LA SOGA

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Un joven vio cómo su padre era consumido por una terrible y denigrante enfermedad. El desdichado que le había dado la vida empezó por olvidar dónde había puesto sus gafas y terminó por no recordar su nombre y sin reconocer a su esposa, y hasta por permanecer atado a una cama para evitar que escapara.

Profundamente afectado por los largos años de sufrimiento de su padre, el cual no tardó en comprender lo que le esperaba, y posteriormente, cuando el viejo ya no era consciente de sus actos, por el dolor de su madre al observar al hombre que había amado convertido en una broma macabra de sí mismo, y tras meses de meditación, tomó una decisión irrevocable: él jamás pasaría por el mismo calvario, ni se lo haría padecer a los suyos. Los doctores le advirtieron de la posible heredabilidad del mal, así que, cuando sintiese los mismos síntomas de la enfermedad, se quitaría la vida. La dignidad era algo irrenunciable para él, y sus hijos no le darían de comer papillas o le cambiaría los pañales como a un bebé.

Obsesionado con la idea, se imaginó a sí mismo cortándose las venas, volándose la cabeza, saltando a la vía del tren. Pero comprendió que cuando empezase a notarse afectado posiblemente no sería capaz de llevar estos actos a efecto, ante la vana esperanza de sanar, o de la posibilidad de que no fuese realmente el mal que acabó con su padre, sino tan sólo un decaimiento pasajero.

Entonces ideó el plan que iba a marcar su existencia de por vida, pues, de hecho, era la treta para acabar con ella. Plantó una encina en una val apartada dentro de las tierras de su familia, y decidió que, cuando uno de sus ramajes principales estuviese a la altura suficiente para colgarse con una soga, así lo haría, independientemente de su estado de salud.

Durante muchos años apenas visitaba el árbol, tan sólo para comprobar que no había sido ramoneado por un corzo, o que, en definitiva, seguía el curso natural de su vida. Conoció una buena moza en las fiestas del pueblo vecino, se casó con ella, tuvo numerosos hijos a los que alimentó trabajando duramente la tierra como hiciera su padre, pero a nadie comentó su plan. Cuando el ramal más ancho llegaba a la altura de su pecho, tomó una fuerte soga de atar balas de paja, y la colgó fríamente, con un nudo corredizo a su extremo, que arrastraba por el suelo.

Cuando eran ya más los cabellos perdidos que los que le restaban, cuando sus hijos le dieron los primeros nietos, cuando empezó a costarle levantarse por las mañanas, empezó a visitar la encina con más asiduidad, aunque observarlo tuviese el mismo efecto que vigilar un puchero puesto a hervir. La soga colgaba ya varios palmos, y un día que la observaba comiendo almendras, la sombra de una duda pasó por su mente: ¿sería capaz de llevar su plan hasta las últimas consecuencias? Pero era tal su determinación, era un plan tomado tan a largo plazo, que dicha duda se fue tan fugazmente como había llegado.

Una mañana su nieta lo despertó dando brincos en la cama. Se dio cuenta de que no recordaba el nombre de esa preciosa criatura que con enorme sonrisa le instaba a levantarse.

Agobiado y ansioso corrió a observar la altura de la soga. No se hallaba todavía a la altura de cumplir su fin, ni siquiera acortándola. Entonces el terror más completo le llenó por dentro. Se vio comiendo sopas que su mujer le introducía en la boca y que le caían por la barba, humillado, privado de su dignidad de hombre que ha trabajado de sol a sol, que ha dado a su mujer todo lo que ha pasado por sus manos, que ha visto orgulloso como sus hijos se convertían en hombres y mujeres. Esa misma noche sacó su escopeta de caza y marchó al monte. Se encañonó la cara, pero fue incapaz de disparar, certificando lo que temió desde un principio.

Con el mínimo alivio de que la enfermedad se limitó durante muchos meses a simples pérdidas de memoria, observaba desesperado como la soga no llegaba a la altura suficiente. Y la enfermedad empezó a manifestarse más crudamente cada día.

Movido a cierto punto por el pavor al contemplar al espectro de sí mismo transformado en un vegetal, al que las visitas pasarían a ver, emitiendo las palabras cacofónicas y vacías de sentido que se dicen a los bebés en las cunas, con expresión en el rostro de falso cariño que inútilmente intentaría enmascarar compasión y alivio a la vez –el que se siente cuando el mal lo sufre otro-, y tras explicarle a su mujer su horrible plan, una mañana corrió al árbol, se pasó la soga por el cuello, y decidió absurdamente esperar bajo la encina a que el crecimiento del árbol terminase con su vida.

Su mujer, horrorizada, corrió a contárselo a sus cuñadas, las cuales, al ver a su hermano, suspiraron entre lágrimas: “como padre…”. Varios hombres del pueblo lo arrastraron por la fuerza a su casa y lo ataron a la cama donde hubo nacido, donde pasó el resto de su enfermedad y de su vida.

 

Javier Millán. Ó 2002

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