Cada paso suponía para él un esfuerzo. Bajar una acera,
un desafío. Cruzar la calzada, una Odisea. Mi abuelo, en otros tiempos furia y
poder, se sostenía ya con dificultad sobre el bastón. Como hacía siempre que
mis obligaciones me lo permitían, lo acompañaba en su paseo previo al almuerzo.
Debida a esa complicidad que se da entre generaciones alternas –cuya
explicación posiblemente radica en el hecho de que no han coincidido en la
madurez, época en que surgen los más profundos roces- sentía gran afecto por
aquél anciano al que vencía la gravedad y aplastaban los años vividos, y la
forma en que los vivió.
Mi madre nunca pudo ocultar su rencor hacia un padre
nunca presente. Para un niño como el que yo fui había algo mítico en aquel
personaje que aparecía de año en año, cargado de regalos –tallas en madera,
colmillos de marfil, histriónicas máscaras de colores- y, lo más interesante,
de historias de lugares que a mí se me antojaban sacados de tebeos de
aventuras. Pero para una niña como fue mi madre, no había nada de fantástico en
un padre al que apenas reconoces cada vez que vuelve a visitarte al colegio en
el que te hallas interna.
Repentinamente
–tan repentino como el caer de una gota que lleva minutos formándose en la boca
de un grifo- mi abuelo detuvo su cansino paso, y tiró casi sin fuerzas de mi
antebrazo, en el cual se apoyaba. Me sorprendió verlo con la mirada fija. Me
volví en la dirección de sus ojos, y no vi nada digno de tanta atención. Volví
a mirar a mi abuelo, y observé sus ojos, hundidos hoy kilómetros al fondo de
las dos cavidades que hasta no hace tanto albergaban una mirada aplastante.
¿Qué debieron ver esas dos bolas de cristal durante tantos años de médico y
escritor en la oculta Guinea, el ignoto Amazonas, la lejana Madagascar que yo
localizaba una y otra vez, de puntillas, en el globo terráqueo que tenía mi
padre en su despacho, mientras relamía sus sílabas una y otra vez:
“Ma-da-gas-car”? ¿Y qué mirarían ahora? ¿El rostro demacrado de algún enfermo
de malaria grabada a fuego en su memoria? ¿El cuerpo inerme de algún compañero
muerto por un ignorante miliciano local con ínfulas de Ché Guevara?
Una vez que murió mi abuela, muy joven, de neumonía, mi
abuelo ingresó a mi madre y su hermano en sendos internados religiosos y
decidió dejar el consultorio en su ciudad natal, a la que había vuelto hacía no
mucho, cuando se hizo consciente de que su cuerpo no aguantaría un viaje más, y
por la que ahora paseábamos, y marchar con la Cruz Roja donde fuera menester,
mientras fuera lejos, cuanto más lejos mejor. Hoy en día no hablaba casi de sus
viajes, aunque sé que sólo lo que ocultaba hubiese llenado cuatro vidas
completas de cualquiera de los atareados transeúntes que cruzaban raudos por la
calle por la que paseábamos. Por retales que fui pegando de historias
escuchadas a mi madre, a mi tío, a mi propio abuelo, sé que su vida fue un
cúmulo de vivencias que resultarían fantasiosamente exageradas si leídas en una
novela de Verne o vistas en una película de Spielberg. Sé que no se limitó sólo
a estudiar enfermedades tropicales y llevar a cabo campañas de vacunación. Sé
que lo expulsaron de la Cruz Roja por tomar partido en alguna revolución, sé
que empuñó un arma más de una vez, le he visto cicatrices terribles al ayudarle
a desvestirse, que él siempre ha explicado como “cortes al afeitarse”. Me
consta al ver fotos antiguas en las que su porte es abrumador –con tópicos
vestidos coloniales, rodeados de aborígenes atónitos o camaradas sonrientes-
que debió mantener romances innumerables pero que no volvió a casarse. Que tuvo
amigos inseparables de los que no queda rastro de ninguno. Que conoció
prisiones, que sufrió torturas… ¿Por qué causas? No lo sé. Pero lo que sí sé es
que no puedo compartir el rencor de mi madre, porque yo, hijo de la sociedad
del bienestar, en una época en que no queda selva por explorar, islote al que
dar nombre, cumbre que hollar por primera vez, daría ahora mismo una mano por
experimentar la enésima parte de la vida de mi abuelo.
Ahora fijaba la mirada en algo que yo intentaba imaginar.
Por un instante giró el cuello y miro a su alrededor, como haciéndose una
composición de dónde, de entre los cientos de lugares que había conocido, se
hallaba ahora. Preocupado, le pregunté si se encontraba bien. Me miró por un
momento, y vi que las lágrimas afloraban desde el fondo de las cuevas. Volvió
de nuevo la atención hacia ese fantasma aparecido, mientras empezó
nerviosamente a mover la dentadura postiza, y a balbucear sonidos inconexos.
Parecía querer decirme algo. Le posé un brazo en el hombro para tranquilizarlo,
pues no dejaba de mover los labios nerviosamente, y temí por su debilísimo
corazón. “¿Qué sucede, abuelo? ¿Qué has visto?” Me volvió a mirar, y, al fin,
dijo, señalando con un gesto de su cabeza:
- Aquí… Aquí… Aquí besé a tu abuela por primera vez.
Javier Millán. Ó 2002