Me gusta llegar primero y abrir la ventana y a través de las rendijas de la persiana mirar a oscuras el movimiento de la calle. A esa hora hay mucha gente y fuera la luz es intensa. Dentro todo está igual que cada día. Luego llega él y entra despacio. A partir de ese momento su presencia lo llena todo, me aleja de la ventana y paraliza el pensamiento y la palabra.
Los aromas de las tiendas de especias entran en la alcoba, en medio del calor de la tarde. El bullicio de la plaza del mercado ahoga nuestros gemidos, acompaña el desenfrenado movimiento de nuestros cuerpos y cuando exhaustos reposan éstos, ahuyenta el silencio que precede al sueño y nos arrulla suavemente. Y esa sensación es deliciosa porque todo sucede justo afuera de la alcoba. Una puerta endeble y vieja nos separa de la callejuela, transitada todo el día, y una persiana cubre la única ventana, abierta. Sólo al atardecer se filtran tenues hilos de luz bajo los cuales la piel humedecida brilla. Sorprende que los transeúntes del exterior no perciban nuestra entrega, no se sientan atraídos hacia lo que adentro está sucediendo; que no adivinen que detrás del portón avejentado por los años y tras la persiana deslucida por la luz de infinitos atardeceres, ante sus ojos, se está representando cada tarde la misma escena.
Ya
de noche, la actividad va cesando, las voces suenan lejanas y llega poco a poco
el silencio aterrador que precede a nuestra separación. Salimos mudos por la
puerta, juntos ahora, pues quién nos puede ya reconocer. El final de la calle
es también el final de nuestra unión. Después somos dos extraños en la noche
que caminan, viajan en autobuses, se dirigen a sus respectivos destinos,
anónimos y ausentes de todo a su alrededor. Los ruidos y olores de la plaza
soleada resuenan en mi cabeza todavía durante horas, me obsesionan.
A
veces vuelvo los domingos sola y me paro al otro lado de la calle, frente al
portón, y lo observo absorta desde fuera, y a través de la persiana creo
percibir nuestras siluetas o escuchar nuestras voces y sonrío satisfecha de
complicidad conmigo misma. Compruebo que nadie se fija en él, que los
viandantes pasan por delante sin sospechar, sin asomo de curiosidad y compran
en los puestos de al lado, entran en las tiendas interiores, algún niño llora,
alguien pone la radio en la casa contigua. Me asombra el carácter de este
espacio que hemos elegido para nuestros encuentros, porque al estar situado al
nivel de la calle, siempre con la ventana abierta para aliviar el calor, invita
a la mirada curiosa y, sin embargo, se mantiene inexplicablemente privado e
inexistente, protegiendo cada tarde nuestra clandestinidad.
Su
silueta apoyada en la jofaina de porcelana se oscurece al caer la tarde, su
piel ahora mate se desvanece momentáneamente ante mis ojos, sólo siento su
mirada que cuenta cada poro de mi piel. Sus dedos mojan suavemente las hojas de
la planta que agradece su caricia diaria. Y después, empapa un trapo de agua
tibia y lo pasa por mi cuerpo con cuidado desde el cuello hasta las manos, por
el vientre hasta las piernas, las caderas y la espalda, para borrar cada huella
de su paso por mí. Siento un cansancio de muerte que me invade y del que no
quisiera salir. Y entonces me veo a mí misma en la calle observando esta misma
escena por la ventana, como paseante que al azar ha descubierto lo inesperado.
Contengo la respiración nerviosa y atisbo sigilosa. En la alcoba tenuemente
iluminada por el leve reflejo del sol tras la persiana veo a un hombre desnudo
de tez oscura y tersa que se inclina sobre un lecho en el que yace tendido el
cuerpo inerte de una mujer. Ella parece muerta pero mira fijamente a la ventana
como sabiéndose observada. Su mirada y la mía se funden y huyo de allí
sintiéndome intrusa, ajena espectadora de una ficción que no me corresponde.
Isolina
Ballesteros ©. 2001