turbio que el barro, los sustenta hasta que resuenan las campanadas matutinas del templo. Las cortinas de los locales están bajas hoy y lo seguirán mañana. Corroídas y agotadas rechinan algunas que no toleran el viento frío. No hay un alma. Quien pudiera verlo todo –si hubiese alguien en algún lado- diría que se trata de un domingo suspendido en la semana, de manera nostálgica, triste e irreparable.

Sólo una bandada de gárgolas estáticas y no menos grises que el cielo lo observan todo con la impunidad y lejanía que su corazón de piedra húmeda puede otorgarles menos por desidia que por piedad. Los semáforos practican su coreografía infinita de colores para nadie, sólo allí donde la mera dejadez no ha hecho que sus luces se rindan de una  vez y para siempre.

El silencio se quiebra tras los pasos de un caballo que arrastra un carro abrumado por el cartón y sólo algún papelito, o cáscara liviana, o tirita de plástico empujada por la ventisca recorre a ras del piso el ambiente desde su sitio de despojo hacia una nada arremolinada mientras añade sus pálidos colores nimios a la oscuridad de una ciudad ungida en la más íntima de las penas. Se niega al progreso y a la vida, todo acto de felicidad con sólo existir le es adverso. Las mariposas caen en esta ciudad sobre el barro derribadas por la lluvia agresiva y su metamorfosis se invierte, pasan de mariposa a larva latente y expectante. El espanto está a la orden del día. Quien fuera que existe por aquí, reniega de su propia existencia no por odio a sí mismo sino por la única manera que ha encontrado el amor: la esperanza de otra posibilidad luego de la vida. Pero hasta entonces -si es que algo hay luego de esta pesadilla en gris mayor- aun falta recorrer un larguísimo trecho de mañanas y tardes y noches como esta. Antes de llegar al presunto Infierno hemos de recorrer una segura pesadilla tan real como un tormento físico, como un tormento moral inexpugnable, que tomara la forma más infeliz de Buenos Aires.

 

NICOLAS ALEJANDRO VALDES MAVRAKIS   2002    ®

 

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