La noche avanzaba lenta y calurosa. Nadie
salvo la frágil anatomía de ella permanecía despierta en toda la casa. Se había
prometido a sí misma no recurrir a los somníferos. Descalza llegó hasta la
cocina, abrió la nevera, bebió un poco de agua fresca y torpemente, a oscuras, logró llegar hasta el
salón. El balcón estaba abierto de par en par pero los visillos apenas se
movían. Desde el sillón, sus ojos la llevaron hasta la biblioteca. Allí había
un pequeño libro junto al bonsái
que no reconocía. Después de
tenerlo entre las manos seguía sin entender cómo había llegado hasta allí. Una
mirada rauda hacia el reloj de pared... treinta minutos para las tres de la
mañana. “Cualquier momento es bueno para empezar un libro”- pensó Amanda, y al
instante ya estaba leyendo.
Capítulo 1
Era una de
esas noches bochornosas de Septiembre. La joven no podía dormir, parece que su
sino era quedarse despierta hasta el alba sin que se viera tentada a echar mano
de la caja de pastillas. En su mano: un vaso de agua fresca, en la estantería: un libro, la excusa perfecta
para relajarse y reconciliarse con el caprichoso mundo de los sueños. Curiosamente la protagonista atendía al nombre
de Amanda, igual que ella...
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¡Vaya, qué
extraño!- susurró mientras cerraba el libro de un golpe seco. Tímidamente y sin
pensarlo volvió a abrirlo.
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... y, por
si fuera poco tenía 30 años recién cumplidos, un perro sin nombre y una buena
colección de cine clásico. La joven estaba tan sorprendida como asustada por
aquella casi perfecta descripción de sí misma. El mundo pequeño, urbano y
hermético en el que aquella vivía también tenía el mismo color asfalto e
idéntica similitud con su vida real. “La Amanda del libro” compraba cada mañana
en el mercado cien gramos de higaditos de pollo para su perro. De vuelta a casa
el diario en el kiosco de prensa que hace esquina y junto a su portal, en el horno Buenaventura dos piezas de pan de
leña; justa y descaradamente lo que ella venía haciendo desde hacía tres años.
Tomaba el mismo autobús de línea para ir al trabajo, el número treinta y tres.
Siempre que podía se sentaba al fondo a la izquierda, en la butaca “cenicero”
donde muchos apagaban los cigarrillos,
y desde donde podía leer la espalda de otro asiento que sentenciaba: “Estás
acabada, tía”, en letras grandes de tinta roja y punta gruesa. Después bajaba
en “Parque Norte”, cruzaba por el
albero siempre que no llovía y enfrente: el videoclub “Noctámbulos”, su lugar
de trabajo. Comía encerrada en la trastienda un bocadillo aplastado y deforme
que traía de casa en la mochila, y cuando se daba un homenaje: en el chino,
“Que de algo hay que morir”.
Amanda no podía creer lo que estaba
leyendo: era la crónica de su vida; la misma existencia monótona y vulgar que
ella tantas veces había despreciado, y que ahora la tenía perpleja, ensimismada, como si de otra persona se tratase.
Un suspiro sordo y prolongado salió de su boca. El calor se hacía insoportable.
Estaba pegada al sillón sin moverse, sólo sus piernas cruzadas se meneaban con suaves e intermitentes sacudidas. El
sudor que caía por sus muslos le producía cierto cosquilleo que la desconcertaba.
Ninguna
palabra era nueva porque esa historia formaba parte de su vida, aunque le
divertía imaginar qué parte de su mundo iba a surgir con cada frase. Entonces
apareció entre líneas ese punto que pone fin a una oración larga y serena, y
comenzó un sumario de expresiones amargas que aunque dormidas siempre están
ahí. Se detuvo un instante...
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¡No puede
ser!. ¿Tanta coincidencia? - pensó en voz alta. Y tuvo miedo porque ella
también sintió que se le cerraba el pecho y que algo como una pena o un recelo
contenido la estaba asfixiando.
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... cuando
leyó que Amanda no era feliz. Deseosa de acabar con su mísera existencia varias
veces había pensado quitarse la vida.
Como aquella tarde que volvía a casa del trabajo ideando formas de morir dulces y rápidas. Nadie en casa podía
sospechar tremendo designio. Todos la creían conformada a su peculiar forma de
vida; todos menos el perro que sólo vivía
para recibir el afecto y la caricia de su ama, y que como buen can intuía el
estado de ánimo de Amanda. Con cierta prisa se afanó por leer casi de corrido
las siguientes líneas. Rozó con la vista un párrafo y allí, en medio de
semejante confusión apareció él, tan inoportuno como siempre. En un intento por
no ceder al recuerdo, al flash de afecciones encontradas, se apartó el
flequillo como si con ese gesto pudiera borrar de su cabeza tanta pasión
vivida. Tenía la boca seca y el vaso vacío. Dejó el libro abierto bocabajo en
el sillón, de camino a la cocina le sorprendió una lágrima inesperada pero
conocida; la apartó de su cara de una vez como a un mal pensamiento. Entonces
llenó el vaso y regresó al salón y al libro...
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Llegado a ese
punto, Amanda se planteaba si merecía la pena seguir leyendo. Tanto calor en la
atmósfera y en este instante
sentía frío en las venas. Ahora añoraba
la ausencia, la calidez de un cuerpo joven y fornido abrazado al suyo,
fusionados al borde del ahogo. No podía
imaginar cómo se había ido todo a pique y por qué había perdido al hombre que
tanto quería. Trataba de ordenar ideas y situaciones que chocaban en su mente y
se repelían. Sólo tenía claro una cosa: lo echaba de menos. Anhelaba el susurro de la voz amada
acariciándole el cuello y el alma. Necesitaba recuperar al hombre, al amigo y
amante que siempre le arrancaba una sonrisa; necesitaba las confidencias a
media noche, los propósitos, la compañía, el olor de él entre las sábanas, y
esos ojos suyos tan negros y templados.
Empujada, quizá, por la remembranza y por tantas cosas compartidas...
agarró el libro y se dejó llevar.
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No tenía caso
seguir con esa rutina malsana que no hacía más que empeorar las cosas. Temía
acabar como aquellas clientas solitarias que entraban caída la tarde en el
videoclub y se paseaban por los pasillos mirando una y otra vez las estanterías, buscando algo que ver la
noche del sábado al domingo. Le asqueaba tanta mediocridad sin embargo ya era demasiado tarde, estaba
tan perdida como ellas. Quería hacer
desaparecer sus miedos, encontrar ese punto de inconsciencia absoluta que
perdemos al nacer y no sentir nada. Porque algo muy grande se había roto dentro
de ella el día que él dijo: “Tenemos que hablar”. Un segundo bastó para
advertir que los ojos de su hombre, antes playa pequeña y cercana, habían evolucionado a océano desmesurado
y remoto. Ya no reconocía en ellos la candidez ni la franqueza que la enamoró
porque ahora le resultaban distantes, vacíos y falsos. Él hablaba y hablaba
mientras ella forzaba sus labios en un vano intento por controlar lo que ya se
le había ido de las manos; se le escapó al fin una pequeña risa nerviosa. Sin
ambages, el joven fue exponiendo sus razones pero ella seguía sonriendo con la
mirada perturbada que tienen los locos. No fue fácil escuchar de la boca de su
amado un “Se acabó” tan escueto y rotundo. Entonces dejó caer sus ojos en los
de él, vencida lo miró tiernamente para luego dejarlo marchar. Nunca más volvió
a dormir bien. Se despertaba agitada, temblando en una cama grande que como ella también lo extrañaba. Después
vino su adicción a los fármacos, dormir aunque fueran tres horas seguidas ya
era un milagro. Dejó la casa de ambos para volver con sus padres y todo fue remitiendo y encajando poco a
poco...
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Amanda se echó a
llorar. No sabía ni podía imaginar quién había escrito el misterioso libro que
tenía entre las manos. Cómo narraba con similar realismo el pasado y presente
de una joven que, como los personajes de aquella novela, no deseaba más que
cerrar los ojos y dejarse morir. Ahora lo tenía todo claro en su mente, tan
claro que más o menos llegó a entender el
por qué de las cosas y casi
logra perdonarlo.
La noche agonizaba
y el día despertaba color ceniza. El amanecer barruntaba tormenta en el cielo y
en el corazón de Amanda; como una de esas tormentas de verano que arrastran
tanto barro del cielo y limpian de un
pronto el azul celeste... Eso es precisamente lo que ella quería, dejarse caer violentamente como agua
torrencial desde el cielo y depurar su
existencia para siempre.
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... Salió al
balcón para ver cómo amanecía. Todavía tenía el libro entre las manos.
Contempló el cielo con cierta melancolía y entonces lo dejó caer. Ahora no
sufría, tenía el espíritu sereno que otorga la naturaleza del hombre cuando se
encara con resignación la muerte. Dentro la casa despabilaba; el perro venía
desperezándose por el pasillo cuando su olfato o su instinto connatural lo puso
alerta. Pero la joven ya había cerrado el balcón desde afuera y el can no pudo
llegar hasta ella. Lamía el vidrio y la lloraba desesperado. Una última mirada
hacia atrás le permitió despedirse en silencio de su amigo, a continuación se
arrojó al vacío...
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Corría una brisa fresca y suave que le traía el pelo a la
cara. Allí de pie se imaginó a Kim Novak en “Vértigo” saltando desde el
campanario a tierra. No pretendía emular a nadie sólo reconciliarse con ella misma. El libro cayó al suelo y
Amanda se volvió por última vez.
-¡Pobre perro sin
nombre!- pensó, y entonces precipitó su cuerpo débil y atormentado contra el
asfalto.
El viento dócil
que soplaba logró pasar página al libro que en su epílogo, y con sólo tres
oraciones, concluía:
“Un sonido grave y
seco sobresaltó a la joven. El reloj de pared anunciaba que eran las tres de la
mañana. Amanda, aliviada, despertaba del peor sueño de su vida”.
FIN
Julia Nieto © 2004