El vuelo
fue perfecto. Después de otros muchos viajes en vela, con todo el pasaje
plácidamente dormido mientras yo leo con los ojos arrasados por el sueño, había
conseguido dormir varias horas tumbada en un avión casi vacío. No hubo
turbulencias, no hubo retrasos, la comida estaba buena, incluso las azafatas
fueron relativamente amables.
Los problemas comenzaron al llegar a Sao Paulo. Yo pasé rápidamente el control de inmigración y, cuando ya estaba recogiendo mi equipaje, me di cuenta de que Pelayo estaba siendo retenido por la policía. Sabía que por ser de Guatemala suele tener problemas con el visado, en parte por la desorganización de los consulados y en parte por un exceso de confianza en sí mismo. Pelayo pensaba que el mundo debía adaptarse a sus necesidades, y la realidad no es siempre tan maleable. Sin embargo, en esta ocasión noté algo diferente. Inmigración insistía en que el visado estaba caducado, y él en que estaba en regla. Pero no estaba desplegando sus habituales artes de negociante. Cedió antes de lo esperado y aceptó un viaje de 24 horas a Buenos Aires para poner en orden sus papeles casi sin ofrecer resistencia.
Con
prisas y a través de un cristal me dio las últimas instrucciones para llegar al
hotel y localizar a nuestros colegas de la oficina en Sao Paulo. También me
pidió que llevase una de sus maletas al hotel, la maleta de muestras. Yo salí
del aeropuerto despistada y mareada, sin conocer la ciudad, sin saber si Pelayo
iba a poder entrar en el país al día siguiente o debería volver a España. Pasé
por el control de aduanas casi sin notar que me estaban preguntando por el
contenido de mis maletas. “¿Qué lleva ahí?” “Esta es la maleta con mi ropa”,
“¿Y allí?” “Esta es la maleta de
muestras”, respondí, como si llevar un
bulto llamado “maleta de muestras” fuese habitual. Inopinadamente, al policía
le convenció mi respuesta. Me dejó pasa sin más y yo cogí (mejor dicho, tomé)
un taxi hasta al hotel.
El
viaje en taxi consiguió acrecentar mi atontamiento general. Era domingo, las
seis y media de la mañana, la ciudad estaba desierta y mi taxista (taxistas sin
fronteras) circulaba como un loco en un coche con el contador de velocidad
estropeado, la temperatura del agua marcando el máximo y la reserva de gasolina
encendida. Mientras conducía tenía tiempo de hablar por el teléfono móvil
(celular desde aquel día) y de hablar por señas con sus colegas que
transportaban a sus propios y espantados pasajeros.
Pasé
todo el domingo en el hotel, durmiendo, viendo la televisión y tomando el sol
en la maravillosa terraza del ático. Esperaba al lunes para contactar con mis
desconocidos colegas de nuestra oficina en la ciudad y comenzar los
preparativos para la feria tal como había acordado con Pelayo. En aquellos
momentos, la semana que estaba a punto de comenzar no resultada en absoluto
alentadora.
El
lunes por la mañana los nubarrones de mi cabeza (no los del cielo de Sao Paulo,
que estaba sufriendo una sequía desconocida y fuertes restricciones de energía)
comenzaron a despejarse al comprobar que mis compañeros brasileiros eran
amables, abiertos y hospitalarios. Me convencí entonces de que definitivamente
ya no necesitaba a Pelayo para emprender estos viajes de trabajo. El miedo a
viajar solo es una autolimitación mental, porque al final la realidad siempre
resultan más sencilla de lo que uno espera.
A
última hora de la tarde llegó Pelayo de Buenos Aires, relajado y contento.
“¿Algún problema con la maleta de muestras? Olvidé decirte que yo tenía las
llaves”. “Hombre gracias, ahora me entero, si lo llego a saber entonces hubiera
pasado por la aduana sudando a mares por los nervios”. “Entonces es mejor que no lo supieras, te
evitaste un mal trago. ¿Qué tal te ha ido el día? Espero que puedas perdonarme
por haberte dejado dos días sola”. “Todo ha ido perfecto, he cumplido el
programa previsto para la feria, en realidad no te he necesitado para nada”.
(Estas pequeñas satisfacciones son impagables). “Entonces hasta mañana, ¿Me das
la maleta de muestras? Es muy pesada para tí, mejor la llevaré yo mañana”
“Vale, llévala tú, para la fuerza bruta todavía te necesito” (dos a cero…)
El
martes comenzaba la feria en un nuevo pabellón ferial construido junto al hotel
Transamérica. Una feria es básicamente una tortura física donde uno debe pasar
unas diez horas de pié, perfectamente presentable, amable y concentrado en el
trabajo, hablando con presentes y futuros clientes, contestando sus preguntas y
consiguiendo sus tarjetas (cartaos) para desplegar más tarde una red que nos
permita estar lo más pegados posible a ellos. A pesar del cansancio, el primer
día fué un éxito. Sin embargo Pelayo estaba nervioso, cosa extraña en él.
Habían llegado algunos colegas de Argentina pero su homólogo mejicano, Esteban
Márquez, había retrasado dos días su llegada por motivos desconocidos. En
realidad a mí no me pareció que necesitáramos al tal Marquez para nada (tal vez
me estaba pasando con mi recién nacida independencia), tan sólo veía una
actitud poco profesional, pero Pelayo estaba indignado y claramente preocupado.
Por
fin Esteban llegó el miércoles por la tarde. Este mejicano cumplía con
exactitud todos los rasgos físicos por los que supuestamente se les reconocen:
cabello muy negro, piel tostada, cuerpo pequeño y el imperdonable mostacho.
Este efecto se veía intensificado al oírle hablar. Para mí, españolita
ignorante, fué como estar oyendo a Pixie y Dixie. Igualito. Era el primer
mejicano que conocía, que le vamos a hacer. Lo malo es que no pude evitar
decírselo, menos mal que le hizo gracia, afortunadamente a él también le
divirtió mi acento. Pelayo tardó medio segundo en reunirse con él a puerta
cerrada en una de las salitas del stand. Pensé que iban a discutir, pero
ocurrió todo lo contrario. Salieron de la sala riendo, felices, incluso diría
que aliviados. No conseguí que Pelayo me explicara dónde estaba el chiste.
Pelayo, no hay quien te entienda…
El resto
de la semana resultó realmente divertido. Mucho trabajo y muchas cenas con
copa. El Café Journal para comer, el Brooklyn para cenar con música en vivo, el
imprescindible Rodizio y la inevitable Feijoada. La mezcla de latinos es
apasionante, diferentes culturas, formas de hablar en español, de utilizar las
expresiones, eternas bromas entre países (principalmente Argentina-resto del
mundo), mucho que aprender. Todo un mundo rico, gigantesco y superpoblado que
en España no conocemos ni queremos conocer, que unificamos con la palabra
“Hispanoamérica” y al que tratamos con una superioridad vergonzante.
Yo
sentía que encajaba bien en ese ambiente, recibiendo con deportividad las
pullas que me tocaban por ser una garota gallega y manteniendo ojos y oídos
bien abiertos.
El
domingo yo volvía hacia Europa mientras Pelayo y Esteban volaban a Colombia
para visitar a algunos clientes. “Tenéis los dos juntos una pinta de
traficantes que no os tenéis, y para colmo vais a Cali!” Me miraron y se
miraron nerviosos. “Ya está la gallega pensando que somos peores por ser
indios” Dijo Pelayo con rabia. Yo me quedé helada, Pelayo sabía de sobra que
estaba bromeando, ese comentario era muy parecido al que ellos mismos se hacían
los unos a los otros.
Nos
despedimos fríamente, mi frasecita cayó como una bomba y yo, como de costumbre,
me quedé rasgándome las vestiduras por ser tan bocazas.
y VIII
El
vuelo de vuelta no fué tan perfecto. Haber podido dormir en el anterior fué
sólo un espejismo, esta vez cumplí con el rito de los ojos ardiendo de sueño
mientras era la única en ver la película (mala, siempre me tocan malas) en la
diminuta pantalla.
Al
llegar a Barajas a las seis de la mañana leí al fin un periódico español con
noticias frescas del día anterior: un guatemalteco afincado en España y un
mejicano habían sido detenidos en el aeropuerto de Cali con información de alta
tecnología que iba a ser vendida al más poderoso narcotraficante de Colombia.
En ella se detallaba un nuevo e infalible método de modificar la cocaína
haciéndola irreconocible empleando los análisis químicos conocidos. Los
detenidos transportaban una maleta con muestras de esta droga perfeccionada.
Clara
Malinovich. © 2001