Vindania

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Si he de ser sincero, no me colmó de ilusión que mi redactor jefe me enviara a la poco conocida República de Vindania con motivo del quincuagésimo aniversario de la caída de su último monarca, el rey Anatoli IV, que, pese a no ser lo que se considera un tirano (antes al contrario, su reinado fue incomparable en lo que a libertades se refería respecto al de su padre, Anatoli III el Bastardo), tuvo la desgracia de ocupar el trono en una época de grandes cambios en la Europa central. Dichos cambios, que en otros estados se tradujeron en gobiernos comunistas, en Vindania tan sólo consistieron en la salida pacífica del rey Anatoli, pues ningún líder soviético prestó jamás atención a tan pequeño estado, por lo demás abrupto y con un idioma de origen inescrutable y completamente incomprensible. Es más, un carro de combate soviético que se extravió de camino a Praga estuvo estacionado en la plaza del Ayuntamiento de la capital 3 días hasta que el teniente al mando pudo deducir dónde diablos había ido a parar (de hecho el hijo de la panadera es llamado el Cañón, en referencia a ciertas habladurías infundadas sobre su paternidad). A partir de su caída, los 18.000 habitantes del país por aquellas fechas, que se dedicaban en su mayoría a labores agropecuarias, implantaron una sencilla República cuya única diferencia con el régimen anterior consistía en que el Jefe de Estado era reelegido cada 6 años. De hecho, Vindania había tenido en estos cincuenta años tan sólo tres presidentes, los cuales murieron en su puesto, como si de auténticos monarcas se hubieran tratado. Además, el resto de las estructuras del estado apenas cambiaron cuando Anatoli marchó a Mónaco a terminar sus días: sus ministros, los funcionarios, hasta el general del irrisorio ejército de Vindania, todos permanecieron en sus puestos. Y es que el vindano es un pueblo pragmático: “¿quién más sabía cómo regir un ministerio, qué formularios se deben exigir para solicitar una copia de la partida de nacimiento, o cómo narices funciona el tanque?”, como me inquirió el traductor, en correcto inglés, que me vino a recoger al aeropuerto.

Camino al hotel, me contó que el gobierno le había concedido una beca para estudiar inglés en las islas Shetland, del mismo modo que se la concedieron a su padre. Todo funcionaba de modo similar en Vindania. Ahora la población había crecido, los niños aprendían inglés en el colegio, y la orgullosa fábrica de disquetes de ordenador que se asentaba en la capital, Jüftia (Libertad en vindano, sustituyo del nombre que ostentó bajo el anterior régimen, Anatolia) a orillas del Fïhr, afluente del Rhin, daba trabajo a miles de hijos de agricultores y ganaderos.

Nada me llamó la atención durante el trayecto. Era, por supuesto, un hermosos país, de un verde que hacía daño a la retina, de cumbres blancas cubiertas por las nubes, de vacas lecheras de tranquila rumia, de niñas con faldas y coletas rubias y abuelos entrañables fumadores de pipa. Pero nada había que lo hiciese interesante. Quizá en otro estado de ánimo mi aprecio hubiera sido mayor, pero yo por aquel entonces hubiera preferido hallarme cubriendo una guerra, ataviado de casco blanco y chaleco con diez bolsillos, un alzamiento popular, corriendo por calles humeantes perseguido por la Stasi, esconderme en portales oscuros, acostarme con espías que probablemente morirían a la mañana siguiente -incluso con la misma Malinowski-  y no en ese paraíso de postal, dulzón y vegetal.

Sin embargo, toda mi apatía se esfumó a la mañana siguiente, cuando leí un titular en la breve versión en inglés que se adjuntaba al Drapva, diario local: a la mañana siguiente se iba a hacer efectiva –lo fusilarían al amanecer- la ejecución de un joven. “¡Pena de muerte en el paraíso!” imaginé en la portada de mi diario, mientras brincaba, en la cafetería del hotel. Qué antítesis, qué paradoja. Y la noticia no emitía ningún juicio de valor, no criticaba el cuando menos, discutible castigo, nadie pedía clemencia, simplemente lo anunciaba como quien anuncia la convocatoria de una plaza de cartero. En ese instante llegó el traductor. En el acto me abalancé sobre él, blandiendo el periódico, y le lancé dieciséis preguntas seguidas sin respirar, mientras golpeaba la noticia con mi índice, a punto de atravesar los papeles. Me miró divertido, y pareció no comprender mi sorpresa. ¡Ay, que ignorante fui en ese momento, creyendo que esa era la máxima sorpresa que podía albergar! “Se lo merece”, me comentó simplemente. “Pero, ¿qué ha hecho? ¿Violar a una niña? ¿Atentó contra el presidente? ¿Mató y se comió a su mujer y a sus hijos?”. “Casi peor: en las noches de verano, a las tantas de la madrugada, paseaba por el pueblo con una moto de cross sin tubo de escape. Ya sabe usted lo que jode eso… ¡Coño, es que se lo merece!”. Al principio me resultó un humor un tanto ácido, y fuera de lugar a todas luces. Le pedí que fuera serio, que me explicara causas, antecedentes, razones, fueros… Todo fue en balde. “Pero lea toda la noticia, ¿no es usted periodista?”. ¡¡En efecto, por los clavos de Cristo, la noticia no dejaba lugar a dudas: iba a ser ejecutado por molestar a los vecinos!! Todo me pareció irreal, absurdo, intangible…

Me senté, hice sentarse al traductor. Pedí un café doble (excelente café, curiosamente, el de Vindania), saqué la libreta: iba a escribir la crónica sin salir del hotel, como quien dice. Me explicó que, paralelamente a la justicia ordinaria, donde se juzgan robos, asesinatos, estafas, lo normal, en suma, existía el Juzgado de lo Antisocial. Si hacías burlas en el cine en una película romántica, te arrancaban las uñas una a una (polémico y de vehementes pasiones debió de ser el caso de un joven que hizo una pedorreta cuando enterraban a Denys Finch Hatton en Memorias de África). Por colarte en una fila te colgaban por los pulgares media hora. Conducir por el carril de la izquierda en la autopista nacional, echando destellos a los demás vehículos, sólo era castigado con veinte latigazos; por el contrario, lapidaban al que recorría la ciudad en coche, con los altavoces bajados y música bacalao a todo volumen.

“¿Cuántas veces ha deseado que diesen de latigazos al imbécil que te toca detrás en el cine y que te amarga la película?”. De hecho, haciendo memoria, así era. “Y le diré algo más: ¡en este país se fusila poco!”.

 

© Javier Millán. 2001

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