Alas de luz

 

Isabel tenía pavor a cruzar esa delgada línea oscura y a veces incierta que bordeaba el límite entre la locura y la salud mental que, se suponía, debía mantener a toda costa después del incidente del año anterior. En aquella ocasión se había quedado sin las alas de luz que le salían cuando poseía valor, templanza, serenidad y sobre todo buen humor. Le picaban entre las paletillas y alguien tenía que rascarle largo rato, por lo menos hasta que el par suave y plumoso se acomodaba...

Ella siempre supo que en su familia había una lacra genética que hacía que el predominio a la depresión y a las paranoias fuera inherente a cada miembro de la cadena. Siempre supo que esa delgadísima línea oscura separaba la vida real en libertad, de la represión en un mar de adormidera y olvido. Lo había visto con sus ojos de niña, justo cuando sintió por vez primera que algo le crecía en la espalda, al tiempo que su abuela la miraba tres días antes de morir desde el recibidor de la casa familiar. Había sonreído asintiendo con la cabeza, como dándole a entender que ella podía ver sus alas y a Isabel le pareció que la anciana escondía las suyas bajo el camisón de lino azul.

 

A los treinta y tantos, algo se desmoronó en su interior, era como si su alma hubiese empezado a perder volumen, resuello, pálpito. Por más que lo intentaba  ya no podía notar sus alas y lo cotidiano se le antojaba como una tortura sin precedentes. Mantener la calma era tarea imposible cuando su ADN reclamaba el tributo familiar. Hizo equilibrios imposibles en la delgada línea oscura cada vez que ésta se aproximaba a sus pies como el vacío atrayente del fondo de un barranco. Como en "Los Amantes del Círculo Polar" su vida aún no había dado ni una vuelta, aún le faltaba poder cerrar el círculo principal.

Precisamente por ello decidió entregarse a su destino aquella mañana de Noviembre. Sabiendo que era la única solución, dejó de luchar para enfrentarse con valentía al terrible dolor y la desesperación de caer en ese vacío de la nada y de nadie. Permitió que la teoría del caos destrozara sus alas... Todo el miedo acumulado durante los años en los que temía que ella también tendría que pasar por aquello cobró realidad y así permaneció inmóvil al paso de las horas, los días y las noches.

Al quinto día notó que le volvía a picar en el centro de la espalda, tan solo unas horas antes había decidido que ya no tomaría aquella cápsula que la ninguneaba al mundo de forma insultante. Aún había mucho camino por avanzar pero la energía de sus todavía pequeñas alas de luz la ayudaría a proseguir. Al cabo de un mes se sintió con fuerzas para volver a su trabajo y a su vida de cordura, no sin antes reinstalar en algún lugar del alma el miedo de volver a cruzar esa, más que nunca, delgada línea oscura.

Esgrimió con entereza la espada de Damocles que la vida le había asignado y procuró establecer su orden mundial sin herir a nadie pero sin dejar que la agraviaran de nuevo. Diseccionó todo ese mundo y a sus habitantes y determinó que no podría mantener contacto con casi nadie. Se hizo selectiva como jamás hubiera pensado que se atrevería a serlo y signó con la punta de sus dedos los límites de su territorio. Sabía que la mayor de las energías era la amistad y por ese motivo se dosificó tanto.

Quiso la fortuna que sus fuerzas y/o sus alas se desplegaran con la mayor de las envergaduras y contempló su delgada línea oscura desde muy alto, con claridad, al igual que la había contemplado desde lo más profundo.

Por fin Isabel había encontrado su lugar en el mundo, su círculo polar privado y su ilusión por compartir la vida con las pocas personas que sentían el roce de sus alas de luz muy dentro del corazón, como solo ella era capaz de hacerlo.

 

© Amanda Corrib, Mayo 2003

 

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