La vuelta

 

Yo siempre lo había sospechado, mi padre no había muerto. Cómo ocurrió y de qué medios se valió para que todo sucediera de un modo real y trágico, no importa, ni quiero saberlo.

Se nos dijo que había muerto una tarde de agosto en un accidente de coche en una autovía de la Costa Brava. En los últimos años era un hombre agobiado por el peso del trabajo y las responsabilidades. Frustrado por el fracaso de su vida matrimonial, pasaba todo su tiempo haciendo gestiones inmobiliarias, en  congresos y reuniones de trabajo. Era el gerente de una empresa constructora. Posición loable para un hombre que no había cursado ni el bachillerato superior y que había logrado todo en la vida por sus propios medios. De ello se sentía orgulloso, aunque nunca se vanagloriara abiertamente. Sabíamos poco de él. Era hermético y poco dado a sentimentalismos o confidencias de índole emocional. Le suponíamos una moral férrea, un alto sentido de la responsabilidad y del deber, y una fuerte voluntad de ser un buen padre de familia. Era un hombre tradicional, bastante chapado a la antigua y al parecer muy religioso. De su infancia y juventud conocíamos tres cosas: había comido garbanzos todos los días de su vida hasta que se fue de casa a los dieciocho años, había hecho el servicio militar en infantería en el escuadrón de tanques, y había sido cantante de zarzuela, actuando de honroso figurante en algunos teatros de Madrid en sus primeros años en la capital. Siendo el segundón de una humilde familia de seis, no tuvo opción a tener educación. Para su padre era ya orgullo y satisfacción suficientes poder dar carrera al mayor. Todos los demás no contaban. Ser el segundo era aun peor que ser el cuarto, o el sexto, pues cabía la posibilidad de que si hubieran sobrado medios para emplear en educación, él habría sido el próximo. Sin embargo, eso nunca ocurrió y él, que ya lo intuía, cumplió con el servicio militar reglamentario sin más demora para salir del pueblo y de la mediocridad circundante. Fue destinado a Madrid. En la mili descubrió que le gustaba cantar y, alentado por un compañero recluta, ingresó en un coro. Las primeras representaciones de zarzuelas, muy en boga por aquel entonces, fueron para los soldados y sus familiares en el cuartel. Después esporádicamente actuó en algún teatro de sustituto. Pronto dejó la capital y volvió a provincias donde la vida para un hombre sin recursos parecía más fácil. De su vocación lírica, quedaron como prueba decenas de discos, y la nostalgia permanente por no haber podido alimentarla con estudios o práctica. Mucho más tarde, en las pocas ocasiones en las que recobraba la jovialidad, que sin duda algún día debió tener,— alguna cena en casa de algún amigo íntimo, y sobre todo el día veinticinco de diciembre, después de la misa del gallo en el club y con dos copas de champan— recordaba sus buenos tiempos de barítono y entonaba emocionado, ante el asombro general, estrofas enteras de Marina o Doña Francisquita.

Habían llegado tiempos de prosperidad, tras tanto sembrar parecía que podría empezar a recoger. Tenía un puesto importante en una gran inmobiliaria, viajaba mucho. A la vuelta de uno de aquellos viajes inexplicablemente, se nos dijo, se saltó una señal de Stop. Las carreteras de la Costa Brava, un sábado de fin de verano a la caída de la tarde están lo suficientemente concurridas como para que tamaña infracción pueda acarrear trágicas consecuencias. La colisión con otro coche fue inevitable. El vehículo fue elevado por los aires y después de dar tres vueltas de campana dio con sus huesos en el asfalto. A ello sucedió la tan temida escena de la manta en la cuneta, que más que para proteger al herido, sirve para proteger los estómagos de los viandantes que tienen la mala suerte de atravesar el lugar del suceso en ese preciso instante, y a quienes de seguro ya se les amargó el viaje para los próximos cien kilómetros.

La noticia llegó por teléfono. Dijeron que había muerto en el acto. Algo se me desgarró por dentro. Caí enferma con altas fiebres, y cuando empecé a recuperarme, sólo había una cosa cierta, que él se había quedado en algún lado y que yo no lo vería más. Lo que más desasosiego me producía era la inevitabilidad del hecho, la ardiente seguridad de que, lo que no se había dicho o hecho hasta ese momento entre mi padre y yo, ya no tendría lugar. Había dejado pasar todos aquellos años sin hacer el mínimo intento de comprenderlo y ahora era tarde. Se iba con toda esa melancolía encima, con esa seriedad circunspecta, que no era otra cosa que el dolor por la incomprensión y el silencio que todos le infligimos consciente o inconscientemente. Esa certeza de haber dejado pasar el tren sin haberme subido aunque fuera en marcha, me quemaba las entrañas. El tren ya no pasaría mas por allí y así lo tuve que asumir, para poder reunir las fuerzas suficientes para salir de aquella cama y reanudar las tareas cotidianas.

Durante los primeros meses después de su muerte, la presencia de mi padre seguía con nosotros. Su perfume, sus ropas, todos sus objetos personales seguían allí sin que fuéramos capaces de hacer nada con ellos. Nos aterraba la idea de acercarnos a ellos y tocarlos para moverlos de lugar o tomar alguna decisión al respecto. Era evidente que ocupaban mucho sitio en los cajones y armarios de la casa. Sin embargo, su derecho a existir y a ocupar un lugar en ellos era aceptado por todos nosotros como un símbolo del ausente. Conservar aquellos objetos era una manera de mantener viva su presencia y al mismo tiempo de recordarnos constantemente su ausencia.

¿Era eso masoquismo o exigencia inevitable del dolor? Nunca hablamos de ello. Sólo con los años y el paso del tiempo, pudimos recobrar la distancia necesaria para tomar algunas decisiones sobre sus objetos personales. Algunos fueron inevitablemente a la basura, otros pasaron a formar parte del vestuario de mis hermanos mayores, y mi hermano Rafael, quien siempre fue su favorito,  pasó a ocupar con justicia su puesto en la mesa. Unos pocos siguen sin embargo perdidos entre los cajones a la espera de que alguien los vea y les haga justicia. Pero ya han perdido su sacralidad y en cualquier momento un despiadado puede usarlos para un disfraz de carnaval, cosa sin embargo difícil, dada la austeridad en el vestir de mi padre, o para trapos de cocina, si no para algo peor.

A los pocos meses del accidente yo había empezado a tener unos sueños inquietantes y reveladores acerca de la situación de mi padre. Se me aparecía constantemente y en los lugares mas inesperados. A veces entraba en una discoteca en la que yo tomaba unas copas animadamente con unos amigos, o me lo encontraba comprando zapatillas de tenis en una tienda de deportes. Creo que una vez hasta me recogió en una carretera en la que yo hacía autostop.  Por más que fueran diferentes los lugares en los que lo encontraba, todos los sueños tenían una cosa en común. Yo me acercaba y quería desesperadamente hablar con él. Casi siempre lo conseguía aunque su primera reacción era la de hacerse el loco. No me reconocía a primera vista. Siempre me hacía explicarle quién era yo y cómo había llegado hasta allí. La siguiente reacción era la de tratar de explicarme porqué no había vuelto a casa, ya que estaba vivo. Lo había intentado alguna vez, pero le había frenado la certeza de que sería una vuelta infructuosa que no acarrearía mas que inconvenientes para todos. Seguía teniendo en la mirada esa melancolía suya de siempre, pero esta vez sin el gesto dominante y orgulloso que le había mantenido en pie tras los más duros embates de la vida. Yo no salía de mi asombro cuando comprendía que no había muerto como todos pensábamos, sino que estaba vivo en otro lugar no muy lejano al nuestro, sin la menor preocupación porque lo reconociéramos o nos lo encontráramos de vez en cuando. Yo insistía en que volviera. Pero a él esa idea definitivamente le aterrorizaba. No quería saber nada del tema. En general solía dejarme bastante aturdida, para marcharse por donde había venido. A veces se sentaba a tres metros de mi en la barra de algún bar a tomar tranquilamente una copa, como si no hubiera pasado nada, mientras yo lo miraba desconcertada y sin saber qué hacer.

Estos sueños se repitieron con frecuencia. Obviamente yo no les daba mayor importancia. ¡Quién se la daría a un sueño! Yo lo achacaba sobre todo al hecho de que nunca lo vi muerto. Casi nadie lo vio en efecto. Sólo mi hermano Pedro, que le tocó identificar su cadáver bastante desfigurado por el golpe y hacerse cargo de todo lo referente al funeral, con ayuda de algunos familiares. Los demás lo imaginaron dentro de la caja de muerto. Yo ni siquiera eso, pues mi convalecencia y estado de ánimo me excusaron de la ceremonia y posterior peregrinación al cementerio. Empecé a preguntarme tímidamente, conforme las apariciones de mi padre se hacían más y más frecuentes en mis sueños, si era remotamente posible que no hubiera muerto. Pero ¿cómo? Vinieron a mi mente todo tipo de elucubraciones, producto de mi imaginación. Quizás no había ocurrido el accidente, él lo había planeado todo. Se declaró el accidente "siniestro total" y jamás vimos el coche. Era irrecuperable. La policía llamó para avisarnos. Un día después se recibió el cuerpo, desfigurado por el golpe. ¿Podría ser que un amigo en la morgue, pagado por mi padre había mostrado el cuerpo de otro, muerto también en accidente, que mi hermano habría identificado, y así se habría firmado el acta de defunción?. ¿Estaba mi hermano Pedro al corriente? Por supuesto, jamás me atreví a preguntárselo.

Hace algunos meses mis sueños cambiaron paulatinamente de cariz. En un par de ocasiones mi padre, para mi sorpresa, había vuelto a casa. Se presentaban ciertas situaciones familiares y cotidianas: lo esperábamos para cenar, o nos preparábamos para un viaje. Se mantenía en la frontera de los cincuenta como cuando desapareció y nada parecía haber cambiado. Se respiraba cierto aire de tensión en la casa. Decididamente había vuelto.

Si a través de los años nunca había dado demasiada importancia a estas señales del subconsciente, si se podían llamar así, empezaban ahora a afectar seriamente mi estado de ánimo. Intuía que había algo de realidad en la ficción de mis sueños.  Consideré la posibilidad de iniciar una investigación sobre las circunstancias exactas de su muerte. Esto suponía enfrentarme a todo un maremagnum de legalidades, papeleos, fechas y datos enterrados por el tiempo, que por otro lado tampoco me interesaba descubrir. La otra solución era guiarme de mi intuición y lanzarme al mundo a buscarle en el sitio más insospechado, desde el cual hubiera podido enviar señales a mi subconsciente. Decidí que esta opción, aunque bastante disparatada, me apetecía mucho más. Pasé unos días buscando por la casa restos, ya casi inexistentes, de su presencia. Miré todas sus fotos: las de joven, con nosotros, de mayor. Encontré un pequeño cajón donde mi madre guarda todavía algunos de sus documentos, viejas facturas, resguardos de algún recibo, una colección de monedas antiguas y una foto de mi padre con un amigo, desconocido para las dos, en los camerinos de un teatro. La foto me pareció representativa de algo, y sin saber muy bien de qué, la guardé como si fuera una pista valiosísima. Esta a su vez me llevó a la estantería de los discos. Tardé casi una semana en escucharlos todos, dedicando especial atención a los de zarzuela y ópera. Cuanto más los escuchaba, más me convencía de que ahí estaba la clave para iniciar la búsqueda. Yo siempre había imaginado que el sueño de mi padre había sido convertirse en un famoso cantante lírico. Me trasladé a la capital, y con ayuda de un amigo que tenía ciertas influencias dentro del mundo del teatro, pasé varias semanas indagando sobre los espectáculos de la ciudad, las temporadas, las compañías, los artistas. Mi amigo me puso en contacto con varios empresarios teatrales de la ciudad, con los que me entrevisté. A todas las entrevistas iba yo cargando con varias fotos de mi padre, en distintos periodos de su vida. Nadie lo conocía. Tras varias semanas de búsqueda infructuosa, y a punto ya de abandonar mi empresa, se me ocurrió asistir a la representación de una de las zarzuelas que había escuchado en los discos y que por fortuna tenía lugar en la ciudad en esos días. Al terminar ésta, me colé en los camerinos, dispuesta a hablar con el primer tenor. Durante toda la función había estado observándolo. Tenía un cierto parecido con el hombre que posaba junto a mi padre en la foto rescatada del cajón. Era obvio que aquella foto había tenido un significado especial para mi padre, pues era la única que había conservado de los años del teatro. Era mi última esperanza. Si aquel hombre era, como yo sospechaba, el mismo de la foto, conocería con seguridad el paradero de mi padre.

Se exaltó excesivamente al verme entrar al camerino sin haber concertado antes una cita. Yo estaba un tanto confundida y sin saber cómo afrontar el tema que me había llevado hasta él, ahora que lo tenía delante. Sólo se me ocurrió sacar aquella foto amarillenta, con la esperanza de que al verse junto a  mi padre, se reconocería y ello suavizaría la tensión del primer momento. Tardó unos minutos en reaccionar. Cuando se reconoció, aún entendía menos el propósito de mi visita. Estuve ya en condiciones de explicarle que yo andaba buscando al señor que posaba en la foto junto a él, y que no era mi intención molestarlo más de lo necesario para que me indicara cómo podía dar con él. Eso pareció enfurecerle aún más. Aquel señor a quién yo andaba buscando, me dijo, había desaparecido una noche sin avisar, dejando una función colgada y sin sustituto. No había vuelto. De eso hacía ya más de un mes. Pasado el primer impulso de furia, su expresión reflejó una profunda tristeza. Habían sido muy amigos antes, muchos años atrás, se explicó, y lo habían vuelto a ser después, en los últimos tiempos, desde el día en que había aparecido de repente como salido de la nada y tras veinte años de ausencia. El lo había introducido nuevamente en el mundo del teatro. Le había hecho comprender que no debía esperar grandes glorias, pues ya era tarde, y que debía conformarse con estar entre los mediocres. Habían sido unos años duros para él, para los dos, aunque los habían sobrellevado con alegría. Su amigo, siguió el actor, se sentía últimamente cansado y decepcionado. Aquel mundo no era, después de todo, lo que él había creído. De un tiempo a esta parte hablaba de dejarlo todo y dedicarse a algo mas tranquilo y estable. Añoraba una familia.

Salí del camerino desconcertada y al mismo tiempo segura de que esta segunda huida sólo podía significar que se proponía volver, si no lo había hecho ya, mientras yo hacía mis investigaciones acerca de su paradero. No podía enfrentarme todavía al hecho de su vuelta, así que vagué durante un par de días por las calles y parques de la ciudad mientras le daba vueltas a la cabeza.  ¿Debía advertir a alguien en casa? ¿Cómo iban a encajar su vuelta? Quizás me estaba precipitando y nada de eso iba a suceder.

 

La ansiedad me consumió antes de lo esperado. Ya no lo podía posponer más. Necesitaba cerciorarme de que mi intuición no era falsa. Volví en tren. Al abrir el periódico, me di cuenta con terror de que precisamente ese día se cumplían diez años de su muerte. Lo leí con desinterés. Muertos por doquier en todos los puntos del planeta: asesinatos, atentados, guerras fratricidas inundaban las primeras páginas. Corrupción y escándalos en la sección nacional. Nada de especial en la de espectáculos, normal en el mes de agosto. Pasé rápidamente los deportes y ya iba a cerrar el periódico al llegar a los obituarios, cuando una de las noticias captó mi atención. Un cantante lírico de la compañía nacional de zarzuela, de nombre desconocido para mí, había muerto en un accidente espectacular en la autopista Madrid-Zaragoza. Al parecer se dirigía a la provincia a visitar a unos familiares a los que no veía hacia años. Su muerte inmediata fue causada por la colisión violenta de su vehículo, que inexplicablemente no paró en una señal de Stop, y el de un turismo de alquiler, cuyos pasajeros, un matrimonio alemán y su perro, también fallecieron todos.

 

Isolina Ballesteros ©. 2001

 

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