A Alicia

 

La vida, mi querido Castillo, la vida es algo más

que cadenas de ácido desoxirribonucleico,

 enzimas y combinaciones de moléculas. La vida

 es un misterio, decía en voz baja el doctor Cardona,

 con esa rara entonación de secreto que le daba a

cualquier tontería un matiz de revelación de ultratumba,

de modo que ahora empieza una especie de cuento fantástico, pensé al oírlo.

- La que espera, Abelardo Castillo -

 

 

Porque no me disgustó la multitud volcada hacia las calles y porque no me disgustaba el sol, y porque el médico había recomendado las caminatas e incluso broncearse, afiancé el espíritu y bastón en mano me largué a caminar desde el departamento donde se había celebrado la reunión de la cátedra hasta mi casa.

Cuadra de por medio intenté retener algo de todo lo que se había dicho; demasiadas cosas raras para mi gusto, puros galimatías; los profesores más jóvenes intentaban compensar la falta de recursos con ideas que, estoy seguro, ni ellos terminaban de entender. Creo que la única que notó mi esparcimiento y mi enfática elocuencia - que es mi alarma de tedio inequívoco - fue Silvia, una recién graduada que aspira a ser mi ayudante en el Departamento de Historia. Tuvo la delicadeza de servirme un vaso con agua y anunciar en una voz lo suficientemente alta que "no olvidara mi cita de las seis". De esa manera me habilitó con comodidad para la huída. Fue mi perspicaz liberadora; logró anotarse con sinceridad importantes puntos a su favor.

Alicia no habría consentido jamás una amistad entre un profesor y sus alumnos, y menos entre éste profesor y una alumna. Alicia, cuánto hace que no te visito, aunque confieso que te siento más cerca a través del retrato en la biblioteca del pasillo que cuando voy a cambiarte las flores. Qué saben estos muchachos sobre la Historia o la enseñanza; ahora cualquier universidad es una institución burocrática que se dedica a patentar y licenciar a ignorantes. Pero bueno, Alicia, ya a mi edad la amistad con una alumna es más una cuestión de lastimosa piedad y cariño por lo museológico.

¿Recordás cómo nos conocimos? En esa época vos también eras una jovencita, por lo pronto, mucho más jovencita que yo. Llegaste hasta mi aula, con mi recién publicado ensayo sobre "El Capital a lo largo de la Historia", o algún otro título rimbombante por el estilo. En esa época, todo lo que sonara así atraía la atención de nuestros "intelectuales":

- Profesor - me dijiste - leí su interpolación entre el capital y el desarrollo progresivo de las sociedades que lo resguardan y no dudé en venir a conocerlo.

Y me preguntaste, todavía lo recuerdo:

- ¿Cómo pudo haber pensado antes que yo en la relación contra progresiva entre los orígenes oscuros del capital adquirido y el progreso de los países depositarios?

Aunque no sabía quién eras, la inocente o espeluznante vanidad de ese "cómo antes que yo" que comentaste casi ofendida logró despabilarme y hasta seducirme.

Y me leíste: "...notable digresión  del holandés aparte, es urgente recordarle a aquel y al lector que países desarrollados como Suiza han sabido resguardar en sus bancos desde el oro nazi hasta los tórridos caudales de dinero provenientes del tráfico de armas en medio de la Guerra Fría, - sin hacer reparos entre los  bloques antagónicos - mientras que, en otros países como Uruguay, sólo hallan amparo las pequeñas sumas de dinero - en comparación - de argentinos que evaden impuestos en su propio país. La causalidad entre desarrollo estatal-nacional, económico, solidez y previsibilidad financiera y equilibrio social, además de estabilidad y armonía, es inversamente proporcional a la legitimidad de las arcas de capital que lo sustenta y..."

        Yo ni siquiera recordaba ese pasaje, pero a vos te había impresionado tanto y ni eras parte del mundillo universitario. Nunca supe por qué, es verdad. Habrá sido una excusa, para conocerme. Tenía una suerte de bronca incesante en aquellos días; lo que siempre pensé es que te atraje escribiendo algo que luego de conocerte ya no me importó más. Ahora de aquel fuego quedó una pálida ceniza que se aburre entre sus colegas y necesita de una jovencita para poder fugarse...solo.

Quiero decirte, Alicia, que de haberte conocido antes de ese ensayo, jamás habría concretado su escritura. Si, ya sé, ahora vos debés acusarme a mí de vanidoso... ¿Y después? Te invité a tomar el té y seguimos hablando de mi libro, y después de vos, de mí; a los meses te mudaste a casa y al año tuvimos a René. Luego llegó el asunto del Golpe y tuve que trabajar aquellos años para el juez, hasta que volvieran autoridades decentes a la universidad. Pero basta, no debo deprimirme así; con razón me niego a caminar como me dijo el médico, "de la casa al trabajo y del trabajo a la casa”; y ni siquiera estaba engominado.

En eso iba pensando cuando crucé la avenida Callao. Casi casi sigo de largo y me ahorro todo el cuento; verás, Alicia, a mi edad ya los achaques no tienen remedio y como jamás dejé de usar el sombrero blanco en verano, en cada esquina me sigo deteniendo unos segunditos para retocar el borde y secar un cachitín el sudor. Sentí el chistido, te lo reconozco, pero como casi todos mis tocayos se encuentran radicados actualmente en la Recoleta, no dejé de caminar. Entonces el chistido se transformó en una voz risueña que me llamaba "doctor". Jamás me imaginé que fuera a encontrar a quien me encontré. "Doctor" se llaman los abogados entre sí y la gente a los médicos, pero que alguien me llamara doctor a mí, era algo que no oía desde que me había doctorado en Historia hacía casi medio siglo. Más me hubiese valido seguir de largo. Era Rivarola. Para comprobarme si no era ese un fantasma, lo menté rapidito:

- ¡Doctor Rivarola! - le dije, en cuanto me miró. La voz le había cambiado un poco, si, pero te juro, Alicia, que el hombre, casi de mi edad, se veía tal cual como cuando comíamos los tres en su casa, después de salir de la oficina del juez.

- ¡Doctor! - me respondió - ¡Qué sorpresa verlo después de siglos!

- Es cierto, vea, la paradoja de un historiador es que, a mi edad, ya se vuelve uno mismo parte de lo que estudia.

Me sorprendió verlo tan jovial como siempre, vos sabés que el doctor Rivarola siempre fue un muchacho regio, pero en cuanto continuamos la charla, empezó a tornarse sombrío. Me invitó a que me sentara a su lado, en una de las mesitas de una confitería sobre Santa Fe, y cuando logré acomodar el bastón a la silla, me dijo:

- Usted es una de esas personas a las que pensé que no iba a volver a ver nunca más.

- Pero qué dice, Rivarola, si usted está hecho un mocito. Yo en cambio sí que soy un papiro; en el barrio de mi madre la barra diría que a esta edad ir al cinematógrafo apenas estrenada una película no es pesimismo sino previsión.

Quise sacarle una sonrisa, pero fue inútil.

- El doctor Plaja me dijo que la terapia a la que me sometía iba a traerme problemas... desde que los empecé a notar, siento que cada día es el último. ¿Se acuerda del Dr. Plaja? Finadito no hace mucho, nadie recordó que supo ser un pionero.

- Cómo olvidarlo, Rivarola, si era el médico que trabajaba también con el juez. ¿Él era investigador, o me equivoco? De nuestros primeros investigadores en la genética. Pasaron tantos años, caramba. Usted siempre le siguió los pasos. ¿Al final pudieron instalar la clínica de la que nos hablaba siempre en los almuerzos?

- ¡Los famosos almuerzos, cómo me vuelven los recuerdos! No, la clínica no, pero fui su ayudante hasta que murió, en un laboratorio que le mantenía toda la caterva de boticarios.

Hablamos después de una pila interminable de eventos, sobre todo de anécdotas tan lejanas que no dudo que las hayamos trastocado, de puro viejos, para recordarnos harto mejor de lo que fuimos. Le expliqué que había retornado feliz a la universidad y que tenía mi propia cátedra. Ahora que ya era una momia, una momia ruinosa y solitaria, estaba avocado a la tarea de ordenar todos los apuntes y artículos que publiqué a lo largo de mi carrera, con la esperanza de que le sirvieran a mi joven sucesora. Le conté también de mi viaje a Caracas, apenas pasó un año exacto desde que inauguré la cátedra; viajar me parece más provechoso y saludable para un anciano que tener que estar lloriqueando, implorando piedad apresurada, en las iglesias más cercanas.

Pretender ser bueno en los últimos años de una vida de casi ochenta y tres es una hipocresía tal que, te digo, Alicia, y vos lo debés saber mejor que yo, al Señor le debe irritar más que los mundanos pecados que todavía a mi edad pueda cometer. Qué embromar, caramba, que los gustos hay que dárselos en vida y siempre creí que los mortales nos salvamos y nos condenamos en cada acto; arrepentirme de lo que hice ayer es tan trivial como evitar no ejecutar otra falta mañana.

Inevitablemente me preguntó por vos, Alicia. Le expliqué.

- Qué pena, lo acompaño en sentimiento. Una extraordinaria mujer.

 

Supongo que a Rivarola lo turbó más que a mí tu situación. Mientras examinaba el sombrero y pedía una copita de jerez para celebrar el reencuentro, intenté aclarar en mi memoria cuál era la historia. Un poco de revisionismo, como decían mis coleguitas. El Dr. Rivarola, el Dr. Plaja, una secretaria y yo fuimos el equipo de trabajo del juez durante los ocho años en que me prohibieron en la Facultad. Los dos médicos lo asesoraban como peritos en cuestiones forenses y yo, para hacer algo acorde a mi vocación, me dedicaba a hurgar entre los archivos de Tribunales para encontrar casos y dictámenes que sirvieran como precedentes válidos a la hora de que el juez, valga la redundancia, juzgara. De la secretaria no recuerdo nada. Solo que era casada y dicharachera y que vos, Alicia, solías charlar con ella cada vez que me pasabas a buscar para almorzar con Rivarola. Plaja siempre corría a su laboratorio y no se nos unía. Te confieso que me da culpa, Alicia; no recordar a aquella secretaria es, en parte, también olvidarte un poquito a vos.

Me sirvieron el jerez y lo tomé de un empujón. Pregunté:

- ¿Me decía que está empezando a notar los problemas de los que lo previno el doctor Plaja?

(Y como a mi edad la memoria es esquiva o caprichosa, enuncié unos versos que se deben al natural respetuoso rencor que el hombre de mi edad le guarda al médico:)

 

"La prueba de que la muerte

no perdona hombre nacido,

es ver que no ha perdonado

hoy a su mayor amigo."

 

- Así es... ¡Por el doctor Plaja! ¡Salud! 

Creo que, al decir eso, me hizo notar que había tomado el jerez con un apuro que a mi edad no es el mejor.

- ¿Pero no me dijo que el doctor murió?

- Me lo dijo cuando estaba vivo, no hace mucho.

Alicia, si me vieras. A veces creo que vos fuiste sabia en irte antes. A mi edad, caramba, uno está harto de todo y en especial de uno mismo. Al preguntar tamaña pavada me sentí senil; si me hubieses conocido ahora, o hubieses dado con mi librito, que tanto te entusiasmó, jamás te habrías costeado hasta mi aula.

 Traté de salvar mi ya irreparablemente herida dignidad:

- Entiendo, Rivarola, me refiero a... ¿Trabajaron juntos en qué asuntos?

- Ya veo, mi amigo. Le explico: cuando usted volvió a la facultad y el juez se volvió senador, Plaja pudo encontrar a quien le financiara su laboratorio y me solicitó en calidad de ayudante. Fue un honor, porque en esa época de genética en este país se sabía poco y nada. Ahora mucho eso no cambió... Cuestión que dejé mi práctica en la clínica psiquiátrica donde me había desempeñado hasta entonces y me dediqué de lleno al laboratorio de Plaja. No sé si usted llegó a verlo, pero siempre usó un extravagante guardapolvo anaranjado. Hace unos veinte años logramos algunos descubrimientos que, por razones financieras, antes que nada, se volcaron de vuelta hacia lo legal.

- Siempre se vuelve al primer amor, - añadí arrepintiéndome en el acto.

- Verá, en un juicio por estupro pudimos demostrar la inocencia del acusado: el hombre no podía ser juzgado porque aquello que había hecho no era un acto criminal premeditado sino la natural e inevitable respuesta ante sus propias demandas genéticas. Demostramos que el ADN del acusado tenía - en cierta sección que ahora no detallaré para no aburrirlo - una propensión hacia la reproducción que le era tan irreprimible como nuestras ganas de respirar el aire alrededor.

- Pero a nosotros no nos da "la gana" de respirar. Es un reflejo.

- A eso me refiero, doctor; para ese hombre, hacer lo que hizo, no era menos reflejo que respirar. Quedó libre y nuestro laboratorio - porque las pruebas de nuestro trabajo científico eran irrefutables - adquirió sustento de todas partes y grandes aportes técnicos. ¿No leyó nada de esto en los diarios?

- Doctor Rivarola, soy un historiador: no leo diarios, que son apenas borradores fallidos de la Historia. - Dije eso, Alicia, para reestablecer mi ego después del senil derrape anterior.

 

        La conversación me sorprendió y eso que, a mi edad, sorprenderse es una de los actos menos abundantes. De hecho, salvo mis breves pasos por la facultad, mi única ocupación es controlar mi presión, mi próstata, mis huesos - aprovecho, Alicia, para decirte que tengo artritis, según el médico engominado - y justo aquel día me había ocupado también de hacer un poco de ejercicio; de desentumecer las tabas.

Soy un viejo y me disperso fácil; o peor, soy un viejo que se dispersa fácil y para colmo no estoy lo suficientemente corroído como para no darme cuenta. Sigo, entonces, mi relato.

Lo que me decía Rivarola había logrado despertar mi atención. Terminó de contarme que aunque aquel hombre no fue preso, lo "condenaron", digamos, a prestar servicio en el laboratorio del doctor Plaja en calidad de nada más y nada menos que "conejillo de indias". Algo espeluznante, por suerte en Historia jamás tuvimos esas necesidades: sólo nos regocijamos estudiando los conejillos ajenos.

Lo que descubrió Plaja, según pude entender y en resumidas cuentas, era que ciertos tipos de persona tenían en su ADN una alteración congénita - creo que dijo heredable - que generaba en el individuo la propensión casi desesperada para cometer diversos tipos de actos. Actos, digamos, naturales. Me habló de una mujer cuya voracidad era tal que tuvieron que recluirla durante seis meses en una celda de cemento puro (porque la habían sorprendido masticando una pieza de azulejo en una reclusión anterior) hasta que el doctor Plaja y él pudieron descubrir una terapia para aplacar su apetito; me habló también del hombre del estupro, al que jamás pudieron ayudar y que circunstancialmente se fugó. La verdad, Alicia, a veces pienso que tu ida fue un buen modo de salvarte y mi estadía en esta tierra una de las formas del castigo.

        El mérito de Plaja fue haber descubierto esa anomalía genética y haber estudiado también alguna manera de contrarrestarla. Así fue que los farmaceutas de todo el mundo se interesaron y, en vez de comprar la patente, como se hace en la actualidad, decidieron sostenerlo pecuniariamente hasta que tuviera logros más rentables. Muchos países centrales lo financiaron también desde entonces, interesados en alguna alteración que beneficiara la débil mentalidad de los integrantes de sus ejércitos. Yo siempre dije, Alicia, que hace muchos años para invocar la lealtad infinita de un ejército se usaban términos como Patria o Dios; ahora se pretendía usar una doble hélice de ADN. En eso tenía que haber algo de degradación.

El doctor Plaja jamás logró tal punto pero estuvo ternado varias veces para el Nobel.

Rivarola sacó un recorte maltrecho de su billetera, lo desplegó:

- Vea, ahí tiene - en mis manos sostuve un recorte del diario La Prensa - léalo, eso es de cuando casi nos llevamos el Nobel. "Prolífico Científico Argentino Espera El Más Notable Galardón", y más abajo del título se leía: "...del médico e investigador genetista Dr. Aldo Plaja, quien viajó hoy a Suecia esperando, con el apoyo fervoroso del pueblo argentino, el recibimiento del merecido premio Nobel, coronando años de avances científicos y progresos para el Mundo, que enaltecen el prestigio del país y la trayectoria...", etcétera.

Añadió:

- Y en la foto puede vernos claramente. Me tomé el trabajo de pintar el guardapolvo anaranjado del doctor.

Efectivamente, en una difusa fotografía se distinguía el cuerpo de Plaja, anaranjado, y a su derecha, mi amigo Rivarola. De más aclarar que no ganaron, desafortunadamente. ¿Cómo fue que jamás me enteré? Ya sé qué me dirás, Alicia: "será porque estabas ocupado entre palimpsestos y correteando alumnas", y nos hubiésemos reído los dos.

Le reproché a Rivarola aquello del juicio, pero me respondió que "los avances de la ciencia pueden a veces aparejar ciertos perjuicios costeables a la Humanidad, pero siempre mejores progresos." Como historiador, pude haber citado una tremebunda cantidad de contraejemplos...pero a esta edad, y con un viejo amigo, la polémica me resulta tan poco atrayente... Además de las debilidades del cuerpo, Alicia, a esta edad descubrí que no me interesa polemizar; creo que las pocas Verdades que un hombre tiene por seguras cuando es un anciano, las que le llevó toda una vida descubrir, son suficientes; y a lo desconocido lo oigo con indiferencia... Lo que me contaba Rivarola me atrajo porque eran tantos recuerdos que me traían tu propio recuerdo, si; de aquellos años con el juez y nuestro departamento en Riobamba. Recién cuando llegué a casa pensé mejor en lo que acababa de escuchar, tanto que me agradecí haberle pedido que nos citáramos de nuevo para seguir anoticiándome.

Intercambiamos teléfonos y quedamos en vernos a los dos días. Amable como siempre, no me dejó pagar la cuenta. Como ya era tardecito, tomé un taxi; si, ya sé, ahora me vas a reprochar que no terminé mi caminata. ¿Pero no era suficiente susto saber que andaba suelto entre nosotros una especie de violador sobrenatural?

Al día siguiente me llamó justo después de mi almuerzo. Te estaré eternamente agradecido, Alicia, por esos panqueques que me enseñaste a hacer; ahora vivo de ellos. Me pidió que nos viéramos esa misma tarde.

- Y le ruego que se venga lo más discreto posible - me dijo, y después de concertar la hora y la dirección, cortó. Traduje su pedido de "discreción" como "no traiga ese sombrero". Tal vez lo incomodara mi aspecto anacrónico, es cierto, pero como se trataba de Rivarola, vos sabés cómo era de embromar, también pensé que se trataría de una cachada.

Llegué en punto al bar. El doctor Rivarola estaba sentado ante un gran ventanal, desde donde se veía el amplio panorama que ofrecía la placita de enfrente. Lo reconocí rápido aunque, entre nosotros, Alicia, esos anteojos negros que usaba lo hacían ver como a un espía de film barato. Nos dimos un apretón de manos y me senté. Comentamos el estado del tiempo - esta primavera no sabés cómo llovió, Alicia - y después le pedí al mozo un té. Rivarola alternaba la charla con breves instantes en los que se quedaba absorto ante el ventanal, mirando:

- ¿Ve a esa mujer de los bluejeans? Es una madre.

No entendí bien qué me decía; giré sobre la silla y alcancé a ver una señorita como la que decía Rivarola, caminando sola.

- ¿Una madre, dice? No le entiendo, doctor.

- Vea, vea.

Antes de que la muchacha llegara a la esquina, salió de un edificio un señor que llevaba en brazos a una criatura. La dejó en el piso y sola correteó los pocos pasos que la distanciaban de los brazos de la muchacha, que avanzaba hacia ella con una notable sonrisa maternal.

- Se lo dije - dijo Rivarola, triunfal.

- ¿De qué se trata? ¿La conoce?

Creí que me iba a decir que esa pebeta que podría ser su propia hija, era su amante. No sé si te acordarás, Alicia, que este doctor en sus épocas era de tener esa clase de vida licenciosa.

- No la conozco, pero puedo saberlo. La huelo, la veo... Percibo que es una madre.

- ¿Percibe que es una madre? ¿Me explica esto de una vez, Rivarola, o voy a tener que suponer que usted llegó antes que yo y de puro aburrido nomás se pasó de tragos?

        Me concedió la esperada explicación, que me fascinó:

- El doctor Plaja, poco antes de morir, alcanzó aquello que ni los que lo financiaban creían posible: la manera   de alterar el ADN de una persona adulta y sana, no sólo para curar sino para cambiar por completo todas sus facultades físicas y mentales.

¿Sabe qué es la paranoia? Déjeme explicarle; no es una enfermedad psíquica, como creen los psicólogos. Es una reminiscencia mental del instinto primitivo que tenían nuestros ancestros y que hoy llamaríamos "instinto de supervivencia"; los animales lo tienen, "sienten" eso cuando un depredador los acecha, entonces se ocultan o huyen. La paranoia humana es el último vestigio del instinto de supervivencia de aquellos remotos años, en los que había depredadores que realmente nos acechaban.

- ¿Y eso qué tiene que ver con el doctor Plaja, por eso me pidió que no trajera mi sombrero?

Como sí lo había llevado, me lo saqué y lo dejé en la silla vacía.

- No, le pedí que no lo trajera porque cuanto más discretos estemos, más van a demorar en rastrearnos, doctor.

- Usted está paranoico.

- No, no, permítame terminar de explicarle: El doctor Plaja pudo desentrañar genéticamente los más intrincados procesos del cerebro. Descubrió, entre otras cosas, la verdadera razón por la que hay los paranoicos; es decir, descubrió que hay personas cuyo instinto animal de supervivencia está intacto, tal cual un hombre primitivo los tendría en su época. Esas personas, que tienen esa característica, la potencian mediante traumas psíquicos, es verdad, pero la raíz de su comportamiento es física, más precisamente: genética.

El doctor Plaja se negó a dar a conocer este descubrimiento, resignándose a perder el Nobel.

- ¿Por qué haría tal cosa si dedicó su vida entera al descubrimiento?

- Pues porque así como aquel acosador estaba potenciado para acosar, por así decirlo, y un paranoico estaba potenciado para el escape, también un cazador lo estaría para matar. Vea, doctor, así como hay acechados, hay acechadores. Y el doctor Plaja jamás habría consentido que su descubrimiento se usara para exaltar las capacidades de potenciales homicidas en todo el mundo. De un juicio por estupro a una raza perfeccionada de criminales hay un enorme salto que al doctor le pareció inadmisible. ¿Se imagina qué pasaría si la fórmula cae en manos de aquellos que detentan ejércitos ya de por sí bárbaros en todo el mundo?

Para peor, tal operación es muy sencilla. Se trata de una sustancia inyectable que actúa dentro de las veinticuatro horas luego de aplicarse. La sustancia funciona de acuerdo a cada persona, activando aquellos procesos que hacen a su natural predisposición genética.

 

Te repito, Alicia, que lo que escuché me fascinó tanto que lamenté que no estuvieras ese día conmigo para escucharlo tal cual lo relataba Rivarola, con muchísima mayor efusividad que con la que yo mismo trascribo aquí lo que me quedó de sus charlas. Dije:

- Por lo que el Doctor Plaja no se atrevió a revelar su descubrimiento, entiendo. Una buena decisión de su parte, supongo. ¿Y cómo era aquello de "los avances de la ciencia pueden a veces aparejar ciertos perjuicios costeables a la Humanidad, pero siempre mejores progresos"?

- Se me hace que hay excepciones saludables a la regla, doctor. Plaja no ocultó todos sus descubrimientos - como habrá leído en lo que le mostré, sí reveló aquello que servía para aminorar los efectos dañinos de los distintos casos - porque de lo contrario jamás habría obtenido el equipo y los fondos suficientes para seguir investigando.

- ¿Y qué fue de la vida del doctor Plaja? ¿Y qué es eso de que nos "rastreen"?

- En cuanto a lo primero... Pero le cuento sobre lo segundo: el doctor y yo éramos los únicos que sabíamos la otra cara de los resultados de nuestro laboratorio. Hasta que tuvimos una fuga de información.

- El hombre del estupro.

- Jamás pudimos confirmarlo, pero no es improbable que nos monitorearan. Cuando aquel desgraciado se escapó, debieron haberlo seguido e interrogado. Desde entonces sé que nos han estado siguiendo porque algo sospechan, no tengo dudas. Para estas personas, obtener resultados es más importante que el dinero que puedan perder.

- ¿Estamos en peligro en este momento? ¡Por Dios!

Si, Alicia, vas a acusarme de incoherente. Porque según lo que antes te conté, no debí haber invocado al Todopoderoso, sino exclamar "¡qué emocionante!". Pero me asusté mucho; con un bastón es difícil fugarse de cualquiera hacia cualquier parte.

- Tranquilo, hombre. Cuando digo "nos han estado siguiendo" me refiero al doctor Plaja y a mí. Más a mí que a él, claro está. Por eso le recomendé que no se trajera el sombrero.

-¿Al doctor Plaja se lo llevaron? ¿Y cómo pasó eso? Vamos a hacer la denuncia, yo tengo amigos en la Facultad de Derecho. Algo podrán hacer por él, asesorarnos... creo que Fernández todavía tiene al hermano en la Corte Suprema.

 Actué como un desesperado, Alicia, pero me indignó que pudieran hacer eso con una eminencia como el doctor Plaja. Sentí algo parecido al rencor que tenía en mi época de ensayista.

- Créame - dijo Rivarola, mirando el ventanal - no hay nada que podamos hacer por él. De todas formas se lo agradezco. Usted siempre fue un amigo. El doctor Plaja era muy parco, no obstante siempre habló muy bien de usted.

- ¿Qué mira, doctor? ¿Son ellos?

No sé qué habré querido decir con eso de "ellos", pero después sí logré entender qué entendía él por "ellos". Ay, Alicia, si por vos fuese estaríamos en Caracas, en casa de nuestros hijos, viviendo el último tramo de nuestra vida juntos. Nunca sabré por qué no fue así.

- Es que no puedo evitarlo, doctor. ¿Recuerda a la mujer de antes, la que le dije que era madre? Allá va ahora una señora mayor, por la misma vereda; si algo la amenazara, jamás lograría escaparse a tiempo. - dijo Rivarola, que sonaba más como hablándose a sí mismo que a mí. - Quédese tranquilo, no son ellos. No todavía.

- Yo quiero saber...

- Si, ya sé. Qué es eso de la madre de antes y la señora que le señalo ahora. Entienda, doctor, que una vez que le revele esto, ya no podré responder ante lo que le acontezca. Puede ocurrir que lo persigan como a mí, o peor. Está a tiempo de levantarse de esta silla, simular que no me conoce e irse. No lo voy a detener, doctor. Por nuestra amistad que no.

Creo, Alicia, que desde que me dejaste no sentía un impulso tan grande como aquel por lanzarme de nuevo a la aventura. Ni cuando fui con un equipo de colegas a Egipto ni cuando ante la piedra Rosetta pude descifrar por cuenta propia lo mismo que Champollion sentí tanto apetito por saber. Yo sé, Alicia, que todo eso lo hubiese cambiado por pasar un minuto más a tu lado, también. Disimulé como me fue posible la ansiedad. "Cuente, Rivarola", le dije, y me pedí otra taza de té:

- No miro por capricho, miro lo que mi ineludible instinto me llama a mirar. A ellos los miro. Pero no me mal entienda, mi intención no es incomodarlo a usted ni propasarme con esas damas. El hecho de que sean sujetos femeninos es mera casualidad. Una casualidad que se...                                                                                     

Pero mejor le cuento. Antes de que el doctor pasara a la inmortalidad, decidimos destruir todas las pruebas archivadas y documentadas sobre sus descubrimientos. Suyos o nuestros, diría, porque como ayudante tuve una parte muy importante hacia el final. Memoricé todo lo que pude y Plaja trató de encomendar el resto a otros científicos de confianza. Como sabíamos que nuestras vidas estaban en peligro - cada vez nos cercaban más - y que aquello que teníamos entre manos resultaría del todo inaudito para las autoridades, optamos por una última prueba viviente antes de acabar con todo nuestro trabajo.

- Y usted mismo se inyectó la famosa sustancia.

- Es usted, doctor, un detective innato. Acertó.

Por lo menos sentí que había logrado justificar mi puesto de académico e historiador ante el viejo amigo. Comentarios aparte, creo, Alicia, que no debió estar muy equivocado al decir eso; la precisión con la que logro transcribir nuestros encuentros y la naturalidad con la que deduje su historia brotan de mí casi sin esfuerzo. Agregó:

- Toda mi vida había sido médico forense y luego psiquiatra. Me dediqué a estar entre cadáveres y luego, entendí, a tratar de comprender por qué y cómo alguien podía llegar a semejantes aberraciones. La tendencia, en mi caso, siempre había estado latente.

- ¿La tendencia?

- La tendencia natural por la muerte. Mejor dicho: por matar. Desde que me inyecté, casi no puedo contener el instinto natural de cazar. ¿Me ve, doctor? Ni siquiera gusto de usar estos anteojos, pero siento que logro escabullirme entre los demás. Entre presas.

- Apenas lo vi, noté que estaba tan joven como cuando los tiempos de la oficina del juez - dije para apaciguarlo y terminar de digerir lo que me decía.

- Pero eso no tiene nada que ver con el descubrimiento del doctor Plaja.

Creo que con eso me llamó decrépito o me hizo sentir como tal. Alicia, si Niezstche tiene razón y existe el llamado "eterno retorno", te pido que no volvamos a invitar a Rivarola a nuestros almuerzos.

- Olfateo, presiento, hasta puedo paladear la cercanía de una mujer encinta o con sus chicos, o de personas mayores. Claro está, cualquier cazador en estado natural no va por el mejor ejemplar sino por el más sencillo y más a mano posible. En un primer momento lo reconocí a usted mismo, doctor, por esa razón.

Me gustaría escribir aquí que retruqué aquello con una ingeniosa frase. El miedo no me lo hizo posible; antes de poder pensar en algo, dijo:

- Los primeros fueron aquellos dos que me venían pisando los talones desde que salía del laboratorio hasta que llegaba a casa. Creo que eran franceses. El griterío hizo incomprensible todo lo que intentaron decir, pero me sonó a francés. No me malentienda.

- Jamás lo haría, Rivarola. Usted es mi amigo. - No sé si me lo decía a mí mismo para contener el pánico o se lo recordaba a él para que no me hiciera nada. Por suerte no lo hizo.

- Irrumpieron en mi casa.

- ¿Y si yo lo ayudo y le explico a los vigilantes que fue en legítima defensa? Tiene que hacer la denuncia, Rivarola. - le rogué.

- Eran dos jóvenes. Primero me intimidaron con un arma; juzgué que si apelaban al miedo, yo no podía quedarme atrás. La primera mordida me surgió con naturalidad, luego me ensañé y cuando logré calmarme ya eran despojos. ¿Ve los dientes? Son más fuertes, estoy seguro.

No voy a detallar lo que vi, porque no sabría cómo. Él mismo se explicó en términos médicos. Los dientes eran más filosos, pero humanos. Rivarola siempre fue un muchacho de bromas pesadas; ya sé eso, Alicia, no me lo repitas más. Tendrías que haberlo visto.

Cuando terminó de explicarme, miró por la ventana y me dijo que "ya era seguro salir". Ellos, o por lo menos aquel "ellos" que yo entendía como a sus perseguidores, no estaban. Recogí el bastón, me calé el sombrero lo más que pude, como para taparme la cara. ¿Por miedo o por vergüenza, Alicia?

Antes de que saltara a un taxi, pasó lo que me temía.

- Doctor, doctor, - me atajó justo antes de que el coche partiera -  sé que tiene compromisos con la facultad, pero sé también que no podrá negarse a ayudar a un viejo amigo. Le pido, le juro, es el último favor, que venga a mi casa mañana por la tarde. O en cuanto pueda. ¿Confío en usted?

"¿Y yo en usted, Rivarola?", pensé. Me dejó un papelito con la dirección.

 

        Y eso es lo que sucedió, Alicia. Verás, como me dijo el señor, "soy un investigador nato". Tal vez ese sea mi auténtico espíritu, o debería llamarlo instinto, como el Dr. Rivarola y el Dr. Plaja descubrieron para la Humanidad. Cuestión que antes de partir hacia la casa donde me espera Rivarola, quise escribir todo lo que me pasó en estos últimos días. Me gustaría que estuvieras ahora para ayudarme a dirimir esto que dejo sobre la mesada de la cocina como o el último trabajo de un historiador (que obra a futuro, es cierto, al descubrir una nueva rama de la antropología o de la psicosis) o como la labor imperfecta de un diletante en el campo del relato. Como confío en que sea lo primero, tal vez en unos años haya una placa con mi nombre en algún corredor de la facultad.

        Por si fuese mi testamento, también le envié una copia a Silvia, la chica de la facultad, para anunciarle que, de alguna manera, los eventos ocurridos en mi vida hicieron de la de ella la flamante titular de la Cátedra de Historia. Espero - Silvia - que a cambio de tu prominente carrera sepas usar con cordura y pericia los datos y nombres y direcciones que te aparté especialmente al margen.

A mi edad, la vida no me depara sorpresas. Y no en vano soy más anciano que el doctor Rivarola. Parto sólo con dos dudas y con la serena tranquilidad – quiero decir también “resignación”, Alicia – de que es mi oportunidad para reencontrarte.

Si nada pasa, nos veremos como siempre, Alicia. Y si ocurre otra cosa, entonces también nos veremos.

 

*  *  *

 

        Rivarola no necesitó que el historiador dijera su nombre por el portero para dejarlo pasar. Después del tramo en ascensor, vio al ex ayudante de laboratorio parado en el umbral de su departamento.

- Pase, doctor. Muy amable de su parte en no haberme fallado. Le prometo que estamos haciendo un gran aporte a la ciencia y a la humanidad. Permítame el sombrero. Tome asiento. Ya vuelvo. ¿Le preparo un té? - dijo, y se perdió tras la puerta a su izquierda.

El otro optó por recorrer el lugar. Deambuló por un pasillo mugriento y dio con una silla, apoyada contra una puerta. Cuando la corrió, la puerta cedió abriéndose de par en par.

Sobre el parqué de la habitación había tres cuerpos, visiblemente mutilados. A los dos rubios los identificó enseguida. Con el tercero no dudó: estaba sobre un ridículo guardapolvo de color anaranjado. La primera de sus dudas había desaparecido. 

- ¿Recuerda que le dije que Plaja me había advertido sobre el tratamiento que inició conmigo? Sepa que me resulta irreprimible el acto de cazar. Con el revólver de ellos pienso matarme en cuanto termine con usted. Entienda: es un beneficio para la humanidad. Y yo no lo soporto más. - La voz sonaba a su espalda.

- ¿Y mi té?... Entiendo, Rivarola, soy el último que sabe. Es la segunda ocasión en la que alguien más joven me libera de mi propio tedio en tan pocos días. Sólo me queda una duda. ¿Es cierto que todavía lo persiguen?

 

A los veinte minutos del diálogo, un tiro alarmó al resto de los departamentos.

 

 

“A Alicia”, de Nicolás Alejandro Valdés Mavrakis. ®  Agosto de 2002.

 

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