MI
VERSIÓN DE LAS JUGADAS
Si te postran diez veces, te
levantas
Otras diez, otras cien, otras
quinientas...
No han de ser tus caídas tan
violentas
No tampoco, por ley, han de ser
tantas.
Almafuerte
Me
dijeron que no lo contara pero no me va a importar hacerlo, al menos lo haré de
forma breve y aquí mismo lo narraré como una de esas crónicas rojas de
periódico que se leen sin parpadear. Me dirán que habrá lugares comunes,
personajes simbólicos o hasta voces identificables pero asumo que cada cual usa
el traje que más se le acomoda y lo luce sin prejuicio. En otras palabras, al
que le caiga el guante que se lo chante como dicen en las esquinas sucias de
las calles. Les diré entonces como surgieron los hechos.
Resulta
que me reuní ese sábado con Pacho cuando el reloj cojo del barcito de los
encuentros marcaba las cinco y treinta cuatro de la tarde. El día había estado
caluroso y olía a humedad por todos los rincones. La idea era meterse en un
edificio de la universidad a ver el partido de Colombia contra Venezuela por
las eliminatorias al mundial. Nos acomodaríamos en un cuarto de multimedia, por
aquello de la pantalla gigante, el sonido ambiente y demás fantasías de la
tecnología. Toda la ciudad desconocía este evento que para nosotros era algo
trascendental, nuestro país en una batalla fratricida contra su vecino. Para ir
calentando motores nos tomamos unas politas antes y comentamos los diferentes
pros y contras de los dos equipos. Yo
propuse mi alineación y lamenté la ausencia de Super Leider en el ataque amarillo.
Con todo y eso las esperanzas y las ilusiones del triunfo se mantenían y la
cabeza iba perdiendo su lucidez entre sorbos de cerveza, miradas furtivas a
gaticas generosas de senos pequeños y bocanadas de humo de cigarrillo.
Llegamos
al Edificio Wright, el de Liberal Arts como dicen aquí. Allí
rápidamente cuadramos el computador del mejor salón que encontramos, bajamos la
cortina para el proyector y fuimos a la dirección de Internet donde
supuestamente veríamos gratis el partido. La primera sorpresa de la tarde fue
que este portal, tan patriótico el malparido, ya no era gratis como antes,
y ahora había que hacer una donación
obligada para ver cualquier transmisión en vivo y en directo. Las donaciones
arrancaban con treinta dólares y de ahí en adelante subían según las
expectativas del cliente de turno. No se podría ver el partido, esa era la
sentencia que yo al menos rumiaba.
Por
supuesto ni Pacho ni yo pagamos y resolvimos escucharlo por radio y ese sería
el segundo gran error de aquella tarde. Claro, todas las emisoras estaban full, era físicamente imposible
conectarse con cualquier emisora que estuviera emitiendo el dichoso partido que
había sido denominado por la prensa especialista en dramatizarlo todo: “de vida
o muerte”.
Así
las cosas nos contentábamos con ver en
algunos portales la transmisión en línea de cada jugada, es decir el
resumen del partido minuto a minuto que ya para ese momento estaba por la mitad
del primer tiempo e iba empatado. Bueno, pues se pasó el primer tiempo, se
inició el segundo y hasta ese momento ni televisión, ni emisora ni nada de
nada. Cuando faltaban por allá 20 minutos para acabar esa recocha, nos
conectamos con Radio Patria Libre, “la emisora vocera de los marginados”; tanta
espera finalmente parecía verse recompensada. Pero no, escuchar esos últimos
veinte minutos fue una tortura china, fueron
horas debajo del agua. Venezuela atacando y Colombia contra las cuerdas
salvándose. Como siempre digo yo, esa película de dolor y drama la vengo
escuchando y viendo hace rato, desde que estaba chiquito, algunas veces con mi
equipo local, otras con la selección, y ahora que lo pienso despacio... hasta
con mi vida.
Hasta
el último minuto Colombia se salvó de una derrota cantada. Yo caminé ese salón
en todas las direcciones posibles y a veces miraba por la ventana fijamente a
un árbol encorvado y gris que estaba cambiando de color advirtiendo el retorno
del verano. Recogí pedazos mordidos de tiza en el suelo, toqué por error
algunos chicles pegados en los bordes de lo pupitres y conté veintidós veces
las veintidós sillas desordenadas que descansaban vacías. Pachito, tan taimado
él, se recostaba en la silla del profesor y se frotaba las manos como si fuera
el director técnico del equipo. A la larga todo indicaba que era un buen negocio
haber empatado con los “venecos” pues terminamos pidiendo tiempo. Conclusión:
cero (como dice mi mamá). Venezuela nos había robado puntos que después
seguramente lamentaríamos. Me pregunté una y otra vez el porqué de este plan
tan sencillamente estúpido.
Apenas
se acabó el partido cada uno de nosotros tomó un rumbo indefinido, Pacho se fue
caminando cabizbajo tal vez a un bar del centro y yo a la casa a leer el
Internet y ver que decían las más recientes informaciones relacionadas con esta
tragedia nacional. En las calles, la lluvia tímida comenzó a caer y la gente
sin inmutarse pasaba por delante de mí, absolutamente nadie sabía aquí en este
pueblo ajeno que mi selección iba camino al precipicio. ¿Con quién se podía
comentar o compartir esta desgracia? pues, con nadie imbécil...yo mismo me auto
insulté silenciosamente.
Pachito
y yo nos despedimos y enseguida nos recordamos la cita del día siguiente, el
famoso asado de despedida de clases y comienzo de las vacaciones de verano. Por
ahora había que mascullar la tristeza pensando en el marranito tostado con
salsa de manzana del próximo día.
El
día siguiente llegó sin falta y dentro de un marco aburrido hasta el cansancio
nos congregamos esa tarde para ver como se asaba un chancho gigante con todos
los ingredientes de la cocina popular. El animal crucificado apenas dejaba ver
su letanía. Qué desgracia, pensé yo, hasta el marranito parecía pagar la
condena de la debacle deportiva nacional. Este exquisito cuadrúpedo era o sería
el paño de agua tibia para amainar la tristeza del día anterior. Los comensales
fueron llegando uno a uno. Todos aparecían bien ataviados para la ocasión. El
clima permitía ver sandalias, gorras, bermudas y camisetas de colores vistosos,
en especial el naranja y el amarillo pollito, muy de moda en esta época. Por su
parte las mujeres, amigas o conocidas casi todas, dejaban ver sus pocos
atributos físicos y se entallaban en ropas ajustadas. Se veían y olían
minifaldas, pantaloncitos calientes y mini vestidos de telas transparentes que
llamaban la atención del grupo masculino que se aglomeraba más y más alrededor
de unas cuantas mesas de frutas, bebidas, papas fritas y desde luego el cadáver
del rey marrano. Entre toda la comunidad en regocijo por el evento social
estaba Janet, la paraguaya alegrona de facciones suaves, carita de “yo no fui”
y culo respingado. Estaba sola pero jugueteaba con varios, mientras yo esperaba
la oportunidad para acercármele… iluso yo: aquella oportunidad jamás llegó. Sí,
ella, Janetcita, la misma que me cerró la puerta de su casa una noche de
invierno después de un tembloroso “tal vez”...
Pasaron
los minutos, las horas, se oyeron carcajadas, se escuchó merengue ripiado,
vallenato y salsa de Nueva York, una que otra ranchera y hasta los Beatles tocaron su “All you need is love”. Comieron, comimos y hablaron, hablamos.
Todos opinaron de lo divino y de lo humano. Nadie llegó a conclusiones
interesantes, algunos bailaron, nadie cambió su vida después de las insípidas
discusiones que inflaban el pecho de muchos. Todos cayeron, caímos en la
tenebrosa opinadera y el reiterativo culto al ego de la mayoría de estudiantes
de maestrías y doctorados. El rey se desapareció, quedó desmembrado, solo su
cabeza parecía tener forma entre vasos desechables, platos, cubiertos, líquidos
de colores derramados y restos de comida. La mesa que había dado aposento al
rey había quedado convertida en una miseria de despojos gastronómicos. Todos,
absolutamente todos hicieron muy bien su papel. Sólo cuando la noche se asomó y
cuando el licor hizo su efecto hubo caras de llanto, de nostalgia y de ¿por qué
putas estamos en este país?
Finalmente,
partimos entre reflexiones banales y entre estrujones estomacales por la
sobredosis de chancho consumida.
-
Mañana si va ser... - tajantemente sentenció el obeso Tobías con su acento
guatemalteco. Mañana en la noche los recojo y les presento las que nos alegran
la vida, las de todos, las de nadie, las prepago.
Efectivamente, el gordito y Pacho llegaron a mi viejo apartamento
la noche siguiente como lo habíamos acordado. Yo estaba solitario escuchando y
recordando a Slayer. Cuando la mano
del gordo golpeó la puerta en mi mente galopaba Angel of Death. El amorfo individuo llegó fumando muy puntual y
animado como pocas veces. En el camino a Cedar
Rapids, manejaba a toda y se mostraba frenético; por breves espacios de
tiempo olvidó su vida solitaria y con la idea fija de regocijarse ante los
cuerpos esbeltos femeninos cantaba a gritos. En su carro sólo se escuchaba Guns and Roses y Metallica, todo un ambiente de chicos malos en busca de chicas
malas muy al estilo de una película gringa de teeneagers, pero
protagonizada esta vez por tres trentones sedientos de alguna migaja de placer.
Una migajita miserable al menos...
Me pareció en verdad que Tobias se tomó esta noche de libertad muy
en serio. Algo reprimido andaba y quería desahogarse. No sé, me imagino que la
monotonía diaria, lo mismo de siempre, la mujer deseada que camina de la mano
con el hombre deseado por ella; en fin,
tantas causas que destruyen y taladran de a poco la ilusión de un “ésta
vez sí”...
Cuando llegamos al pueblo en cuestión, observamos que este
gordo marrullero, tenía dos lugares bien seleccionados con direcciones, precios
y reviews de periódicos. Fuimos al primero, el más barato, y el
ambiente era un somnífero visual. Había tres damiselas, buenas, muy tetonas
pero las demás bastante feas por decir poco. Causaba sorpresa ver algunas de
estas féminas, que no tenían nada que hacer ahí, paradas esperando atender al
necesitado de la noche. En todo caso parecía que clientela había para todas.
Eso sí las pintas de los clientes era de bebedores de un bar de la décima con
diecinueve en Bogotá. Yo ya me estaba aburriendo y pensaba en cómo
recuperaríamos los puntos perdidos con la hermana Republica de Venezuela.
Después de unas dos horas de estar en este particular recinto nos
fuimos al otro que terminó por ser el casi soñado. Estaba ubicado detrás del
aeropuerto, o tal vez al lado, dependía
de la perspectiva. En este luminoso contexto los consumidores llevaban el
alcohol, pagaban la entrada y disfrutaban de la función. Al entrar se
alcanzaban a ver más de 25 mujeres entre los 20 y 28 años, altivas, bien
formadas y en insinuantes trajes de lentejuelas y canutillos de la peor
calidad. Algunas en minifaldas, olvidaban las indicaciones de mamá al sentarse,
otras caminaba el recinto en minúsculas tangas, otras más bailaban y se
retorcían haciendo poses imposibles al frente de las narices de los clientes
que gozaban a medias en el reino del ver pero jamás tocar.
El gordo en los dos lugares estuvo muy seguro, tiró billetes
de a dólar constantemente. Pero ninguno de nosotros se animó a un private dance con las moachas, era como
caro y de hacerlo nos quedaríamos sin la posibilidad de los mini showcitos de a dólar que aliviaban la
ansiedad pero que despertaban bruscamente el volcán del morbo.
Pacho sí estuvo muy parco, poco, muy poco invirtió en este juego
de pagar por observar carne fresca de la mejor calidad. Sólo cantaba las
canciones de rock pesado que ponían y tomaba cerveza continuamente sin mediar
palabra. Más de uno lo miró con sorna, su inglés no era el mejor y su
entonación era aun peor. Yo gasté, quería gastar, pero en algunos momentos me
mostraba tímido, más cuando pensaba en el mercado, las tarjetas de crédito, el
arriendo y blah, blah, blah.
Lo que no me gustó de este juego era que todo giraba en torno a
dejar al consumidor iniciado, medio muerto y cuando uno iba en plena carrera
hacia el clímax mental de la imaginaria penetración lo paraban en seco las
niñas: “Don´t touch me please!”
Poco a poco las botellas se consumieron, la plata escaseo y otra
vez el partido se perdía. Al final a Tobias le entró el afán y con firmeza nos
dijo: "tres minutos más y me voy... con ustedes o sin ustedes". Ante
esa sentencia y ante la inevitable posibilidad de agarrar buseta a esa hora,
como en los viejos tiempos bogotanos, nos tocó irnos no sin antes ponerle un
último dólar en la tanguita a una niña bustona, de cara angelical pero con
mentalidad de prestamista usurera. Ese fue el último polvo imaginario, el
pajazo mental para cerrar la noche.
A mi regreso muy pasadas las dos de la mañana, en el silencio
amargo del apartamento pensé en el gol jamás anotado por la selección; en la
celebración del triunfo o en la felicidad del país por haber conseguido tres
puntos más; lo creí y convencido me repetí que el pueblo merecía esa alegría.
Yo sí que la merecía también. Vi también un asado fabuloso, buena comida
servida con el mejor vino; amigos del ayer y conocidos del presente honestos y
humildes; todos ellos festivos y amables hablaban verdades y sólo verdades.
Nadie en esa imaginaria fiesta quería impresionar a nadie. También, se me
antojó la idea de una noche de ensueño en un bar de niñas complacientes. Allí
conocía a la mujer deseada y admirada que se salía de su criticada labor para
entregarse a mí simplemente por amor en un romance de novela rosa. Cuando estas
fabulosas pero irreales ideas se estrellaban con violencia en mi atolondrada
cabeza sonó el teléfono y mi gato maúllo. Levanté la bocina y era Janet:
- Nene, siento mucho llamarte a esta hora pero estoy en First Avenue, la disco que queda a tres
o cuatro cuadras de la biblioteca, mi carro no arranca y yo necesito a alguien
que me lleve a la casa, estoy extenuada... además mi Raúl está de farra aun
celebrando el empate de Venezuela....con ese empate ellos ya están listos pal´
mundial... en cambio ustedes... ¿ah, qué dices? ¿te espero entonces? – remató a
quema ropa con su voz acaramelada.
Inmediatamente sentí un dolor de espalda que me paralizó por unos
pocos segundos; una corriente de frío subió hasta mi cabeza y regresé a momentos de mi niñez en mi país.
Observe a los amigos del pasado que se burlaban de mi presente y un aguacero
furibundo caía en Bogotá. Por seis o siete segundos cerré los ojos; colgué el
teléfono y me dormí tarareando el vallenato “Vivo en el limbo” de Kaleth
Morales.
Alvaro Antonio Bernal © 2006