La verdadera Laura

 

La conocí en una fiesta de quince años, su aspecto contrastaba notablemente respecto de todos los invitados, vestía un largo vestido negro, llevaba varios aretes en cada oreja y un enorme aro pendía de su nariz. Sus labios estaban pintados de azúl obscuro, así como sus uñas y las sombras en sus ojos.

Era, según me dijo, una dark militante, feminista de la diferencia y una verdadera cabrona, según fuera su humor o el tipo que quisiera pasarse de listo con ella.

En esa ocasión, como me ocurre normalmente, yo vestía como un auténtico nerd de diecisiete años; aún no logro entender porqué la invité a bailar ni porqué aceptó ella. Lo cierto es que después de bailar nos sentamos juntos y platicamos  bastante rato. Al final había obtenido su número de teléfono con la promesa de salir juntos si me atrevía a llamarle.

La situación no está como para despreciar un ligue, así que el siguiente lunes, a las siete de la noche en punto marqué su teléfono. Imaginé que por la hora no la encontraría en casa. Una mujer de sus caracterísicas debe llegar por lo menos a la una de la mañana a su hogar, después de entregarse al desenfreno de sus pasiones.

Me sorprendió encontrarme con una voz bastante amable del otro lado de la línea, era su madre, que pareció agradecida de tomar mi llamada. Después me contestó Laura, estaba viendo videos de Marylin Manson -dijo-, también aceptó mi invitación para vernos al día siguiente.

Apareció vestida con unos pantalones aguados y una blusa que permitía ver claramente un tatuaje de media luna en su ombligo y una especie de murcielago en su brazo izquierdo. ¿A dónde puede llevar un teto como yo a una mujer como ella? reflexioné un instante antes de invitarla a Vips. Se encogió de hombros a manera de aceptación.

En el camino se fumó más de media cajetilla de cigarros, tenía un ademán bastante especial para sacar cada cigarrillo del empaque, mientras fumaba hablaba sosteniendo la boquilla con la comisura de los labios. Sí güey, no pendejo, claro cabrón, contestaba a mis intentos de plática.

Finalmente me atreví a preguntarle, ¿por qué había aceptado salir conmigo, no te parezco aburrido?, dió una chupada larga al cigarro y mientras sacaba el humo entre los dientes mencionó con la mayor tranquilidad del mundo: he decidido hacerme asesina en serie y tú serás mi primera víctima. Acto seguido me mostró un panfleto dónde se mostraban las instrucciones para cometer un asesinato e ingerir carne humana.

Me quedé de una pieza, así que esta hija de la chingada me quería convertir en moronga y hacerse tacos de tripa con mis intestinos. Mi primer impulso fue largarme de ahí, pero en ese momento, por debajo de la mesa alargó su mano hacía mi pene y comenzó a acariciarlo. La súbita erección me impidió realizar cualquier movimiento.

Salimos del restaurante sin decir palabra, su silencio me hacía sentir que era capaz de cumplir su amenaza, comencé a pensar la mejor manera de librarme de ella. Mi brillante ingenio no dió para más que decirle: tengo que llegar temprano, mañana presentó un examen. Se rió a carcajadas, encendió otro cigarro y contestó: ni madres, primero me acompañas.

Algo había en su voz que me obligaba a obedecerla. Me indicó entonces que iríamos a casa de una amiga que vivía sola, después podía hacer lo que se me diera la gana.

El rumbo al que llegamos era una unidad del Infonavit bastante deteriorada; tocamos en un departamento del último piso, salió una mujer que por su atuendo podía pasar por una réplica exacta de Laura. Incluso los tatuajes eran idénticos. Ella es Sonia,  mi hermana de sangre, dijo, y hoy vamos a bautizarnos. Ambas rieron estruendosamente.

Me senté en un sillón que parecía recogido de un basurero, un gato negro se paseaba a gusto por la estancia, parecía ser el dueño de la habitación. Laura y su amiga se quitaron la blusa y me mostraron sus pechos incipientes. Su amiga entró a la cocina y regresó con una vela negra encendida. Ahora sí te va llevar la chingada, me dijo.

Encendieron en estéreo y se comenzó a oir la monótona melodía de un CD de Manson, Laura se subió a horcajadas en mis piernas y tomó mis manos mientras me besaba introduciendo su lengua hasta mi garganta. Cerré los ojos un instante, en un esfuerzo desesperado por aguantarme el vómito. Cuando los abrí, miré por encima del hombro de Laura a su amiga acercándose con un enorme cuchillo en la mano derecha.

Providencialmente el gato negro vino a sentarse justo a mi lado, esperando seguramente alguna caricia; lo tomé del rabo y asesté con él un duro golpe en la cabeza de Laura. Aprovechando la confusión arremetí contra mis torturadoras armado con el gato, sus maullidos se hacían insoportables cada vez que conseguía golpear a una de mis atacantes.

La amiga de Laura soltó el cuchillo mientras se cubría la cara con las manos y gritaba: Cálmate güey, no te vamos a hacer nada, ya no mames, suelta al pinche gato.

De pendejo iba a soltar al felino, con él podía defenderme mientras alcanzaba la salida, había dejado de maullar cuando, al equivocar un golpe, lo estrellé en un muro. Cuando estuve cerca de la puerta arrojé al animal al sillón y salí corriendo.

Mi siguiente encuentro con Laura ocurrió tres meses después, llevaba puesto un uniforme de secundaria de una escuela religiosa; de su naríz y orejas no pendía arete alguno, pensé que me evitaría, pero contrariamente se acercó a saludarme sonriendo y dándome un beso en la mejilla.

¿Cómo estás?, me preguntó como si jamás hubiese ocurrido el episodio en el departamento de su amiga. ¿Por qué no me has llamado?, háblame mañana para salir a dar una vuelta. A propósito, no le digas a mi mamá a dónde fuimos la vez pasada, es que no le gusta que me junte con Sonia y me regaña si sabe que fui a su casa.

 

Héctor Morán © 2003

 

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