Marionetas
"Y vos, en el proscenio de un frívolo destino,
sos frágil marioneta que baila sin
cesar."
Marionetas. Tagini-Guichandut, 1927.
Y celebremos la vida porque,
mi querida, al fin y al cabo de eso se trata. Además, ¿qué fue eso que
compartimos si no “la vida”? La vida, si; la niñez, divinísimo tesoro, juntos
casi todo el tiempo, jugando, riéndonos, descubriendo el mejor de los mundos
posibles, el de nuestra infancia; gozándolo sin culpas, sin preocupaciones, ¿te
acordás, hermana mía? Seguro que sí. Yo lo recuerdo; recuerdo vivir sin
preocupaciones, sin horarios, sin apuros; solamente había que jugar, que
reírse, comer toda la comida e irse a dormir sin rezongar, tempranito, porque
mañana hay que seguir jugando; había que crecer y ser felices, y punto. ¿Era
así en tu casa? En la mía era así: a las diez a la cama, ¿y qué problema había,
qué había que hacer después de las diez de la noche, siendo un chiquilín?
Claro, ya lo sé, en tu casa no era así. Yo sé; todos lo sabíamos, incluso creo
que lo supe por aquel entonces, pero qué podía decirte, amiga.
Porque, está bien, pasamos
mucho tiempo juntos; muchos cumpleaños, asados familiares, largos veraneos en
Mar del Plata, en Punta Mogotes, donde cuando algún chico se acercaba a tirarte
bombitas de agua yo salía a defenderte y, reestablecida la paz, volvía a
paletear, muy galante, con mi hermano, y vos volvías a jugar con mi hermana, la
de verdad, sonriéndome.
Pero vos y yo no éramos
hermanos ni vivíamos mucho menos en la misma casa. Éramos, en todo caso,
“amiguitos”; compañeritos de juego; medio parientes y hasta ahí nomás, si se
quiere, porque siendo tu papá el padrino de mi real hermana, la verdad, no
éramos – por aquel entonces - ni eso. Un nene y una nena que por esas cosas (o
razones) de la vida, razones (o cosas) que no vale la pena escrutar - mucho menos
ahora, mi querida -, se criaron prácticamente juntos.
Me
pregunto si te acordás de aquella época. ¿De aquel cumpleaños en mi casa -
teníamos siete, ocho - en el que ante todos los viejos te invité a bailar, y
vos bailaste con toda la gracia de una nena y yo, muy torpe, bailé como en las
películas para grandes? Como un tontuelo (siempre fui un pésimo bailarín); me
movía muy despacio, intentando tomarte de la cintura, apenitas separando los
pies, a los tumbos, como una momia, como pensé que tenían que bailar los
“hombres”. Estábamos tan disparatadamente separados, tan dislocados, que
parecíamos dos marionetas. Me acuerdo cómo se rieron todos; mis viejos, mis
hermanos. Tu viejo, también, que estaba solo, como siempre. Y también siempre
de buen humor, sonriente, festivo. ¿Te acordás?
Te decía que no hay que
escrutar el pasado, no importa cómo se dio, pero, ah, ahora me acuerdo: te
decía antes que nos habíamos “criado juntos”... Tal vez ni eso, tal vez habría
que ser menos imaginativo y pautar bien que nosotros no tuvimos nada que ver,
no nos elegimos mutuamente, simplemente nos sentaron juntos, teníamos la misma
edad, padres que por casualidad se habían conocido en una luna de miel con
destino común - ¿Brasil, era? - y que
después, tal vez por inercia, por interés, tal vez hasta por franca amistad
¿quién sabe?, se siguieron frecuentando. Y tuvieron hijos casi al mismo tiempo,
tus viejos una nena y los míos a mí. Siguieron viéndose y cuando lo hacían nos
sentaban juntos, y ya está, listo, eso era todo; si éramos chicos, ¿qué iba a
pasar? Jugaríamos juntos, claro, como hacen todos los chicos, con la salvedad
de que éramos un nene y una nena, y entonces había que alternar los peluches y
las muñecas con los autitos y la pelota de fútbol, nada más.
Pero volvamos a lo anterior,
dejame por el amor de Dios volver a lo anterior, remontarme en
No éramos más chicos, ahí me
di cuenta o me doy cuenta ahora.
Me acuerdo bien de tu
confesión, de tu frase melancólica, terminante, cargada, te diría, de una
incierta envidia, o de un reproche que sentí inmerecido (¿qué culpa tengo yo?)
Después de un toco de tiempo sin vernos, sin saber más nada el uno del otro,
una tarde en ese country tiraste esa frasecita cortante que yo (que caminaba
distraído mirando el césped) no entendí y que, de hecho, escuché casi de
refilón, porque no se suponía que tuviéramos que decirnos nada, si ya no éramos
nada, ni siquiera un nene y una nena que jugaban de chicos.
¿Cuánto había pasado desde la
última vez hasta aquella tarde?, ¿nueve, diez años?, ¿más?
Una noche cenábamos en casa
(mis viejos, mis hermanos, yo) y de repente mi vieja - si, mi vieja, para qué
seguir usando el infantil “mamá y papá”, ya somos grandes, ¿no? -, mi
vieja dice de repente, como si no hubieran pasado tantos años desde la última
vez, “mañana vamos a la casa de Adrián y su nueva esposa; se mudaron a un
country muy paquete y nos invitan a pasar el día”.
Había pasado tanto tiempo que
no me inmuté; ya no me entusiasmaba saber que fuéramos a vernos; no era lo
mismo, como cuando sabía que íbamos a jugar a cualquier cosa. A las escondidas,
a la mancha, o a darnos un besito con la luz apagada - había que hacerlo
rápido, a nadie le gusta que los chicos jueguen con la luz apagada, es
cierto -. O incluso podíamos llegar a jugar a que éramos novios y nos casábamos
ante un montón de ositos como testigos, y alguna amiguita tuya, de esas que te
visitaban los domingos en la casa de tu abuela - ya que nunca era la misma, ni
tu casa ni tu amiguita -, se pondría un poco celosa y nos obligaría a cambiar
el divertimento.
Si mal no recuerdo, nuestro
último encuentro había sido en el casamiento de Adrián (de tu viejo, tu “papá”;
claro, perdoname pero yo siempre lo llamé por el nombre), y apenas si nos
saludamos al principio de la fiesta, de lejos, y no sé si al final. Aquel día
del casamiento me enteré de muchas cosas que ya estaba en edad de poder
entender. Por ejemplo de que tu viejo, pobre, se había separado de tu mamá y
que, cuando se casó de nuevo, casi diez años después, con esta nueva mujer, la
pobre señora no solamente tuvo que hacerlo en una iglesia de morondanga
(porque, como sabrás,
Entonces sí, me contaron tu
historia, me hablaron del divorcio de tus viejos y de cuando tu vieja, que era
modelo publicitaria y de la que seguramente heredarías la sinuosa figura algún
día (cosa que no dejaste que ocurriera), se fue a vivir con otro hombre, en el
interior, y que de cuando en cuando vos, que ni la veías, o la veías muy poco,
te ibas enterando del sucesivo nacimiento de tus medio hermanos, que te eran
tan ajenos como lo eran – mal que te pese - los míos. Y entonces entendí por
qué durante toda mi vida - durante toda nuestra niñez, durante todos aquellos
años de juegos y escondidas y “manchas venenosas” - jamás había conocido un
lugar fijo donde vivieras: sencillamente porque jamás había tenido lo que se
llama un hogar.
Tenías, en cambio, un correcto
esquema judicial según el cual los fines de semana los pasabas con tu viejo en
su casa, o en la de tus abuelos paternos, y de lunes a viernes saltabas de un
lugar al otro, y de vez en cuando ibas a la nueva familia de tu vieja, con tu
padrastro y tus nuevos (medio) hermanitos: en fin, querida, entendí claramente
que, como dijiste aquella tarde en el country (en la nueva casa de tu viejo,
con tu nueva madrastra y tu otro nuevo (medio) hermanito) tu vida no había sido
igual a la mía, y gracias a Dios la
mía no había sido igual a la tuya.
Esas y otras cosas me las
contaban mientras íbamos en auto desde la iglesia al salón de fiestas.
Ya lo dije: estaba en edad de
entenderlas, pero no todavía con la astucia y el entrenamiento para verlas.
(Por supuesto que ahora sí, ahora es
más fácil comprenderlo todo, mi querida. Dejame terminar la explicación, porque
ya lo entiendo todo). Porque por
sobre todas las cosas, entendí algo que mi padre (tengo eso: al Padre no puedo
llamarlo “viejo”) repetía una y otra vez a lo largo del relato que hacía junto
a mi madre de tu vida: vos habías sido, a través de toda tu existencia, una
víctima, una nena desamparada, inocente criatura de Dios que, siendo hija
primeriza de un matrimonio precoz y barrial, inocentón y advenedizo, sin pies
ni cabeza - como para todos resultaba tan obvio-, habías ido a parar al tacho,
a la postergación, perdida en un entramado de mutuos egoísmos y disputas
absurdas entre las que, también resultaba obvio - para todos-, habías salido
perdiendo. Inocente, sin culpa alguna. Pobre chica que se comió el garrón de
nacer y casi de inmediato perderlo todo tras una separación fulminante y un
divorcio irremediable: te tiraron al tacho la sagrada familia, la atención, los
cuidados y el hogar que - sin ir más lejos: yo mismo - tuve siempre.
Aquella tarde en el country,
paraíso artificial.
No te encontré como me
imaginaba. De la presunta belleza de tu madre (esa veneración por Padre y Madre
me supera) no había ni un rastro.
Más bien gorda, muy mal
vestida, apática, somnolienta y, lo que me causó todavía más asco, tu dicción
horrible, tus pocas y malas palabras, de campesina infame, de negrita
cualquiera. No, con esa nena yo nunca había jugado, y con la mina que tuve
delante aquella tarde, por supuesto, no tenía más nada en común. Parecías lo
que desde no hacía mucho tiempo sabía que eras: una persona abandonada, o lo
que es peor y más doloroso al ver: una mujer abandonada. Tu madrastra -
perdoname, pero es la palabra precisa – tu madrastra nos comentó con un
desprecio nada sutil (delante de tu padre) que en el colegio te iba mal,
estabas en cuarto año y a punto de abandonar. No sé si además andabas ya con
algún tipo, o con varios. Como fuera, no tenías expectativas ni proyectos ni
nada. Parecías haber asumido una condición de paria total, pero ni siquiera era
algo adolescente; no se trataba de una rebeldía boba, de algo pasajero. No. Te
estabas “dejando estar” como si nada o nadie te importada, como si te hubieras
dado cuenta de que nunca, nunca
habías tenido nada ni nadie por quien valiera la pena nada.
Y pasaron otros años más, unos
cuántos más, de esos años cruciales, “formadores”. Años de los que, o uno vence
el surmenage, o el surmenage se instaura para siempre.
Voy a serte sincero: para mí
tampoco fueron años fáciles. Tenerlo todo, a veces, confunde más que no tener
nada. Deambulé por varias carreras; ingeniería, derecho, filosofía... Sabés, mi
querida hermana, a mí también se me hacía complicado encontrar mi lugar en el
mundo, saber qué quería hacer de mi vida, de mi prolija y aséptica vida, tan
lineal, tan pasmosamente serena.
Gracias a Dios, lo había
tenido todo; y aunque una vocecita adentro mío me decía que ya era hora de
salir a dar un poco de lo que generosamente había recibido, yo seguía en la
duda, desoía, me hacía el sota y me escapaba. A uno a veces le cuesta encontrar
y reconocer la vocación. “Sentir el llamado”, como dicen.
De algún modo que no vale la
pena escrutar ahora, nos encontramos los dos, vos y yo, este último verano en
Villa Gesell.
Como siempre, en mi perpetuo
estado de contemplación pasiva y lúcida de la realidad, veraneaba con mis
amigos por ahí, de arriba, sin poner un peso. “Paga Dios”, les respondía cuando
me cargaban. Y era la verdad.
En realidad te vi de pasada,
de reojo. Estabas en un café del centro y cuando te vi y te llamé desde mi
mesa, tardé en entender que estabas, sí, efectivamente ahí, pero trabajando.
Camarera.
En principio, no quise
llamarte. Me sentía en falta. Vos laburando de noche y yo, ahí, de
“vacaciones”, ociosamente pensando en mi futuro, sin apuros, como siempre.
Te veías igual, un poquito
menos gorda y todo, te lo concedo. Si entonces me decidí a llamarte fue
solamente en conmemoración de nuestra infancia, esa fiel difunta. De cuando
éramos inocentemente iguales y jugábamos y nos reíamos y veraneábamos juntos. Y
entonces te llamé.
De entrada, no me reconociste.
Canchero en esas cuestiones, entendí que era uno de esos absurdos histeriqueos
femeninos con los que, gracias a Dios, jamás tendré que volver a tratar.
Quién diría que, por fin, sin
darnos cuenta, habíamos llegado al punto de inflexión de nuestras vidas.
Después de aquella noche, no
nos vimos nunca más. Sé, además, que no volveremos a hacerlo. Pero, mi querida,
mi hermana, ¿acaso sería ya necesario?
Ahora no sé hasta qué punto me
resultó previsible
Llegó por el lado de mis
padres, quienes con mucho recato y comprensible escozor me comentaron que por
accidente se habían encontrado con tu viejo (ves, a veces controlo mi
respetuosa devoción al nombre del Padre) y les había dicho, con absoluta
reserva, que estabas embarazada. Por supuesto, se trataba de un secreto; un
discreto escándalo familiar que, al parecer, vos te habías negado a “resolver
de la manera más fácil”. Según tu padre, todo era como si no te importara. Pero
yo sé también ahora que no es así, como supe aquella noche de verano cuál era
mi sentido en la vida.
Llevás ya seis meses y nadie
sabe ni siquiera quién es el padre. Te negás sistemáticamente a decirlo. Ni
siquiera saben si te interesa saberlo a vos misma, mi querida. Por mi parte,
agradezco tu silencio, que es virtud y sabiduría. (Por cierto, disculpame por
lo de “querida”, por lo de “hermana”; se me pegó, es una costumbre molesta
que me fastidia a veces hasta a mí mismo; gajes del oficio, qué se le va a
hacer).
Les prometí a mis padres que
iba a rezar por vos desde el día mismo que vinieron a visitarme con la novedad
al Seminario. Por supuesto que no dejo de hacerlo, y espero que las cosas
resulten bien en tu nueva vida – nueva al fin, toda para vos, doble y sólo para
vos, querida hermana.
Esta nueva vida, la que estás
gestando, es mi obsequio. Es el principio de lo que, espero, sea una larga obra
dedicada a darle a los demás una parte de lo que yo recibí hasta aquí, que no
es poco. Es mi regalo personal, para vos, compañerita de mi infancia. Es el
último tesoro posible que pudo dejarnos aquella niñez compartida. Ya no estarás
nunca más sola; ya tenés, por fin,
algo que te pertenezca, que te identifique y que te encause: un proyecto,
propio, exclusivo, irrenunciable. Por eso, mi querida amiga, mi hermana
querida, empecé diciéndote que hay que celebrar la vida.
La mía, mi vida, la vida que
me ayudaste a descubrir, la vida que bajo esas sudorosas estrellas gesellinas
logré al fin vislumbrar la noche que pasamos juntos, marcha de maravillas. En
pocos meses más me ordenarán sacerdote y después pretendo ir a Roma, al
Vaticano, a seguir estudiando.
Marionetas
Valdés Mavrakis ®
2005
Versión final, Febrero 2006