El Padre Fundador ¡Avanti!

 

Más de una vez me siento expulsado

y con ganas

de volver al exilio que me expulsa

y entonces me parece

que ya no pertenezco

a ningún sitio

a nadie

 

Pero Vengo , M. Benedetti

 

       

El Padre Fundador, el primer escriba, había nacido en el barro, en la miseria más absoluta y marginal, en Italia, hacinado junto a otros muchos hermanos de los cuales sólo recordaría años después, ya en Sudamérica, ya alimentado y escriba, al menor de ellos, al Guido. Del padre no tenía recuerdo alguno; desde ya que no habría sido escriba ni muchísimo menos. A su madre jamás la nombró con cariño. IL pobre Guido - domingo del Padre Fundador en Sudamérica, ya hecho, escriba, ante sus dos hijos varones, mientras dejaba morir un toscano en el cenicero, a la postre del almuerzo -, mi pobrecito Guido, il menore di tuti, - era un cocoliche forzado por la nostalgia, porque ante los clientes hablaba como un Señor con mayúscula - se murió la noche anteriore al viaje in el vaporeto, morto il pobre de puro fame, catzo. Hacía un breve silencio, el Padre Fundador miraba el humo del toscano moribundo y se sumergía en la bruma de los recuerdos: el pueblito al sur de Italia, la madre analfabeta y sus tantos hermanitos, pobre il Guido el menor, morto de fame; ustedes no saben lo que es no tener, le decía a sus hijos, que domingo por medio oían la historia, sentaditos en la mesa, prestos a ir a ver a Banfield. Ustedes se salvaron, les decía, ustedes nunca pasaron el hambre que yo pasé, ¿no Amanda? - se dirigía a la mujer que era su esposa, madre de uno de los dos pibes en la mesa, del menor, claro. Esa vital y natalicia diferencia entre ambos hermanos, técnicamente hermanastros aunque de facto se conocían de toda la vida, si apenas era el mayor dos años más grande que el menor, tallaría muchos años después cuando a pesar de haber heredado también, ambos, el cargo del Padre Fundador, de ser también escribas, ni se llamarían para la natividad. Natividad, ¿saben qué teníamos nosotros en la mesa para natividad?, les preguntaba el Padre Fundador; nada, no teníamos niente, un catzo.

Amanda, mujer postergada como todas sus sucesoras, afirmaba con la cabeza, servía el postre, le ofrecía al Padre Fundador otro toscano. No, Amanda, gracias, vení, sentate, le decía su marido, satisfecho, lleno como nunca se hubiera imaginado cuando vivía entre moscas en su bela Italia. In el sure, eh - decía - perque en el norte, tuti burguese, severo lumpen el escriba, instruía a sus hijos en un pretendido italiano más aberrante que el cocoliche que jamás había hablado, si cuando llegó al país ni siquiera manejaba cabalmente su lengua natal. Era cierto, a él le había faltado todo, por eso una tarde, su madre, vuelta de la iglesia - donde iba a mendigar y no a rezar - lo agarró al Padre Fundador  - apenas un niño más pero el más rescatable de todos - del brazo y le dijo que fuera esa misma noche a verlo al párroco porque él podía ayudarlos a todos, mandarlo un tiempo a América, a laborare perque pronto irían todos también a laborare con él, primera volta necesitamos que vos vayas primero, in il vaporeto, a la Argentina, presto, relataba el escriba.

Con la mejor intención su madre la analfabeta pretendía enviar al hijo, solo como Joaquín ante el balcón, pero muchísimos años antes, en un barco, a Argentina, a hacerse la América.

Ma io nunca retornare, decía el Padre Fundador, tras su largo silencio, tomándose el café que la Amanda le había servido. No lo apesadumbraba ni siquiera un poco la culpa por haber dejado a la buena de Dios a su propia madre y los hermanitos. Callaba el hombre sus secretos porque no sentía el deber de contárselos a nadie: había adquirido ciertos aires de superioridad el escriba, ahora que comía desde hacía años todos los días en su propia casa, bajo su propio techo, al lado de su propia oficinita, hecha de solventes paredes donde perpetraba su labor incansable, oficina de un modesto edificio de cuatro pisos por Lavalle.

Callaba, por ejemplo, que no la misma noche en que su madre le había armado el baúl (dos prendas, una gorra y una incierta dirección argentina) sino la mañana siguiente - porque il pobre Guido había tenido el mal gusto de morirse, “di puro fame, catzo” - había partido hacia la iglesia decidido a jamás volver, ni a saber nunca nada más del resto de sus congéneres.

Ya en el modesto templo, el cura había conversado con él algunas palabras, le había arrojado su agua bendita y tras cerciorarse de que hubiera recibido la dirección que necesitaba saber al llegar a América, lo encomendó a Dios y lo envió directo al puerto junto a tantos otros desesperados famélicos como él, destinados a intentar sobrevivir en el Nuevo Continente.

Callaba, también, sin saber el daño que a largo plazo traería esto entre sus hijos, que el barco efectivamente había ido hacia América, hacia el país del argentum, con una previa escala en España, donde había subido entre la multitud - famélica, desesperada - cierta galleguita de su edad, embarazada y tuberculosa. En ese entonces los viajes de tal categoría demoraban semanas; semanas proclives a la nostalgia, a la fantasía, a la planificación y al amor, por qué no, entre un tanito solitario y un galleguita embarazada, de muy mal aspecto, casi final, que huía de lo mismo que todos pero además de un padre golpeador y dipsómano a quien el Padre Fundador, con sus pocas pero lúcidas luces, supo enseguida identificar como al progenitor forzoso de la criatura en camino flotante. Cuando él le preguntó cómo se llamaba, como pudo, ella contestó Amalia.

No tardaron en hacerse amigos, porque mismo camarote, mismo destino. Noviaron, si el término cabe, durante diez días de rigurosa planificación - como si realmente fuesen dueños de sus destinos -, los dos fueron conociéndose, a través del pobre español de ella y el pobre italiano de él; en realidad sobre todo mediante gestos, sonrisas, fantasías. Mucha planificación por el lado de él y mucha tos por el lado de ella. Pensaban establecerse, en principio, ver qué había para hacer; él iba a laborare cualqui horto y con lo que juntara la iba a ayudar, le decía el Padre Fundador, hasta que estuviera bien; iban a mandar también mucha plata a sus respectivas familias, decía ella, y entonces el tanito asentía en silencio. Planificaban.

A una semana de distancia de Buenos Aires, ella no tuvo mejor ocurrencia que parir: un varón, en buen estado, les explicó el médico abordo, médico que al llegar a buen (o mal) puerto se enteraría, el tanito, de que se trataba en realidad sólo del veterinario argentino a cargo del control de los animaluchos que se traían contados excéntricos inmigrantes, no fuera que alguna peste descuajaringara al granero del mundo. Amalia sólo susurraba el nombre de su hijo - y esto no ocurrió demasiadas veces tampoco - cuando estaba a solas con él, alimentándolo, evento tierno y maternal al que el Padre Fundador no tenía acceso, una ausencia que le impidió saber cómo se llamaba originariamente su pequeño bambino. 

A los pocos días del nacimiento, conformando una escena de cierto patetismo fundacional, tuberculosa, primeriza, con el crío encima, cuando ya comenzaba a presentirse lo que les esperaba en aquel supuesto paraíso, tierra de las oportunidades vírgenes, a través del sugestivo hedor del Riachuelo, Amalia, la galleguita, para coronar su pútrida vida, se murió. ¡Ma quí suchede, Amalia!, le gritó el Padre Fundador aterrado. Y no hubo caso; ni aunque el tanito gritara horrorizado a la plebe ultramarina, que miraba sin entender, o al improvisado médico-veterinario que sólo atinaba a calmarlos a todos, resignado, sabiendo de antemano - porque el aspecto de la galleguita no le había pasado en alto y sólo por su condición embarazosa la habían dejado embarcar -, que nada había ya por hacer. De todas formas, para que nadie creyera que se los trataba como animales, el diplomático veterinario le tomó el pulso, simuló oírle los putrefactos pulmones y todo, pero sólo para aparentar, si había sido fulminante. Así pues, luego del breve responso inentendible, algunos marineros comenzaron el procedimiento usual - porque muchos caían en aquellos viajes.

 

Y el pequeño filio lloraba, atronadoramente, ajeno a los acontecimientos, como muchos años después lo haría Joaquín. ¿Es suyo el pibe?, interrogó uno de los marinos al Padre Fundador; barajo, il ragazzo...eh... ¿es súo?, insistió como pudo el marinero argentino. Sí, mío, dijo y se jugó, antes de poner un pie sobre el país de las oportunidades, el futuro escriba. Ahora contaba ya con dos bienes: su apellido y un chico, ¿cómo iba a ser tan desalmado como para dejarlo huérfano y en un barco? Lo acogió y se hizo, a manera de gastos de representación, de las pertenencias de la galleguita (cuyos restos fueron indeterminadamente extraviados). Por suerte entre los bártulos de la difunta figuraba su apellido. Miró al chico, el Padre Fundador, en silencio, niño que aún no tenía nombre, pero sí apellido. Ahora sólo hacía falta improvisarle un bautizo, algún recurso onomástico original, pensaba el Padre Fundador ante el pibito, pero con otras palabras. El bambino le sonreía. Cuando estaba con él, no lloraba.

Entonces acudió a su mente una idea genial, una manera de homenajear a su primer amor y a la vez un nombre que pudiera beneficiarlo en cuanto llegara, porque él sólo sabía que la dirección en la que debía presentarse pertenecía a un vasco. Era muy sencillo: se agregaría a su propio apellido, italiano, el apellido de la fenecida Amalia, que era notoriamente español, quizás gallego y todo. Por el nombre del bambino no habría problema, tan sólo será nombrado a lo largo del cuento como el Groncho I. Entonces muy bien, el Groncho I ya tendría apellidos, y dos: el italiano primero, y el original, segundo. Impresionaría sin saberlo el Padre Fundador al pronunciar su nombre, que parecía circunscribirse a algún tipo de lejana aristocracia mediterránea y todo, no tanto por los apellidos en sí sino por el respeto que infundía profanamente con ellos en sus futuras tarjetitas personales.

 

A posteriori, en el Nuevo Continente, los anotaron a ambos ante las autoridades pertinentes - incluso con la palmeada de aliento del veterinario - como padre e hijo. Y sin embargo, aunque aquellos eventos tan tempranos mostraran que en realidad el ahora Padre Fundador no era ningún desalmado, él los callaba. Tal vez no actuabas, Padre Fundador, por decisión sino por impulsos, reacciones ante una agresiva realidad que por alguna razón siempre lo enfrentaba con la adversidad; primero con el hambre en su casa, con la desidia de su madre, la mujer que quizás había tenido que acostarse con el cura para poder conseguir un boleto de ida hacia cualquier parte, donde fuera con tal que por lo menos alguno de sus hijos prosperara. Pero eso no lo sabía el Padre Fundador. Para él su madre sólo se lo había sacado de encima, precozmente marginado del propio seno de su familia había sido él, pensaba. Y aunque no le faltasen oportunidades para aferrarse a algo, siempre por alguna razón todo se le derrumbaba. Era un desguarecido natural, un témpano sobre aguas calientes y bajo el sol. También Amalia, mujercita parca a la que había sabido tratar y sentir cercana, se le había desprendido. Sólo aquel huérfano le quedaba ahora. O le había quedado entonces. Es curioso cómo la absoluta ausencia de motivos para creer, cómo un hombre que a fuerza de privaciones se ha vuelto un completo escéptico, desesperanzado, frío, termina ganándose la vida otorgando una clase de fe que era, de hecho, la única que el Padre Fundador - pero estas eran paradojas que él no pensaba, o que callaba - consideraba posible, es decir, la clase de fe que no espera recibir algo a cambio sino que recibe, efectivamente, algo a cambio. Una fe que no es causa sino consecuencia, una fe absolutamente desprovista de fe. Y también muy alejada de cualquier ortodoxia religiosa bienintencionada. Pero el Padre Fundador no se detenía jamás en cuestiones metafísicas, él en ese entonces sólo cargó a su falso hijo y partió a hacerse la Buenos Aires empezando con sus dos apellidos, su baúl y la valijita desvencijada de la finada Amalia. El hombre que sería en años el portentoso Padre Fundador, en aquellas épocas un tanito con una mano atrás y la otra adelante, se dejaba ver perdido por Buenos Aires, aunque encaminado hacia su impensado futuro, hacia la incierta dirección del vasco que obtuviera en su bela Italia ante de partir. Pero antes de presentarse, se instaló en una sórdida pensión por Once con lo que le habían dado por las pertenencias de valor halladas en la valijita. Con el resto compró comida. Le decía a “su ragazzo”:

- Piqueño bambino, cuesta siñorina te vai cuidare; tuo papá va laborare mucho per té, ¿eco? per té, bambino, no llore, no llore. - La siñorina, Amanda, pensionada, vecina, les enseñaría con el tiempo a hablar a ambos. Por el momento sólo se encargaría de supervisar al filio mientras su padre se ganase el pan - duro, de ayer -, entre extraños.

 

Llegó a la dirección tan necesaria una tarde de mucho calor. Se trataba el famoso lugar de un estudio jurídico que presidía, era cierto, un vasco bonachón, divorciado y presunto estéril, porque había tenido dos esposas y ningún hijo. El vasco era, además del líder pujante del lugar, quien ejercía el codiciado, escaso y heredable cargo de escriba; al parecer le debía algo muy importante a cierto - abundarán los anónimos “ciertos” - párroco del sur de Italia, porque sin hacer demasiadas preguntas, luego de estudiar con profesional detenimiento las papeletas del recién llegado y de apiadarse en demasía del chiquito que se había traído el Padre Fundador, para colmo viudo, pero, fundamentalmente, por tratarse del recomendado por el párroco italiano, en seguida lo acogió también él muy gustoso como ayudante bajo su especial predilección y amparo. Tú empiezas de abajo, le dijo al Padre Fundador. Primero me ayudas sólo con lo que yo te pida, después, veremos. Y así estuvo unos dos años, aprendiendo el oficio con todas sus mañas, una labor de corte legal pero confeccionada sobre la usura, “la forma más civilizada del robo”, como uno de los abogados del lugar le dijera en una oportunidad. Pronto, leyendo contratos y conversando con la pensionada que le cuidaba al bambino, además de oír las sublimes y repugnantes charlas de los abogados de rapiña circundantes, dominó el castellano, o mejor dicho dominó el porteño. Hasta se atrevía a redactar de memoria ciertos documentos; tenía aptitudes para el oficio el Padre Fundador y sin mayores dudas se atrevía también a copar la parada. Por supuesto que sus compañeros lo miraban muy mal, y le recordaban, sobradores, quién era quién en ese lugar. Al tanito no le importaba, se sabía un protegido del vasco y eso era lo necesario. Hasta empezó a llevarle al vasco clientes de su propia cosecha, comerciantes del barrio de Once: los llevaba, los traía, después los sellaba. Un humilde menudeo que con los años se convertiría en su imperecedero as bajo la manga. Juntó su dinero, en módicos y laboriosos meses, el pujante Padre Fundador, aunque no se resignaba a abandonar su habitación en la  pensión.

Se compró ropa para él y para el chico, al que mandó pronto a la escuela - el vasco le decía que sin educación no se va a ningún lado -, y también alguna que otra noche, en agradecimiento, la llevaba a comer a la señora Amalia, la amabilísima enfermera de la habitación del fondo que le cuidaba al chico hasta por gusto y que no se dejaba tocar jamás.  Los vecinos, indiferentes en principio, ahora como aquel tano se les había vuelto cliente y hasta les resolvía vericuetos legales a buen costo, lo saludaban. Progresaba a la vista de todos. Pero no fue fácil, porque el resto de los bogas lo tomaba de punto, de muy mala manera siempre, prepotentes con el indefenso viudo, padre de un hijo que por suerte la señora del fondo - que por la noche oficiaba de enfermera - le cuidaba, desinteresadamente, por piedad, mientras él trabajaba y se resentía con el entorno. La señora, enfermera, aunque también los fines de semana trabajara de mucama, se llamaba, si bien el Padre Fundador notaría el parecido con el pasado tiempo después, Amanda. A los meses, después de toda esa pseudoconvivencia, viendo que el joven viudo de doble apellido aunque con un hijo se tornaba prolijamente un prometedor argentino, se casó con él.

Es una forma de decir, claro. La verdadera iniciativa había partido de ella, aunque le permitiera la formalidad de pedirle su mano a él. Siempre creyó que iba a sacar un buen partido, era un hombre de su edad, en el fondo bueno, con una ocupación que rendía sin falta a fin de mes. Con un hijo, es cierto, pero eso no era imperdonable. Tal vez hasta le fuera ventajoso, ¿quién se lo iba a cuidar como ella?, y por si fuera poco, el Padre Fundador apenas tenía tiempo para conocer a otras mujeres. Vivían casi juntos y él la invitaba a comer... De manera tal que la señora, decidida a abandonar su vida de palanganas y plumeros, comenzó a insinuársele en cuanta ocasión fuese posible, pobre Padre Fundador que la llevaba a comer en agradecimiento y tenía que volverse, después de despedirla como un caballero, al palo, a su habitación. Pero tampoco la malquería. En definitiva el hombre estaba criado a la antigua y sabía qué era lo que correspondía hacer con una mujer. Además si el negocio prosperaba - el negocio de otros, en realidad - iba a empezar a necesitar a una mujer que le cocinara, que le cuidara al chico, que lo ayudase a administrarse, revolcarse de vez en cuando como se merecía, una signorina sincera que no se le acercara por interés como esas que más de una vez tuvo que sacar de su propia habitación en la pensión; aventureras que acudían a un goi sólo porque se veía que tenía sus pesos. Lo que usted en síntesis necesitaba, Padre Fundador, era amor. Será, Padre Fundador, que su vida de témpano comenzaba a asentarse ya de manera más cómoda, aunque tal vez no como a usted le hubiese gustado. La mutua seducción rindió sus frutos y una noche de verano, bajo las estrellas de un hemisferio de segunda selección, estrellitas delineadas por las paredes amarillas del patio de una pensión sórdida de Once, bajo esa luna ansiada, el enamorado aprendiz de escriba se arrodilló ante una ruborizada, escotada Amanda, y a mitad de la noche, aunque la pobreza general no les deparara el lujo de un reloj donde constatar y dar fe, le pidió, anillito adquirido por la calle Paso en mano, la mano nupcial de ella. Hicieron una vaquita con sus penas, sus ilusiones y su dinero, y mutuamente necesitados, se casaron. Con una diferencia de dos años con su hermano el Groncho I, nacería el legítimo y natural Groncho II.

 

 

¿Continuará? Sí. La segunda parte – ocio atroz – está escrita y todo.

 

El Padre Fundador ¡Avanti!  ®  -  Nicolás Alejandro Valdés Mavrakis ® Bajo leyes 23.283 y 23.412 R.A    Enero 2003

 

 

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