El cofre
I
El aire caliente y húmedo de la
mañana hacía difícil el ascenso. Y el terreno pesado por la tierra blanda por
la lluvia intensa de la noche complicaba más aún la marcha cuesta arriba. Una
espuma blanca se formaba en el pelo marrón mi zaino Terrón, allí dónde las
riendas rozaban el cogote. Pero era preferible aquel esfuerzo inicial para
luego marchar por la meseta, aunque el monte fuera más tupido y camino menos
despejado .Los torrentes no lo habrían afectado tanto como al que recorría la
falda de los cerros.
Cuando el zaino puso el primer remo en la
meseta, como entendiendo que todo sería más fácil de allí en más, terminó la
subida como en un envión nervioso y luego, estabilizado en la marcha suave,
lanzó un bufido que me pareció de satisfacción o alivio. A pesar de lo
asfixiante del aire, no dejaba de ser bueno andar por el monte en ese momento.
Todo parecía más verde, los olores más intensos y el trino de los pájaros más
estridente. Era la vida renaciendo.
Al poco andar vi como el zaino erguía las
orejas en señal de alarma. ¿Un puma? ¿Un jabalí? Me pareció que no, porque
Terrón no había variado la marcha, no hubo tensión en los músculos, como sucede
cuando la adrenalina prepara al cuerpo para huír. Fue sólo la percepción de
algo que no es habitual. Un sonido, un olor, lo que no esté en los registros
genéticos. Sin preocuparme pero sin perder la atención, seguimos avanzando; yo
pensando los ojazos oscuros de una morocha y el zaino quién sabe en qué.
Mi caballo reiteró un par de veces el gesto
con las orejas y me pareció que cada vez con más intensidad. Yo sabía que no
era un animal. Pensé en una osamenta pero después de aquellas lluvias tan
copiosas, nada que fuera medianamente liviano y sin raíces podría haber quedado
por allí. Una media hora más tarde tuvimos que rodear un algarrobo enorme
derrumbado por un rayo. Las dos mitades extendidas sobre la tierra, además de
haber aplastado a otras plantas, parecían los brazos inertes de un crucificado.
El zaino se negó a rodear el algarrobo hacia
Ni bien dio un tranco, fue como si
hubiésemos traspasado una línea imaginaria pero de existencia real. De pronto
los sonidos entraron en sordina, el aire se volvió frío y seco y un olor a
ozono, como saturado por un rayo, invadió mi nariz. No quise someter a mi
cabalgadura a un acercamiento forzado a aquella piedra, apenas eran unos
cincuenta metros. Desmonté tanteando la cintura para asegurarme que aún estaba
ahí el Smith y Welson. Até la rienda al rebenque que dejé en el suelo, delante
del zaino y comencé a avanzar. Me santigúé por si acaso.
La piedra, no demasiado distinta a
cualquier otra de aquellas montañas, emergía un metro y algo de la tierra con
una base de unos dos metros y una forma cónica irregular. Lo extraño era el
color. Intuí algo en eso. Y lo pude comprobar, luego de revisar la base y
comprobar que nada extraño había allí, comencé a rodearla. Y pude ver a medida
que giraba en torno, que su color era más oscuro. Variaba del marrón chocolate
de cualquier piedra, al negro carbón pero en la cara que daba al Este, era de
un negro tordo, como brillante e irisado. Y esa zona brillante era como una
cuña con el vértice hacia abajo. Como hipnotizado seguí con la mirada esa señal
y allí, emergiendo de la tierra oscura, un trozo de metal, como una pequeña
pirámide, brillando en la cara dónde las piedritas lo habían bruñido con el
roce. Cuando me agaché y estiré la mano para tocarlo, escuché el relincho de
Terrón y un galope sordo sobre el pastizal reverdecido. No era fácil
Durante media hora más o menos, me
dediqué a quitar tierra y piedras alrdedor de lo que, al final de la excavación
pude saber que era un cofre. Tendría unos cuarenta centímetros de largo, por
quince y quince de alto y ancho. La tapa era combada. Digo tapa porque la forma
así lo indicaba pero no había ranura diera la idea de que esa parte fuera una
tapa. Me quedé observando totalmente absorto aquel extraño objeto, haciéndome
preguntas sin respestas. ¿Cómo llegó hasta allí, quién lo trajo, porqué en esa
piedra? Y la gran pregunta… ¿Por qué me tocó a mí hallarlo? El chillido de un
chimango me sacó de la abstracción y volví a la realidad compleja que
enfrentaba. Estaba allí, sin cabalgadura, lejos de mi casa y de la de ella y
con ese misterioso objeto en mi poder. Por intuición o por no tener más
remedio, seguí las huellas del zaino. No era difícil en aquella tierra blanda.
El rastro se internaba en lo más espeso del monte. Parecía que los pájaros
callaban al acercarme. Detrás de unas matas salió una liebre sobresaltándome
más de lo habitual. Es que el frío del metal traspasaba la tela de la camisa y
parecía no amainar en contacto con la piel, sino incrementarse. Y no era un
frío resultado de la falta de calor. Era un frío vibrante, no físicamente
vibrante. Parecía que el contenido del cofre estuviera pujando por salir. Si
así era… ¿Qué contenía áquel cofre que necesitaba escapar del encierro para
decirme qué cosa? Me pregunté porque había pensado “decirme”. ¿Qué razón tenía
yo para pensar que un objeto pudiera decirme algo?
Un kilómetro más adelante hallé al
zaino. El rebenque se había trabado en la raíz desnuda de un piquillín. Mucho
antes de verlo escuché su relincho nervioso, alerta y tenso. No era difícil
comprender que aquel cofre ejercía una mala influencia sobre el ánimo de mi
caballo. Por lo tanto, lo dejé y me acerqué con cautela, hablándole ni bien lo
ví. Una vez junto a él, comencé a sobarlo con tranquilidad. Al contacto con mi
mano, el cuero se estremeció como picado por un tábano. Las orejas alternaban
la rigidez erguida de alarma, con el repliegue agresivo contra el tuse prolijo.
Me sentí algo tonto argumentando a mi caballo que no había razones para temer.
Que le garantizaba que nada iba a pasarle. A medida que le hablaba, sentía que
su musculutura se relajaba, las patas comenzaron a moverse impulsando el cuerpo
en un vaivén, el clásico movimiento que preanuncia el comienzo de
II
Los perros salieron en eufórico tropel a
recibirme. Como siempre el Cacique venía delante, el más sagaz, el más alerta.
La Pepa después y cerrando la jauría lo dos cachorros que quedaban de la última
parición. Los nombré a todos, como siempre, con cariñosa firmeza para que
fueran amainando los ímpetus. Terrón se ponía un poco nervioso con tanto
ladrido alrededor. Desmonté pisando mi larga sombra, que se extendía por el
patio a merced de la luz rojiza del atardecer. Un chingolo manso daba saltitos
cerca de la puerta de
Mientras desensillaba al zaino recordé
los sucesos del día y con un poco de pesar por lo que estaría pensando Amalia,
rememoré el instante en que decidí volver. No fue una decisión fácil, extrañaba
a aquella mujer más de lo que a mí me gustaba extrañar. Tal vez sería aquella
mezcla de mansedumbre y terquedad que daban ganas de ella. Y aquella gracia
liviana en la danza, como un vuelo prometedor y regalón. Y ese perfume que
Pero la inquietud de Terrón, lo insólito
del hallazgo me dieron la idea de que no era bueno llegarme hasta lo de Amalia
con aquel objeto. Además tenía cierta prisa por develar el contenido. Y
vaya a saber que podría pasar al momento de abrirlo. No creo en duendes ni
fantasmas pero nunca se sabe. Mientras se calentaba el agua para el mate
encendí
Mientras el mate con su sabor me ayudaba
a relajar la tensión provocada por los sucesos del día, inspeccioné una y
otra vez el cofre. Fue en vano, no había en él ni el mínimo indicio de una
abertura, de una señal que demostrara que podía abrirse por algún lado. Otro
misterio se sumaba al de su aparición en ese sitio por el cual no acostrumbro a
pasar. No hubo caso, por más que me devané los sesos, aquello no tenía
solución. Abandoné la búsqueda pensando en llevarlo al pueblo para ver si el
herrero podía darme una mano. Cuando el sabor de la yerba entró a aflojar
y el agobio del fracaso ante el cofre, una nostalgia por Amalia me ganó el
sentimiento. Me afloró el verseador que todo hombre enamorado lleva dentro, me
empezaron a rondar el pensamiento unos versos que venían a buscarme en
ancas de un hambre por los besos de aquella boca ausente. Tomé la guitarra que
estaba sobre el catre. El aire caliente y húmedo del día había destemplado las
cuerdas. Las fui templando una a una, con inquietud gozoza, como si desde
dentro estuviera pugnando por salir algo vital y desbordante. Cuando todas las
cuerdas tuvieron el sonido requerido, intenté un acorde lento y profundo. Al
quedar vibrando la prima y la sexta parecía un alambre pulsado por el viento,
escuché un chirrido grave y áspero a mis espaldas. Un escalofrío fugaz e
intenso me recorrió la espina dorsal. Sabía perfectamente qué había producido
aquel sonido, aunque en una negación entre supersticiosa e incrédula me costaba
reconocerlo. No había ninguna duda, el cofre se había abierto quién sabe a
razón de qué.
Esperando encontrar vaya a saber qué
cosa, giré lentamente el torso sin abandonar el asiento. Me apuraba la
curiosidad pero me detenía el temor. Al fin lo ví, sobre
Igual que el otro, no tenía el más leve
indicio de una abertura. Por lo tanto de inmediato deseché la búsqueda de una
manera de abrirlo. Y me dediqué a reflexionar que podía haber pasado, que hecho
podría haber propiciado la apertura de la caja metálica. No tardé en deducir
que no podía haber otra razón que el sonido de
Me quedé largos instantes mirando absorto
aquellos cinco cofres que parecían los carros de un convoy que disminuían su
tamaño en un simulacro de perspectiva. Las preguntas giraban en mi cabeza como
moscardones zumbadores. Pero la que con más insistencia asomaba era “¿Por qué?” Como una chispa en
la oscuridad recordé que cuando inicié el viaje había pensado con insistencia
en el parecido de Amalia con mi buela Juana. Mientras buscaba las razones que
unían los dos hechos, tomé sin pensar el cofre más chico. Y con igual sin razón
acerqué mi nariz al interior del recipiente, pensando en mi abuela Juana. Y
como si un mandato misterioso lo ordenara, un intenso olor a pasteles recién
hechos brotó del cofre. Si algo tenía de característico mi abuela eran sus
insuperables pasteles de dulce de membrillo con almíbar. Me inundó el olor a
dulce de membrillo caliente y al del almibar perfumado con cáscara de naranja.
Esta última revelación superaba todo lo
que me había sucedido en torno al cofre. Que áquel recipiente de metal pudiese
recrear mis recuerdos olfativos era más de lo que pude imaginar nunca. A pesar
del asombro no pude dejar de preguntarme el objeto de toda esta historia. Un
margen de duda acerca de la veracidad de lo vivido me llevó a realizar un nuevo
intento. Busqué en mi memoria un nuevo nombre, pensé en mi madre y un intenso
olor a lejía en sus manos mientras me abrochaba la camisa vino a mi realidad.
Siempre que olía lejía me acordaba de mi madre y sus manos recorriendo los botones
de mi camisita de seis años. Luego pensé que tal vez era “fácil” para el cofre
recrear olores de gente querida. ¿Qué sucedería si recordaba personas a las que
aborrecía? Como no soy de rencores insistentes me costó elegir un nombre. Me
quedé con el de un sujeto que había traicinado mi confianza pero del cofre no
salió nada. No sé porqué sentí como si hubiera encontrado en el cofre un
eslabón débil, una falla que me reinvicaba de tantas dudas. Y entonces fue que
un olor a podredumbre me llevó hasta el patio con el estómago dispuesto a
regresar al exterior todo lo que había provenido de él. Miemtras respiraba
profundamente para aliviar las naúseas, con la cabeza liberada de toda atención
que no fuera de la de evitar un desborde, la cifra cinco titiló en mi
pensamiento, como un llamado de atención. Si el cofre pequeño había recreado
mis recuerdos olorosos y los cofres eran cinco… ¿No existía la posibilidad de
que los otros tuvieran el mismo efecto con el resto de los sentidos?
Mi intuición no había fallado. El cofre
siguiente reprodujo los gustos y sucesivamente a medida que aumentaba el
tamaño, el tacto, el oído y
Si lo que había sucedido hasta entonces
me pareció asombroso, lo que vendría ponía a lo anterior como en juego
inocente. Un zumbido de violín destemplado hizo vibrar aquella pirámide de
bronce. Y una incandescencia de fuego dorado me hirió las pupilas. El hechizo
comenzaba.
III
Aturdido por el sonido agudo y
cegado por el resplandor dorado, me invadió una modorra lúcida, como si
estuviera en un recinto oscuro y en un rincón de él una luz focalizara los
objetos del sitio iluminado. Un tráfago de sensaciones caóticas, como la suma
superpuesta de innumerables pesadillas, giró con un vértigo de avalancha.
En un momento deseé con toda intensidad
no haber caído en aquel laberinto de irrealidades alusinadas. Volver a estar
sobre el lomo de Terrón, el manso zaino sin necesidad de trepar a
En mí pugnaba la necesidad imperiosa de
quedarme definitavemente instalado en un grato recuerdo de la niñez, áquel de
mi primer galope con el viento haciendo brotar lágrimas de mis ojos. Pero era
inútil, a esa imágen feliz le sucedía la visión horrible de mi amigo Andrés
aplastado por los cuernos de un toro y de mi impotencia al comprobar que el
pechazo de mi caballo era inútil ante los mil kilos de furia empecinada del
pampa.
Pero aquel desfile de recuerdos no fueron
nada en comparación lo que sucedería luego. Las imágines de mi vida se fueron
mezclando con otras de las que no tenía noción de su origen. Rostros, lugares,
palabras, gestos y objetos absolutamente desconocidos para mí se iban
interponiendo con los que para mí eran familiares y cotidianos. Extrañamente
aquellas cosas que nunca había visto ni oído no me parecían ajenas. Más bien
era como estar recuperándome de un estado amnésico. La idea de que estaba
regresando de un olvido se fue instalando en mi pensamiento; la idea de que
todas esas cuestiones nuevas no lo eran tanto, que de algún modo eran el
entorno de otra cotideaneidad tan mía como la otra.
Paulatinamente las acciones y los
escenarios de mi vida fueron reemplazados por los de mi “otra” realidad. Así lo
pensé, sin tener una cabal idea de porque llamar a aquella pesadilla mi otra
realidad. Y sin poder evitarlo se fue haciendo cada vez más difusa la frontera
entre lo que suponía mi vigilia y mi estado de ensoñación provocado por la
pirámide de cofres. Dónde terminaba una y empezaba la otra era una razón que no
sabía de razones. Y la constancia aterradora de que yo no tenía posibilidad de
elegir, que estaba definitivamente atrapado en una maraña de sucesos
ingobernables; prisionero de un capricho diseñado por vaya a saber quién o qué.
La idea de que aquello que llamamos destino se había manifestado de manera
brutal y sin tapujos. O que tal vez me estoy asomando sin quererlo y sin poder
evitarlo a una vida paralela y simultánea y que por única vez se me ha dado en
vivirlo. Por un instante creí, aunque me costara creerlo, que estaba
recuperando un fragmento de mi vida que se había fracturado y dispersado en el
tiempo. Y que estaba en los umbrales de poder fundirlo definitivamente en una
sola vida aunque se me hacía dificil imaginar como sería una sola vida en dos
hombres, dos paisajes y dos historias con sus tiempos, tan distintos.
Porque ahora estoy frente a este cofre
con su cara brillante, escribiéndote esta historia sin poder asegurarte
fehacientemente si soy Ruben que cuenta la historia del jinete enamorado que
tuerce su destino por el azarozo hallazgo de un cofre o soy el jinete enamorado
aún prisionero del hechizo de ese cofre mágico, llevado a otro tiempo y a otro
sitio, vislumbrando en su desvarío un fragmento de la vida de Ruben.
Y pienso en vos leyendo este relato, con
la responsabilidad de elegir de quién procede esta historia. Tenés, como yo, la
alternativa de creer lo que más te guste. Creo que para vos es más fácil ya que
no conocés a ninguno de los dos. Y estarás tentada a pensar que quizá los dos
sean tan posibles el uno como el otro. Pero te advierto, a modo de ayuda, si es
querés elegir cual de las dos realidades es más posible, que antes de contar
este relato, ninguno de los dos sabía de la existencia del otro. Quizá vos, sin
proponértelo y sin sospecharlo, fuiste la llave que abrió la frontera que
separaba a ambos. Vos pusiste el cofre en el destino de ambos.
FIN
© Alejandro González. 2005